32

La casa era mucho más pequeña de lo que aparentaba desde el exterior. La planta de arriba sólo tenía dos dormitorios —Woody habría jurado que había tres— y un cuarto de baño.

Tal y como había explicado con pelos y señales a la atractiva agente Delorme, él, Arthur «Woody» Wood, no se había dedicado al robo con allanamiento para ampliar su círculo de amistades. Como todo ladrón profesional, tomaba cuantas precauciones creyera necesarias para evitar toparse con desconocidos durante las horas de trabajo. En otras circunstancias, y eso era cierto, Woody era un tipo tan sociable como cualquiera.

Había visto al tipo que trabajaba en la tienda de instrumentos y equipos de música, el de la cara de comadreja, entrar en aquella casa diariamente. De hecho, un día lo siguió hasta allí desde el centro comercial después de verle cargar en su vieja furgoneta Windstar una caja con la apetecible leyenda «Sony». Woody sabía que la pareja había salido, porque había estado montando guardia en su propia furgoneta desde hacía una hora y media. La vigilancia de una casa no entrañaba ningún peligro si se hacía con cuidado. Nadie repara en una Chevy vieja y abollada cuyo rótulo anuncia «Reparaciones Eléctricas Comstock»; nadie le presta la mínima atención. Aun así, Woody cambiaba el rótulo cada tres meses, por si las moscas.

Así que allí esperó, leyendo la sección de deportes del Lode y escuchando a los Pretenders en el estéreo de la furgoneta, un Blaupunkt que se había cruzado en su camino el invierno anterior cuando aumentaba su inventario por la zona de Cedarvale. ¡Tronco, esos alemanes sí que controlan la ingeniería! Mientras una parte de él se preocupaba por los resultados de los Maple Leafs, la otra repasaba la lista de la compra. Porque Woody era un ladrón dedicado, pero además se aplicaba como padre y como marido, y había llegado el momento de hacerle un regalito a su hijo y único heredero, que respondía al cariñoso apelativo de «Volquete».

Al crío le hacía falta un juguete chulo. Un juego de cubos no estaría mal, pero había que ver qué encontraba. Estaba seguro de que el comadreja y su chica no tenían niños. Los había observado lo bastante para poder estar seguro de ello, pero nunca se sabe lo que una pareja amontona en los armarios. Un par de semanas antes se había agenciado un pequeño oso Yogui de plástico. La mascota acompañaba a su dueño, un camionero, por todo el país.

La puerta lateral de la casa no le supuso ningún inconveniente: veintisiete segundos. No establecería un récord, pero tampoco estaba mal. Como de costumbre, Woody se dirigió directamente a la planta superior. Era fiel a una superstición: si uno trabaja dentro del ámbito de la naturaleza, es mejor permitir a la gravedad que te ayude a bajar si es necesario. Una vez arriba, calzado con el par de Reebok más sigilosas que tenía, fue directo al dormitorio de atrás. La razón y la experiencia le decían que era allí donde dormía la feliz pareja.

Lo que encontró lo sorprendió. Esperaba hallar el dormitorio de una pareja, no el de una chica soltera. Las paredes y la cama de madera de pino eran de color rosa, el tocador se encontraba oculto bajo montañas de cremas faciales, en su mayoría de farmacia. El empapelado, una verdadera antigualla que ya se había despegado en más de una esquina, había representado alguna vez un fondo de color amarillo pálido y un estampado de sombrillas delicadas. Le llamó la atención un tigre de peluche que vio encima del tocador ——a Volquete podría gustarle—, pero al acercarse más comprobó que se trataba de un muñeco sobado y sarnoso, que, saltaba a la vista, había sido manoseado y cubierto de babas durante múltiples y prolongadas convalecencias. No podía regalárselo a su hijo. «¿Cómo se te ocurre? —le reprocharía Martha—. ¿No te das cuenta de que es totalmente antihigiénico?».

Woody se detuvo un momento, atento a cualquier sonido. No, la viejecita no se había movido, probablemente fuera sorda. Pobrecita, hacía por lo menos tres días que no la sacaban a dar una vuelta.

Reparó en un detalle interesante de la cabecera de la cama: estanterías embutidas con paneles corredizos pequeños, el típico cuchitril donde la gente suele esconder sus joyas. Woody, un optimista empedernido, como es obligado para todo aquel que quiera dedicarse a esa profesión, corrió el panel lleno de ilusión.

