24

Los padres de Todd Curry vivían en un apartamento de dos habitaciones en Mississauga, una vasta prolongación urbana situada al oeste de Toronto que abarca desde centros comerciales y bloques de apartamentos carentes de todo encanto, hasta extensiones de frondoso bosque atravesado por ríos y arroyos. La calle en la que residía la familia de Todd no estaba en la zona del frondoso bosque. El matrimonio había sido advertido de la visita de dos detectives de Algonquin Bay y, consecuentemente, se habían tomado en serio los preparativos; el líquido limpiacristales y el Don Limpio habían dejado su pesado aroma en el ambiente y no había en la casa un solo cojín fuera de sitio.

—Nos avisaron de que vendrían —dijo la señora Curry al recibirlos—. Mi marido prefirió no ir a trabajar.

—Espero que eso no le ocasione problemas con su jefe —recitó Cardinal.

El hombre se incorporó enérgicamente de una butaca mullida.

—No me quita el sueño. Me deben las vacaciones de un año entero en horas extra —respondió mientras estrechaba la mano de Cardinal con fuerza, fingiendo que el pesar no había doblegado su vigor masculino.

El señor Curry logró incluso esbozar una amplia sonrisa, pero no duró más de lo que dura el destello de un flash. Luego volvió a sentarse.

Cardinal empezó con la madre.

—Señora Curry, ¿tenía Todd algún pariente en la zona o en los alrededores de Algonquin Bay?

—Pues sí, su tío Clark, que vive en Thunder Bay. Pero eso queda a cientos de kilómetros de allí.

—¿Y amigos? ¿Alguien que hubiese conocido en el instituto?

—No podría decírselo, pero amigos de Algonquin Bay no le conocimos ninguno.

A duras penas, el padre volvió a la realidad.

—¿Qué me dices del jovencito aquel que se quedó con nosotros el verano pasado? El de las zapatillas de colores diferentes.

—¿Te refieres a Steve? Steve era de Stratford, cariño.

—No, hablo de otro chico distinto. Otro chico, no ése.

—Mira, el de las zapatillas que no hacían juego era Steve, y era de Stratford. Sabes que tengo mejor memoria que tú, siempre la he tenido.

—Es cierto. Supongo que desde siempre has tenido mejor memoria que yo.

Cierta vez, en Algonquin Bay, Cardinal había acudido al lugar donde había estallado una tubería de gas. La explosión había arrebatado la fachada entera a un edificio de apartamentos y derruido tres de sus plantas. Como almas en el purgatorio, maridos y esposas iban y venían sin saber bien adónde, aturdidos entre el humo y las cenizas. Y ahora que su familia había sido arrasada por el dolor, el señor y la señora Curry se movían a tientas, entre el humo y las cenizas, intentando reconocerse.

—¿Tenía Todd algún motivo para hacer una parada en Algonquin Bay?

—No, ninguno. Curiosidad de adolescente, imagino, o acaso alguien que conoció en el tren. Todd es un chico muy impulsivo, era muy impulsivo…

La señora Curry se llevó la mano a la boca como para volver a tragarse el nefasto tiempo verbal que se le había escapado. Su expresión era la viva imagen del desconcierto.

Instintivamente, el señor Curry la rodeó con el brazo.

—Vamos, vamos, querida —dijo con cariño—. Ven y siéntate en el sofá.

—No puedo, ni siquiera les he ofrecido una taza de té. ¿Les apetecería tomar una taza de té?

—No, gracias —contestó Delorme amablemente—. Señora Curry, sabemos que Todd tuvo problemas con las drogas al menos una vez. ¿Recuerda usted algo concerniente a las drogas, quizás un nombre que saliera a la luz durante la vista relacionado con Algonquin Bay?

—Todd ya había superado sus problemas con las drogas, ya no las tomaba. Ahí está, ahora lo he dicho bien: tomaba. No son más que palabras, ¿no es cierto? —La mujer se esforzó por desplegar una sonrisa horrenda—. ¿Están seguros de que no quieren una taza de té? Puedo prepararla en un segundo.

