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El Departamento de Policía de Algonquin Bay nunca había logrado tanta atención mediática. El arresto de Dyson aún ocupaba las primeras páginas del Lode, y ahora, de repente, compartía protagonismo con la noticia de la muerte del asesino de Windigo y la fotografía del agujero de hielo que se lo había tragado a él y a su furgoneta.
Cardinal, Delorme y McLeod habían sido ingresados en urgencias la noche anterior. McLeod se había llevado la peor parte, estaba internado en la tercera planta del City Hospital con las dos piernas en cabestrillo por una fractura de tobillo en una pierna y un esguince bastante grave en la otra. Los chalecos de Kevlar, un tejido ceñido y ultrarresistente, habían salvado a Cardinal y a su compañera.
—Después de un chapuzón en esas aguas heladas —le había dicho el médico— deberías estar muerto. El chaleco antibalas conservó el calor corporal, tendrías que estarle agradecido.
Delorme había recibido un rasguño considerable en el brazo izquierdo. La pérdida de sangre le había hecho perder el conocimiento. Aún se sentía débil, pero no fue necesaria una transfusión. Recibió el alta enseguida.
A Cardinal le administraron un par de Valiums y permaneció en observación toda la noche. Había querido telefonear a Catherine y contarle las novedades, pero los somníferos hicieron efecto de inmediato y lo dejaron fuera de combate durante dieciséis horas. Ahora se encontraba en la sala de espera de la UCI aguardando a que se le permitiera ver a Keith London. En los pasillos, las visitas, con sus abrigos gruesos, se mezclaban con los pacientes de aspecto cansino, vestidos con pijamas y batas.
Afuera, los techos de las viviendas se volvían incandescentes bajo el sol y su reflejo cegador sobre la nieve. El colorido del paisaje sufría una especie de «efecto lejía». A pesar de la calidez de la luz, Cardinal sabía que la temperatura había caído una vez más por debajo de los cero grados, no había más que ver las columnas delgadas y compactas de humo blanco que despedían las chimeneas.
Empezaron las noticias televisivas y lo primero que Cardinal averiguó fue que Grace Legault había sido fichada por una cadena de Toronto, sin duda gracias a sus reportajes sobre el asesino de Windigo. El noticiario abrió con esa información (y con imágenes de la estación de bombeo y del inmenso boquete en la capa de hielo). Pero lo que lo dejó azorado fue lo que vino después. Una periodista hacía la entradilla del reportaje en Madonna Road, enfrente de su casa. Increíble.
—«El detective John Cardinal no está hoy en casa —informó la reportera—. Se recupera en el City Hospital tras haber estado a punto de perecer dentro de la furgoneta que se llevaría al fondo del lago a Eric Fraser, alias el Windigo…».
«Enhorabuena —pensó Cardinal indignado—. Ahora todos y cada uno de los tipos a los que he metido en chirona, Kiki B. incluido, van a presentarse en la puerta de mi casa. ¿No les enseñarán durante la carrera de periodismo que eso no se hace? ¿De dónde diablos sacan a esta gente?».
La imagen siguiente mostraba al jefe Kendall delante del ayuntamiento. R. J. explicaba a la periodista que todos los detectives que habían intervenido en el caso eran hombres de su absoluta confianza.
«Después de leer mi carta tal vez cambie de idea, jefe», se dijo el detective. Pero sus elucubraciones fueron interrumpidas al abrirse las puertas de la UCI. La doctora, una pelirroja con mucha prisa, le resumió en unas cuantas pinceladas el estado de Keith London. Le dijo que sí, que seguía inconsciente, y que ya no estaba en estado crítico. Sí, había sufrido un trauma craneoencefálico de consideración, y no, no era posible aún juzgar si el daño era permanente. Si. le quedarían secuelas permanentes en el habla, y no, no podía ser más concluyente al respecto. Y sí, Cardinal podía acercarse durante unos segundos a saludar a la novia del muchacho.
La iluminación de la UCI era tenue, la media docena de pacientes inmóviles y las máquinas que los mantenían vivos parecían hallarse suspendidos en un crepúsculo constante. Keith London se encontraba en el fondo de la sala, bajo la atenta mirada de Karen Steen.
—Gracias por venir a visitarlo, detective Cardinal.
—A decir verdad, esperaba poder hacerle un par de preguntas. Pero no se preocupe, ya me han dicho que no lo moleste.
—Aún no ha dicho nada, pero lo hará. Quiero que esté despierto y locuaz cuando lleguen sus padres. Después de mucho esfuerzo conseguí localizarlos en Turquía. Llegarán pasado mañana.
—Está mucho mejor que la última vez que lo vi.
El chico llevaba la cabeza vendada y respiraba por un tubo de oxígeno que le salía por la nariz. Sin embargo, y pese a todo lo que había sufrido, tenía buen color y respiraba saludablemente. Una de sus manos delgadas sobresalía de entre las mantas, Karen la sostenía mientras ella y el policía hablaban.
—El doctor cree que se recuperará —comentó él.
—Yo también lo creo. Y si lo hace será gracias a usted. No estaría vivo si usted no lo hubiese encontrado. Ojalá supiese cómo agradecer lo que ha hecho, detective Cardinal, pero no hay palabras para expresar lo que siento.
—Lamento no haberlo encontrado antes.
Los intensos ojos azules de la muchacha recorrieron el rostro de Cardinal. Los ojos de su mujer también habían ardido con ese amor durante su noviazgo. Todavía irradiaban pasión y voluntad cuando hablaban de cosas importantes, cuando ella volvía a ser la Catherine de siempre.
—Usted es una buena persona —dijo la joven—. Intuyo que lo es.
A Cardinal se le subieron los colores. Le faltaba práctica en cuanto a recibir cumplidos. «Para quienes te elogian, es insultante ver cómo rechazas los halagos —le había reprochado alguna vez su mujer—. Es como decirles a los demás que si fueran más inteligentes verían las cosas de una manera muy distinta. Es de mala educación, John, y muy infantil».
Con la precaución de no arrancar el tubo que llevaba colocado en el brazo, Karen Steen tomó la mano pálida de su novio e impulsivamente la llevó a sus labios.
—No soy creyente, detective, pero si rezara lo haría por usted.
—¿Sabe una cosa, señorita Steen? —Los ojos azules y francos de la muchacha se posaron una vez más sobre él—. Creo que Keith London es un joven muy afortunado.
La temperatura había bajado a mínimos inconcebibles. Durante todo el trayecto de vuelta, Cardinal se había visto obligado a rascar el hielo del parabrisas y de la ventanilla, deleitándose, entretanto, con la visión del vaso desbordante de whisky Black Velvet que se serviría antes de irse a dormir. Su bautismo helado lo había convertido, al menos en su fuero interno, en un poeta de la calidez. Al llegar a la circunvalación, se detuvo en un semáforo en rojo y se regodeó al vislumbrar con todo detalle el fuego que pronto ardería en su estufa de leña, el chuletón con patatas fritas que se comería y, sobre todo, el whisky doble que se llevaría a la cama.