Allí se tropezó con la segunda sorpresa. Había esperado encontrar un par de novelas de Danielle Steel (esas que Martha lee sin parar) o acaso una de Barbara Taylor Comosellame, pero esta colección era verdaderamente tétrica: Historia de la tortura, Atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, Justine y Juliette. Sí, alguna vez había oído hablar de ese tipo, el marqués de Sade.

Cada vez que iba a trabajar, Woody se permitía un momento de esparcimiento, un instante en el que deleitarse sosteniendo en sus manos algún objeto atesorado o peculiar, en el que dejar volar su imaginación y figurarse cómo era la vida que estaba invadiendo. Aquél era uno de esos momentos, por eso cogió Juliette. ¿No era el marqués el tipo ese al que le iban los látigos, las cadenas y cosas por el estilo? Woody hojeó las páginas hasta encontrar una con la esquina plegada en la que leyó un pasaje marcado en el margen: «Tomó esos pechos, tiró de ellos y los cortó por la base, pegando bien el cuchillo a las costillas. Después, con un cordel, ató los trozos de carne en ristras…».

Woody pasó unas cuantas páginas más y vio que aquello no hacía más que empeorar. La solapa llevaba inscrita una dedicatoria en bolígrafo barato: «Para Edie, de Eric».

—Joder, Eric —musitó—. No le puedes regalar esto a una mujer, es un libro malsano. Debes de ser un perturbado y un perverso de cuidado, colega.

A partir de ese instante, Woody prometió conducirse con total profesionalidad y luego marcharse.

Si Martha hubiese visto el estado del baño se hubiera estremecido por el asco: el óxido cubría el lavabo, el alicatado estaba mugriento y las toallas podían olerse desde el pasillo. El botiquín rebosaba de pastillas para dormir y tranquilizantes comprados en Pharma-City, un hallazgo que seguramente les habría alegrado el día a muchos. Pero Woody ya no les daba a las drogas. Gracias a Martha ya no las tomaba ni las vendía. «Pero, ah —pensó con añoranza—, en otros tiempos…».

De pronto oyó un ruido, y voces, pero no tardó en descubrir de dónde provenían. Aguzando el oído, con la cabeza inclinada, se quedó rígido frente al espejo roto. Falsa alarma: se trataba del televisor de la anciana. «Qué vida más solitaria, maldita sea, tener que mirar culebrones durante todo el día». La mujer estaba en el dormitorio que daba a la calle, eso lo sabía porque había vigilado la casa, pero poco habría allí que valiera la pena llevarse, un televisor en blanco y negro tal vez, un aparato cascado con una imagen pésima.

Bajó a la planta baja y echó un vistazo al inventario de la cocina: quedó decepcionado. Esos electrodomésticos prehistóricos no producirían dividendos. Incluso el salón, asfixiante y oscuro, no era más que un trastero lleno de muebles demasiado mullidos sobre los que probablemente había muerto más de un perro. Woody no hizo caso del curioso reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea, las antigüedades no le interesaban. Le produjo tristeza no encontrar siquiera un reproductor de vídeo, toda una excentricidad en estos tiempos que corren.

Ya había recorrido casi toda la casa y aún no había anotado ni un solo gol para el equipo de los ladrones. ¿Se habría equivocado por completo? ¿Habría evaluado mal la situación? Estaba claro que el tipo de la tienda ni siquiera vivía allí. Joder, era increíble. El comadreja trabajaba en una tienda que vendía de todo, era imposible que no tuviera equipos de sonido magníficos escondidos en alguna parte.

Él lo había visto con sus propios ojos, unos días atrás, descargando la caja con el logotipo de Sony de ese cacharro que conducía, una Ford Windstar del año de la pera.

—Esta gente está majara —murmuró Woody—. Tienen la mesilla y no el televisor.

La marca en el polvo revelaba que el aparato había estado allí hasta hacía un par de días antes. Además, la pila de cintas de vídeo junto a la mesa demostraba la existencia de un reproductor. O habían llevado ambos aparatos a reparar —demasiada coincidencia— o los habían trasladado a otra estancia de la casa. A lo mejor estaban en el dormitorio de la abuelita Brujabuena.

No podía irrumpir en la habitación de la abuela, así que la única opción que le quedaba era el sótano. A Woody el optimismo todavía no lo había abandonado, todavía no; los sótanos producían a veces enormes dividendos —una caja de herramientas, un motor fueraborda, un juego de palos de golf—, nunca había que descartarlos. Pero, como contrapartida, siempre estaban mal iluminados, fríos y húmedos, y el tembleque que le producían a Woody se asemejaba bastante al miedo. Los sótanos dificultaban la audición, por ello muchos de los colegas de Woody habían sido sorprendidos en ellos; allí uno se volvía vulnerable. Los sótanos representaban el sexo anal del arte del robo: no carecían de interés, pero tampoco iban los primeros en la lista. Al menos no cuando había otras posibilidades.