Recoger fragmentos de información de los corazones resquebrajados de las víctimas del desconsuelo representaba un arte para Delorme, una nueva forma de arte que tendría que aprender a dominar. Con la mirada imploró ayuda a Cardinal, pero él ni siquiera abrió la boca. «Vete acostumbrando», pensó.

—Yo no conocía a Todd, señora Curry, pero déjeme que se lo plantee de otro modo: el asunto es que… —Delorme se mordió el labio—. ¿Sabe una cosa, señora Curry? Una taza de té me vendría de maravilla. ¿Quiere que la ayude a prepararla?

Cardinal se dirigió al padre.

—¿Le importa si mientras tanto echo un vistazo al cuarto de Todd?

—¿Cómo dice? ¿Al cuarto de Todd?

El señor Curry se rascó la cabeza. En otro contexto, aquel gesto de dibujo animado hubiera resultado gracioso. Se rió nerviosamente.

—Lo siento, no sé muy bien cómo comportarme. Así que el cuarto de Todd, ¿eh? Supongo que tiene sentido. Usted tendrá que saber más sobre él, claro. Comprendo que sea así. Muy bien, adelante, detective, haga su trabajo y no se preocupe por mí.

—¿Es por aquí?

—Sí, perdone. Lo siento. La segunda puerta a la derecha. Mejor lo acompaño.

El padre guió a Cardinal por el corto pasillo. Había dos dormitorios a la izquierda, roperos a la derecha y un cuarto de baño al final del corredor; allí se acababa el apartamento. Abrió la puerta e hizo un gesto para que Cardinal entrara, pero se plantó apoyándose en el quicio, como si la habitación de su hijo se hallase en un plano superior al que a él, por indigno, no le estaba permitido acceder.

Sus ojos recorrieron el cuarto nerviosamente. La muerte había conferido a los objetos más mundanos, la pelota de baloncesto a medio inflar o el monopatín roto en el estante, el poder de hacerle perder la compostura delante de un intruso.

—Señor Curry, no hace falta que mire si no lo desea.

—Estoy bien, detective. Usted haga lo que tenga que hacer.

Cardinal se plantó en medio de la estancia sin pronunciar palabra, observando a su alrededor y tratando de asimilar la relación entre varios objetos. Vio un radiocasete inmenso y una pila no demasiado alta de cintas. Clavados con chinchetas en las paredes, los pósteres de estrellas del rap decoraban las paredes: Tupac, Ice T., Puff Daddy. Sobre un escritorio de dimensiones reducidas, cuya superficie representaba un planisferio, descansaba, encima de África, un pequeño ordenador Macintosh. A cada extremo del escritorio encajaban a la perfección varias baldas para libros. Cardinal hubiera apostado a que las había construido el señor Curry. Deslizó la mano por el canto de la Antártida.

—Bonito escritorio —dijo, y se arrodilló para revisar los libros de Todd.

—Lo hice yo, sí. Fue muy sencillo, la verdad. De todos modos, una labor de bricolaje como ésa lleva poco más de un par de horas. Todd lo odiaba, cómo no iba a odiarlo.

—Ya. Los adolescentes son difíciles de complacer.

—No nos llevábamos demasiado bien, ésa es la verdad. Supongo que no sabía cómo tratarlo. Lo intenté mostrándome indulgente, lo intenté poniéndome severo…, pero nada daba resultado. Ahora me conformaría con que estuviese aquí.

—Estoy seguro de que con el tiempo habrían resuelto sus diferencias —observó Cardinal—. La mayor parte de las familias lo logran.

Varios libros acumulaban polvo en las estanterías: La isla del tesoro, El guardián entre el centeno, varias entregas de las aventuras de los Hardy Boys. El resto de la biblioteca de Todd consistía en ediciones de bolsillo de ciencia ficción con portadas chabacanas. Cardinal casi cayó en la tentación de confiarle su experiencia con Kelly, de contarle cómo durante la adolescencia ella solía espetarle con regularidad que lo odiaba, pero que ahora se llevaban estupendamente. Pero mejor no decir nada, no era recomendable remover los escombros.

