EPÍLOGO

“Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas

y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío.”

Jorge Luis Borges

Salvador (1831)

Hemos venido con Panchito y mi pequeño Octavio a jugar a la vera del río. Me gusta verlos juntos. Pese a la diferencia de edad, se llevan bien. El más grande intenta enseñarle a pescar y el otro, con dos años, lo único que hace es chapotear entre risas.

La vida me ha quitado, pero también me ha dado. Todavía tenés mucho”, repetiría La Parda.

Detrás aparece Visitación, se nos une en la calurosa tarde de octubre.

—¿Cómo estás? —le pregunto. Hace sólo unas semanas Manuela y doña Beatriz se marcharon a Europa.

—Extraño a Manuela, pero me tendré que acostumbrar.

—Es lo mejor para ella —le digo mientras la tomo de las manos y la ayudo a sentarse a mi lado—. Además, está bien acompañada por su abuela y allá las recibirá mi madre. Está encantada de tenerlas una temporada en su casa.

—Lo sé, desde aquella primera vez que se vieron se llevaron bien.

—Es que en algún punto se parecen.

—¡Panchito, cuidado con tu hermano, no se alejen de la orilla! —les advierte Visitación y les sonríe con dulzura. La observo y admiro su belleza.

—Piedad me hizo llegar una carta, dice que nos esperan por allá —me cuenta, rompiendo el encantamiento.

—Pensé que vendrían ellos.

—No, Milagros y Lorenzo no se pueden mover de Loreto. Ella está muy atareada con los mellizos, son muy pequeños para hacer el viaje y Lorenzo está con mucho trabajo en la chacra.

—Podríamos organizarnos para la semana próxima —le digo, mientras empiezo a juguetear con sus bucles.

Pienso en esta familia que casi sin querer he recibido de legado: Lorenzo y Milagros en Loreto con sus pequeños hijos, junto con Piedad y Soledad. Tomás, cada vez está más instalado en lo de don Cosme ya que poco a poco va creciendo el noviazgo con la paraguayita, y Augusto, un muchacho que se ha ganado la confianza de Ferré, quien nuevamente es gobernador de Corrientes.

—Lucio tal vez pueda acompañarnos, creo que le van a dar unas semanas libres.

—Me parece bien, con Lucio cerca vas a sentir menos la ausencia de Manuela.

—Siempre los extraño a los dos —suspira. 

Beso su mejilla.

—¡Vuelvan! —les indico a Panchito y a Octavio. Sucios de arena y agua corren hacia nosotros.

—¿Tenés noticias de Arandú y Regina?

—No, supongo que estarán bien.

En ese momento recuerdo lo vivido años atrás, luego del ataque a Bella Unión.

Ellos regresaron tiempo después, él con su pierna maltrecha y ella desesperada por reencontrarse con la pequeña Arami. A Arandú le costó recuperarse y de hecho la renguera no se le fue jamás. Pero como la vida siempre da revancha, a mi regreso de Europa me llegaron unos papeles de la mujer de Ramallo Chico, que me devolvía las tierras del Arapey. Yo ya no pertenecía a ese sitio, y por eso se las obsequié a ellos.

Arandú no podría trabajar para otros a causa de su estado, y administrar el Arapey les permitió llevarse con ellos a su familia y a otros guaraníes que habían quedado a la deriva. Lo único que le pedí a Regina fue que cuidara el jardín de margaritas donde están las cenizas de Eunice. Tiempo después me escribió diciendo que había hecho del sitio un vergel, lo había llamado “La Parda”.

¡Cuánto hemos tenido que peregrinar para alcanzar lo poco o lo mucho que tenemos!

A fin de cuentas, no somos más que caminantes buscando una quimera, curando las heridas, purificando los dolores, exorcizando las culpas, anhelando algo precioso, infinito… Somos simples humanos buscando la felicidad, ese paraíso tantas veces perdido, tantas veces negado.

Cierro los ojos, respiro profundo. Escucho la risa de mi mujer, de mis hijos, y desde lo más profundo de mi ser me digo: “Ellos son mi paraíso”. Al fin lo he encontrado.