Al pie de la escalera, Woody hizo una pausa aguardando a que su vista se acostumbrara a la oscuridad. Se vio rodeado de botas de goma, patines maltrechos y palas para la nieve medio oxidadas. Allí abajo olía a colada y a pis de gato rancio. En el exterior había oscurecido, con lo que una luz en el interior sería advertida desde la calle. Las ventanas —notó con cierto estremecimiento nervioso— se encontraban muy altas y eran pequeñas, quizá demasiado pequeñas para permitirle escabullirse si fuese menester huir repentinamente.

De forma gradual, varios objetos empezaron a tomar forma a pesar de la penumbra: una lavadora muy vieja con los rodillos suplementarios para escurrir la ropa, una caldera inmunda, un par de esquís rotos, un trineo de aluminio estropeado, una bicicleta de mujer a la que le faltaba la rueda delantera. Durante un minuto, Woody consideró llevarse la bicicleta. Aquel mismo otoño le habían robado a Martha la suya, de diez velocidades. Se había puesto como una fiera que hubiera salido del mismo infierno, sobre todo después de que Woody le diera su opinión desde el frío punto de vista de un profesional. Pero no se llevaría ese trasto de bicicleta coja, ni hablar; repararla costaría más que comprar una nueva.

Se dio la vuelta y vio en medio de la oscuridad una puerta, una placa de roble sólida que daba —y aquí Woody dio rienda suelta a su optimismo— al estudio de grabación o lo que fuera. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? El comadreja, el dueño de las cámaras de vídeo y grabadoras de casetes, tenía su estudio en el sótano de la casa de su novia. Aquella habitación protegida con un candado Medeco y tres cerrojos robustos, contendría cámaras, trípodes, equipos de grabación, aparatos de televisión y grabadores/reproductores de vídeo. «Woody, macho, estás a un paso del paraíso».

Claro que si allí guardaban ese tipo de equipos, los cerrojos se encontraban del lado equivocado de la puerta. Había que mantener a gente como Woody fuera de la cueva del tesoro, no invitarla a entrar. Pero la reflexión sobre aquel detalle no lo detuvo. Los cerrojos los abrió sin problemas, mas el candado… Uno podía envejecer tratando de forzar un Medeco, así que lo arrancó de cuajo con una herramienta de cerrajero. Empujó la puerta, pero lo que halló no fue un tesoro de equipos electrónicos sino un muchacho desnudo sentado en una silla.

El primer pensamiento que cruzó la mente de Woody fue: «Mierda, ahora sí que la he jodido». Sin embargo, con el resplandor del televisor contiguo, comprobó que el chico estaba atado a la silla, amordazado y con las muñecas sujetas con cinta adhesiva, y completamente desnudo. Forcejeaba como un loco para librarse de sus ataduras y gruñía, tenía los ojos desorbitados, desquiciados.

Este tipo de encuentros suele desconcertar a un ladrón, incluso al profesional más experimentado. Sin saber muy bien qué pensar, Woody se encaminó hacia el televisor y desconectó el reproductor de vídeo. «Vale, chaval, si te he interrumpido en medio de tu aventura sadomaso o lo que sea, lo siento. No es asunto mío». Pero mientras enrollaba el cable en torno al reproductor (un Mitsubishi, estéreo, de cuatro cabezales y un año de antigüedad), varios detalles le llamaron la atención. El chico estaba desnudo, en el cuarto no había ropas, olía a meado y, a juzgar por el olor, la palangana que asomaba por debajo de la silla estaba llena de mierda. «No, aquí no hay alegría de vivir —se dijo—. Esto es más que un chiste de mal gusto».

Antes de partir con el reproductor bajo el brazo, Woody se detuvo.

—Ya lo pillo —le dijo con sorna—. El trapicheo te salió mal, ¿verdad, chaval?

El chico intentaba quitarse las mordazas con todas sus fuerzas. Woody le arrancó la cinta adhesiva que le cubría la boca y de inmediato el chico empezó a chillar como un loco. Eran incoherencias en su mayoría, pero ciertas frases se repetían: «Maníacos… Pervertidos… Me van a matar…».