—Todd y yo ya no tendremos oportunidad de hacer las paces. Eso es lo que más me duele.

El señor Curry dio un paso hacia el interior de la habitación, como empujado por la urgencia de su pensamiento. La mano del hombre apretó el antebrazo de Cardinal con la fuerza de una garra.

—Detective, no importa la razón, pero no posponga nada en esta vida. ¿No hay algo importante que esté aplazando? ¿Algo que siempre deja para más tarde, para el momento propicio? Quiero decir, algo importante que siempre ha querido decir a un ser querido o a cualquiera. No lo postergue más, ¿me oye? Diga esas palabras, las que sean. Haga eso que quería, lo que sea. Todo eso que uno ve en las noticias, sean tornados o sea ese asesino de Windigo del que tanto hablan, cualquier desastre, nunca creemos que lo vamos a vivir en carne propia. Pero lo cierto, el hecho ineludible, es que nunca se sabe. Nunca se sabe cuándo alguien va a ponerse de pie, salir por esa puerta y no volver nunca más. No tiene ni idea de lo que se siente. Perdóneme, ya no sé ni lo que digo…

—Lo entiendo, señor Curry, créame que sí.

—Le digo que no. No tengo mucha experiencia en este tipo de cosas. —Y como disculpándose de una minusvalía añadió—: Me dedico a los seguros.

—Dígame, señor Curry, ¿Todd usaba mucho este aparato?

Cardinal señaló el Macintosh. Había reparado en manuales de programas y cajas de videojuegos apilados debajo del escritorio. Se percató, además, del cable que iba del ordenador a una ficha de conexión telefónica empotrada en la pared.

—No era un hacker, si es eso lo que insinúa. Lo usaba para hacer los deberes…; cuando los hacía. Por lo que a mí respecta, el chisme es un misterio. En el trabajo usamos PC.

Cardinal abrió el ropero y revisó las prendas: un traje, un blazer, dos pares de pantalones de vestir; no era el tipo de ropa que un chico como Todd se pondría a menudo. En el estante de arriba vio pilas de juegos de mesa: Monopoly, Scrabble, Trivial Pursuit.

En la cajonera —además de los habituales vaqueros y camisetas rotos—, Cardinal encontró un embrollo de pulseras de cobre y latón, trozos de cadenas, collares de cuero con púas y un juego de esposas. No significaba nada, muchos jóvenes los usaban hoy en día.

—Mi mujer está destrozada —le confió el señor Curry tras retirarse nuevamente a la seguridad del pasillo—. Eso es lo que peor llevo. Ver a alguien que uno quiere sufriendo tanto y no poder hacer nada…

El padre había mencionado el dolor, y ahora, como un demonio invocado, éste rompió sus ataduras y lo asaltó, poseyéndolo por completo. Un hombre robusto, el señor Curry, pasó a convertirse en una figura pálida y menguada que lloraba cada vez más, encogido en el quicio de una puerta.

Cardinal no lo ninguneó, pero tampoco pudo decirle nada. Posó sus ojos sobre él brevemente y después desvió la mirada hacia la ventana, hacia el bloque de apartamentos que se alzaba al lado. Del aparcamiento llegó el pitido histérico de una alarma de coche y, en la distancia, el sol de la mañana destellaba en la cónica Torre CN, en el centro de Toronto.

Transcurridos unos minutos, los sollozos que oía a sus espaldas remitieron, y entonces Cardinal alcanzó al señor Curry un paquete de kleenex que había comprado por veinte centavos en el Pharma-City de Queensway Street. Después abrió los cajones uno por uno, tanteándolos por debajo.

—Disculpe el llanto, le parecerá estar presenciando un culebrón.

—No, señor Curry, ésa no es en absoluto la sensación que tengo.

