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Al regresar a su casa después del trabajo, Edie se quitó las botas empapadas de aguanieve y subió a la planta de arriba para ver cómo estaba su abuela. La vieja roncaba a pierna suelta, la boca abierta de par en par como el portón de un garaje. Ni siquiera había preguntado por los disparos que habían resonado por la casa unos días antes, le preocupaban más los gritos que oía de vez en cuando. Era hora de poner en su sitio al prisionero.
Los tres pasadores seguían en su sitio. Edie pegó el oído a la puerta y escuchó antes de abrirla. Eric le había dado la orden de no hablar con el prisionero a no ser que él estuviera presente, Edie se resistía para no entrar. ¿Qué gracia había en tener un prisionero si no se le podía demostrar quién era el jefe?
El chico estaba sentado en la silla con la espalda recta y las muñecas y los tobillos bien sujetos. La manta había caído al suelo y ahora estaba completamente desnudo. Tenía la piel de gallina.
Al entrar Edie, el muchacho alzó la cabeza. La cinta adhesiva le tapaba la boca, pero sobre la mordaza sus ojos enrojecidos imploraban que lo dejasen marchar.
Edie frunció la nariz.
—No has podido aguantarte, ¿verdad? Qué guarro eres…
Durante veinticuatro horas, el prisionero no había recibido ni comida ni bebida, por lo que la palangana que habían dejado debajo de la silla no era más que una provocación deliberada.
Le revisó la herida: un pequeño agujero con marcas de quemaduras alrededor. No. no era nada serio. Entre gemidos y gruñidos, el prisionero intentaba decir algo, pero la cinta adhesiva no se lo permitía. Edie se sentó a su lado para verlo de cerca.
—Lo siento, no te entiendo.
Los ojos enrojecidos del chico se abrieron con demencia, y los gruñidos se hicieron más audibles.
—¿Qué te ocurre, prisionero? Tienes que vo-ca-li-zar.
Lo que fuera que quisiera hacerle entender, el chico debía de estar gritándolo. La desesperación se filtraba por la mordaza con la intensidad contenida de un rumor subterráneo.
—Deja de armar jaleo o te meteré un destornillador por el agujero que te hizo la bala. ¿Te apetece?
El chico negó con la cabeza, en medio de un temblor exagerado y cómico a la vez.
Edie se acuclilló delante de él.
—¿Sabes por qué estás vivo? —preguntó, vocalizando—. Te lo diré. Estás vivo porque aún no hemos encontrado un sitio donde no puedan oírse tus gritos.
Una lágrima caliente cayó sobre la muñeca de Edie. Sorprendida, saltó hacia atrás mirando la gota con asco.
—¡Hijo de puta! —exclamó, y lanzó un escupitajo que alcanzó al chico en medio de la cara.
El prisionero agachó la cabeza para evitar nuevas represalias, pero Edie se agachó aún más y volvió a escupirle una y otra vez, sin ninguna pasión, tomándose todo el tiempo del mundo, hasta que el prisionero se dio finalmente por vencido. Entonces Edie siguió escupiendo hasta cubrirle toda la cara de saliva. Y no se detuvo hasta que la boca se le quedó completamente seca.