—Aguarda. Cálmate. Será mejor que dejes de gritar. Y será mejor que lo hagas pronto —dijo Woody—. ¡Que dejes de chillar! —le gritó en plena cara.

—¡Sácame de aquí, hijo de puta, cabrón!

Mientras intentaba explicar algo acerca de un asesinato grabado en vídeo, las lágrimas le corrían por la cara. Los detalles eran delirantes, pero el terror del chico era verdadero. Woody había visto cosas que harían que un presidiario curtido de Kingston se cagase encima, pero jamás había visto, ni siquiera en el más débil de los internos, semejante terror.

La reacción de Woody fue instintiva. Cualquiera que vea a un hombre atado, lo desata. Se asomó al retrete minúsculo esperando ver ropa tirada, pero no encontró prenda alguna.

—¿Dónde coño está tu ropa, chaval? Ahí fuera estamos a veinte grados bajo cero, más la sensación térmica.

Mientras abría el cortaplumas suizo, Woody oyó un frenazo en el camino de entrada. El chico aullaba como una estrella de rock:

—¡Desátame, desátame, desátame!

—Cierra el pico, chaval, que están ahí fuera.

——¡Me importa una mierda, sácame de aquí!

Woody volvió a taparle al chico la boca con la cinta y se aseguró de que pegase bien. Oyó abrirse la puerta lateral de la casa y luego el parloteo de la pareja. Cerró la puerta de roble con fuerza y, con la voz más malvada que logró sacar, masculló:

—Escúchame muy bien, si haces el más mínimo ruido seré yo el que te raje. ¿Lo has entendido?

El chico asintió, estaba a punto de perder el control.

«Por fin lo ha pillado —se dijo Woody—. Ya no causará problemas».

—Si haces ruido, muy pronto estaremos los dos con la mierda hasta el cuello. Hay una sola puerta de salida. Así que si perdernos el elemento sorpresa, ya te puedes ir despidiendo de la fuga. Hablo en serio. Haz un solo ruido y te perforo el hígado.

El muchacho asentía como un poseso.

«Joder, Woody, podrías subir las escaleras como un relámpago y salir zumbando de la casa. Dios mío, ésos son sus pasos, los tenemos encima».

—Esto es lo que haremos —dijo Woody mientras cortaba la cinta que inmovilizaba los tobillos del joven—. Yo te desato, tú te pones mi abrigo y nos largamos por la puerta lateral. Tengo mi furgoneta al otro lado de la calle.

No hizo falta que le dijera que tendría que correr.

Al liberarle Woody el otro pie, el chico intentó incorporarse con la silla a cuestas.

—¡Espera, espera, por el amor de Dios!

¿Se acercaban las voces? Ya le había soltado una de las muñecas, pero antes de que pudiera soltarle la otra el muchacho se arrancó la cinta que le cubría la boca y se puso a berrear como un enajenado. Woody le cerró la boca de una bofetada y le apoyó la navaja. Pero ya era demasiado tarde, las voces de arriba sonaron encolerizadas de pronto y los pasos, presurosos y decididos.

Woody se dispuso a cortar el último trozo de cinta —al diablo con el ruido—, pero el chico no quería esperar. Se puso de pie con la silla amarrada a la muñeca y dejó atrás a Woody llevándose la silla a rastras. Abrió la puerta de par en par, pero en el hueco apareció el comadreja. Empuñaba un arma.

El chico lo pasó de largo con la silla botándole detrás contra los escalones.

—No podrás salir —le aclaró el comadreja por encima del hombro al prisionero, pero sin quitarle la vista de encima a Woody.

En el borde de las escaleras, el muchacho embestía la puerta con el hombro, pero Woody sabía que no existe una sola puerta sobre la faz de la tierra que se deshaga de un golpe, como sucede en las películas.

—Tranqui —dijo Woody al comadreja—. No hay necesidad de ponerse violentos.

Eric lo miró de arriba abajo sin ninguna prisa.

——¿Y qué pasa si a mí me gusta la Violencia?

——Hagamos un trato: te devuelvo tu reproductor y todo lo demás, y tú dejas que el chaval se vaya. No sé qué habrá hecho, quizá tengas todo el derecho del mundo a darle un escarmiento, pero no puedes tenerlo atado en el sótano. Eso no está bien.

El chico aún intentaba derribar la puerta mientras gimoteaba como un alma en pena.

—Que te calles, he dicho —dijo el comadreja hacia lo alto de las escaleras—. Coño, qué histérico está este crío.

—Está molesto, qué se le va a hacer. Mira, tío, tengo que largarme.