Cardinal tanteó la revista oculta en el hueco detrás del último cajón. La sacó, pidiéndole perdón al muchacho mientras lo hacía, sabiendo que el descubrimiento sería algo todavía más íntimo que aspirar pegamento o fumar marihuana. Le vino a la memoria el montón de revistas Playboy que él había atesorado en su juventud, pero la que tenía en la mano mostraba el desnudo de un hombre.

Durante unos segundos, al señor Curry se le cortó la respiración; Cardinal lo oyó claramente. Alargó el brazo y sacó tres revistas más.

—Eso le dirá cuánto conocía yo a mi hijo. Nunca lo hubiera adivinado, ni en un millón de años.

—Yo no me preocuparía por unas fotos. A mí me parece simple curiosidad. También hay ejemplares de Playboy y de Penthouse.

—Nunca, nunca lo hubiera adivinado.

—Nadie es un libro abierto, señor Curry. Ni usted ni yo.

—Preferiría que su madre no se enterase.

—No hace falta que se entere, al menos por ahora. ¿Por qué no se toma un descanso, señor Curry? No es necesario que se quede.

—Edna es una mujer muy fuerte, pero esto…

—A lo mejor debería ir a ver cómo se encuentra.

—Gracias. Creo que sí, eso es exactamente lo que voy a hacer. Iré a ver cómo se encuentra.

A Cardinal se le ocurrió que a un adolescente el señor Curry le habría parecido una gallina clueca sobreprotectora.

Desde el escritorio, el Macintosh lo observaba con su ojo frío. Cardinal sabía lo suficiente de Macs para iniciar la sesión y ojear el menú de programas. Sólo le llevó dos minutos, pero no reconoció ningún icono. Se acercó al salón e hizo señas a Delorme, que, sentada en el sofá junto a la señora Curry, ojeaba el álbum de fotos familiar.

Su compañera tampoco era ninguna especialista en informática, pero aquella misma mañana él la había visto poner a prueba el Mac de la sargento Flowers y aquello lo había hecho sentirse viejo. Era evidente que cualquiera de menos de treinta y cinco se sentía cómodo usando un ordenador, lo cual frustraba a Cardinal constantemente. Delorme deslizaba el ratón con la seguridad con que un niño zarandea un cochecito de juguete.

—¿Podríamos ver por dónde ha estado navegando?

—Es precisamente lo que estoy haciendo. El Threader, éste si que es un programa útil. Lo configuras para que visite todas tus direcciones favoritas, y el Threader lo hace a toda velocidad. Luego se desconecta solo, y así ahorras en coste de llamada. Únicamente alguien que navegara mucho usaría este programa.

La pantalla cambió dando paso a varias pantallas de chats. Cardinal iba leyendo los nombres en voz alta:

—Email, HouseofRock, HouseofRap. ¿Le gustaba el rap? Esto no debe de ser nada habitual para un chico blanco, ¿verdad?

—Vaya, sí que estás fuera de onda.

—Vale. ¿Qué es ese chisme para conectarse? —preguntó, dando golpecitos con el índice sobre uno de los iconos de la pantalla donde una pareja se besaba—. ¿Será uno de esos sitios para contarse guarradas?

—No necesariamente. Vamos a entrar en él y ver qué pasa.

Delorme deslizó el ratón e hizo un doble clic. Llegó el chirrido del módem. La pantalla titiló, avanzó por los portales a una velocidad cegadora y se desconectó.

—Es como echar las redes en tus bahías preferidas —explicó Delorme—. A ver qué hemos pescado.

Cliqueó en los mensajes. Había mucha cháchara publicitaria sobre juegos nuevos para usuarios de Mac, pero ninguno dirigido a Todd específicamente. Y una respuesta de un foro sobre la compra de unas entradas para el concierto de Aerosmith en la sala SkyDome.

—¡Ajá! —exclamó Delorme—. Aquí está su buzón de correo. Vaya, vaya, sí que le gustaba la correspondencia caliente.

—¡Dios santo! —suspiró Cardinal, dando gracias de encontrarse detrás de Delorme, porque de lo contrario no hubiera podido mirarla a la cara.

—¿Lo ves?, son todos correos anónimos —explicó, señalando la pantalla—. En este chat, Todd se hacía llamar Galahad.

—Pues esto concuerda con las revistas Blueboy que encontré. Parece que chateaba con diez personas diferentes.

—Huy, mira esto. Este tipo usa su verdadero nombre.

—«Todd —leyó Cardinal—. Lamento que lo nuestro no haya funcionado. Pareces un buen chaval y te deseo lo mejor, pero no creo que debiéramos volver a vernos. Quizá ni siquiera volver a hablarnos, pero en cuanto a esto último estoy abierto. Jacob».

—John, fíjate en la fecha.

—Veinte de diciembre. La noche que Todd Curry se dejó caer por el Centro de Crisis. Eh, quizá nos estemos acercando a algo.

Delorme pasó varias pantallas, echando vistazos a «cartas» anteriores del tal Jacob. En ellas hablaba de sexo explícitamente, y además hacía un buen número de proposiciones para que Todd pasara alguna noche con él.

—Es un montaje perfecto —dijo Cardinal—. Tanteas a tus víctimas por ordenador y las pescas a larga distancia.

Continuaron leyendo, pero no todas las cartas eran fantasías sexuales explícitas. Algunas consistían en discusiones sesudas acerca de aceptar la propia homosexualidad. «Vaya, qué listo —pensé Cardinal—. Así se acercaba a los chavales». Junto con el alcohol, la demostración de comprensión era el arma más potente en el arsenal del seductor.

—¿Habrá alguna manera de conseguir sacarle a este aparato el nombre y el domicilio de este tipo?

—El domicilio, lo dudo; el nombre, tal vez. Me falta un poco de práctica, ¿sabes? Me llevará un rato.

Delorme volvió a rotar el ratón una vez más. Cardinal se arrodilló en el suelo, repasando la colección de videojuegos del chico. Transcurridos diez minutos, ella le dio un golpecito en el hombro.

—Fíjate en esto.

Cardinal se puso de pie y miró por encima del hombro de su compañera.

—Éste es el listado de los que participan en ese chat sexual, y aquí está el tal Jacob. Ahí tienes la dirección de su correo electrónico.

Delorme leyó en VOZ alta:

—«Chulo, cachas, oral, e-mails calientes…». Hasta ahora, eso es lo que hay. En una de sus conversaciones mencionan varias Veces a Louis Riel. ¿Recuerdas quién es o ya te has olvidado de tus clases de historia?

—Fue un agitador protestante que se oponía a los francófonos, ¿no? Encabezó una rebelión sin importancia en la costa oeste.

—Efectivamente, pero sí que fue un hombre importante. De cualquier manera, pensé que quizá le interesara la historia y me metí en el foro de historia, ¿ves?

Hizo clic y la pantalla cambió.

—Siguiente parada: el foro de historia y el listado de miembros. Hice una búsqueda de la dirección del correo electrónico de Jacob.

Delorme tecleaba sin dejar de hablarle.

—Y mira, aparece la misma dirección de correo electrónico.

—¿Ése es nuestro Jacob?

—Es él. Sólo que en este foro utiliza su nombre de verdad.

Golpeó la pantalla con el dedo índice y Cardinal leyó:

—«Jack Fehrenbach, cuarenta y siete. Correo electrónico (escribir en francés o en inglés). Algonquin Bay».

«Fehrenbach es profesor del instituto de Algonquin. ¿Hay alguna certeza de que ése sea su nombre verdadero?» —inquirió Cardinal.

—No en un ciento por ciento. Pero, casi con toda probabilidad, ése es el nombre con el que registró la cuenta.

—Kelly lo tuvo de profesor. Quizá se trate de alguien que usa el nombre del profesor. Podría ser, ¿no? Algún alumno cabreado quizá.

—Es posible, pero el servidor de Internet pasa factura a la tarjeta de crédito del usuario. De ser así, tendría que ser un timo a una escala considerable.

—Has hecho un trabajo de primera, Lise. De primera.

Delorme sonrió.

—Tengo que admitir que no ha estado nada mal.