El comadreja retrocedió hasta el pie de las escaleras.

—Keith —dijo secamente—, baja de una puta vez.

—¡Ni de coña, yo me piro!

Se dio la vuelta, aproximó el revólver a unos treinta centímetros de la pierna del chaval, que estaba unos escalones más arriba, y apretó el gatillo.

El chico gritó y, sujetándose el muslo, cayó rodando. Aún se retorcía sobre el suelo de hormigón cuando el tipo le propinó una patada en la barbilla que habría marcado un gol de campo. El muchacho dejó de moverse.

—Por el amor de Dios, tío —fue todo lo que Woody logró articular, y lo repitió varias veces—. No hacía falta dispararle.

—Siéntate en esa silla.

—No, señor. Negativo. Sé que estás cabreado y lo siento, pero no lo haré.

De ningún modo se iba a dejar maniatar. A esa comadreja le faltaba un tornillo.

—Siéntate en esa silla o te pego un tiro a ti también.

—Ha despertado a la abuela.

El comentario surrealista llegó de lo alto de las escaleras, donde la mujer se había plantado apoyándose en el pasamanos.

—Joder con tanto grito, coño.

Bajó los escalones que faltaban y con las piernas separadas se colocó encima del cuerpo inerte del muchacho.

—Debería mearme en toda tu cara.

—Este de aquí entró a la fuerza en tu casa, Edie. Quería robar tu reproductor de vídeo.

La mujer dirigió la vista a Woody.

—Quiero que sepas que ese aparato significa mucho para mí. Tiene un gran valor sentimental.

—Vale. Lo entiendo. Yo sólo me dedico a esto por dinero, ¿sabes lo que quiero decir?

—Qué coño. Eric, carguémonoslo.

—A mí también me encantan los vídeos, ¿sabéis? De vez en cuando mi mujer y yo alquilamos una de Clint Eastwood. Me gusta más a mí que a mi mujer; a ella le van esas de hermanas y amigas. Una buena peli y palomitas, ¿a quién no le gusta eso, eh?

«Enróllate, sácales el lado bueno —se motivó Woody—. Con los polis a veces te ha dado estupendos resultados».

—Dispárale, Eric —masculló la mujer—. Métele un tiro en la barriga.

—Señor, señora. Eric, Edie…, escúchenme. Está claro que no soy bienvenido en su hogar, así que me despido. Me largo, y ya. Lamento haberles causado tantos problemas y todo eso. Les pido mil disculpas.

—La furgoneta que hay en la calle, la Chevy azul, ¿es tuya?

—¿La Chevy? Sí, claro. Y, ahora que me acuerdo, la he aparcado mal. Bloquea la máquina quitanieves. Se la llevará la grúa si no la retiro.

El hombre no reaccionó a aquellas palabras. Se limitó a ajustar el abdomen de Woody en la mira.

La mujer bajó otro par de escalones y los observó fijamente. Woody la miró.

«Qué rara es esa cara», pensó.

—Eric, ¿por qué no le partes la nariz?

Woody calculó la distancia que lo separaba del revólver. Aquel tipo aún lo empuñaba y todavía le apuntaba al estómago.

—Me gustaría ver cómo es —prosiguió la mujer—. Oír cómo se quiebra el hueso y todo eso.

El chico se removió en el suelo, el tipo se dio la vuelta y le pateó la cabeza. Era ahora o nunca. Woody tumbó a Eric con fuerza, le propinó a ella un empujón con el brazo extendido y subió por las escaleras a toda velocidad. Acababa de abrir la puerta cuando una bala le atravesó la espalda por algún lugar cerca de los michelines. Cayó hacia atrás, boca arriba, y aterrizó encima del muchacho. Al hacerlo se dio un golpe de mil demonios en la cabeza contra el suelo de hormigón.

Un compañero de celda le contó una vez lo que se sentía al recibir un balazo. «Es como si te atravesara un hierro al rojo vivo, colega. No sabes lo calientes que están las cabronas». Woody comprendió lo acertado de aquella descripción.

El tipo lo miraba desde arriba, desde lo alto, como King Kong. «Así debe de verme a mí Volquete», pensó, y se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que Martha comenzara a preocuparse.

Las manos del tipo lo cogieron del cuello, sus fuertes pulgares se dispusieron a aplastarle la tráquea.

—Pártele la nariz —repitió la mujer ¿Por qué estrangularlo cuando puedes partirle la nariz?

Así, con sumo cuidado, utilizando la culata del revólver, Eric hizo precisamente lo que Edie le había pedido.