CAPÍTULO 11
Lorenzo
Visitación parecía no envejecer, la lozanía de su rostro y de sus manos era impecable y tenía poco en común con el desgaste que se percibía en el cuerpo de mi madre, Piedad. Ni su suegra ni mi primo Lucio venían con ella, seguramente llegarían para la Navidad. En cambio, sí estaba mi prima Manuela que era como un vendaval. Inquieta y pícara, atravesaba esa edad en la que el espíritu de niña convive con el cuerpo de una mujer.
Del otro coche bajaron Felicitas, don Pedro y detrás de ellos apareció un muchacho casi de mi edad. Era corpulento, con el cabello rojizo y unas barbas bien recortadas. Su vestimenta era extraña, pero impecable. En ese momento me di cuenta de que mis prendas eran harapos. Él parecía un rey y yo un mendigo. Así me sentí en cuanto lo vi, y desde ese momento mi malhumor empezó a crecer hasta volverse intolerable.
Llegaron las presentaciones de rigor, los saludos afectuosos. Ese muchachón rojo como el atardecer se llamaba Peter, y tanto Ñasaindy como Regina parecían estar obnubiladas con él.
A partir de ese día traté de evitar la casa. Me metía campo adentro para reencontrarme con Arandú, a quien habíamos escondido en la vieja tapera que algunas veces compartí con Margarita. Allí se instaló también Salvador, quien se había transformado en una de mis mejores compañías. No sólo era un trabajador formidable, conocedor de sembradíos y ganado como pocos, sino que además sabía escuchar y dar consejos.
Por las noches buscaba calmar mis deseos en los brazos de Margarita, a quien visitaba a escondidas, en las afueras de su casa. Retozábamos un rato para luego acabar rápida y violentamente, sin besos, promesas, ni palabras bonitas. Cuando presentía que ella comenzaría a preguntarme sobre mi viaje, o cuando la descubría a punto de lanzarme indirectas de la futura boda, yo buscaba una excusa para alejarme. Me sentía mal por la situación, tal vez había llegado el momento de ponerle fin a esa relación, mujeres con quienes pasar la noche no me faltarían… Debía admitir que la presencia del irlandés había acelerado la decisión. Si hasta hacía algunos días tenía dudas sobre mis sentimientos para con Milagros, ahora, al verla tan predispuesta con él, todo se hacía claro para mí.
Los celos me estaban volviendo tremendamente irritable.
El esfuerzo del trabajo cotidiano me ayudaba a manejar la ira, aunque tenía la sensación de que mis puños no tardarían en encontrarse con la cara de Peter. Me molestaba su modo de hablar, sus formas tan correctas, su acento inglés tratando de amoldarse a nuestras lenguas, y esas ropas fastuosas.
Nos llamaban para el almuerzo, pero yo prefería hacerlo alejado de la mesa familiar. Me era más grato compartir algo con Salvador, mientras me explicaba cómo mejorar la producción de la yerba y el tabaco. Sin embargo, él percibía que algo me estaba afectando. Era un hombre de pocas palabras, pero en ese mediodía agobiante que preanunciaba diciembre, no ocultó su curiosidad:
—¿Por qué no come con su familia?
—No me cae el irlandés y no quiero discutir con él. En nuestra casa los Campbell son personas queridas.
—El muchacho parece buena gente, educado y cordial.
—Demasiado para mi gusto. Lo veo ahí y me hace sentir una lombriz…
—Son celos, entonces.
No respondí. Salvador, en una actitud casi paternal, me palmeó la espalda y me dijo:
—Nunca hay que sentirse menos que nadie. Voy a contarle una historia: mi padre era un peón y mi madre una portuguesa de alcurnia. Ambos se amaban, y sufrieron demasiado para estar juntos. Pero uno de los mayores inconvenientes fue que él siempre se sintió poco para ella, eso trajo aparejado celos, resentimientos y peleas.
—No le tengo celos; además, Margarita no se fijaría en él —no me atrevía a revelar mis verdaderos sentimientos, aún eran ambiguos.
—Vamos muchacho, usted no cela a la tal Margarita, ella ni siquiera se ha cruzado con el irlandés. Yo ya tengo mi camino recorrido, no necesito que me diga nada, basta con tener ojos y unos cuantos años para saber ver. Mire, allá viene la que realmente cela.
Salvador no me dio tiempo a objetar, se levantó y desapareció en cuanto vio a Milagros avanzar hacia mí. Ella venía con una canasta llena de frutas.
—Te vas a enfermar con tanto trabajo y tan poca comida —Su voz me puso nervioso. Estaba más alegre de lo habitual, de eso no había duda.
—Cosa mía —respondí, poniéndome de pie y dispuesto a retomar mis tareas.
—¿Qué te pasa? ¿Te molestan las visitas?
—¿Por qué habrían de molestarme? Lo que pasa es que como todos tienen que estar atendiéndolos a ellos, alguien en esta casa debe trabajar, ¿no? Y bueno, parece que es a mí a quien le toca esa tarea —a eso lo dije con suspicacia, y como ya estaba desbocado, continué—: Además, para atender a los “príncipes” alguien tiene que hacer de “siervo”.
—No te hagas la víctima, Lorenzo. Acá no hay príncipes ni siervos. Todos somos familia.
—El irlandés no es familia.
—¿Te referís a don Pedro?
—Sabés perfectamente a quién me refiero, Ñasaindy, a ese con el que salís a pasear tan seguido. Parece que te divertís mucho con el irlandés, ¿no?
—Ah, es eso. Le agarraste antipatía al pobre Peter.
—¿Pobre? ¿Por qué pobre? Todos lo tratan muy bien, la casa está encantada con él.
—Es sólo cortesía, su padre y Felicitas son muy queridos por todos nosotros.
—Él también parece ser muy querido.
—Estás molesto.
—No, lo que digo es la pura verdad. Hace tiempo que no me regalás una sonrisa como las que le brindás a él. De mí te escondés, huís como si fuera una mbói (serpiente) pronta a morderte, pero el irlandés no te da miedo. ¿Es más confiable y valioso que yo por hablar bonito, por ser fino, por tener dinero? —estaba levantando la voz, y mi rostro se mantenía casi pegado al suyo. Hasta ese momento no se había inmutado, pero esas últimas palabras la ofendieron. Me miró con desprecio y se fue.
Yo me quedé enojado, no sé si con ella, conmigo o con el irlandés.
Me dediqué a la chacra sin descanso hasta que cayó la tarde, me fui a la laguna, nadé un rato mientras el lucero titilaba en el cielo. Podía escuchar a las estrellas susurrándome: “Esta noche no te salvas de la cena”.
Así fue, todos estábamos en la mesa. Piedad, Visitación y Felicitas hablaban sin parar, era evidente que disfrutaban de ese reencuentro. Soledad y Regina enloquecían a la pobre Manuela con tantas preguntas, y los mellizos, ya de regreso en la casa, comentaban con don Pedro detalles de la situación política.
En la esquina de la mesa, Peter y Milagros charlaban como si estuvieran solos. Más bien él monologaba y ella lo escuchaba fascinada. ¿Qué podría contarle tan interesante? La sangre se me volvió de fuego cuando descubrí que Ñasaindy no llevaba el dije colgado al cuello.
—¿Hasta cuándo se quedan? —mi pregunta fue violenta.
Don Pedro tomó la palabra:
—Posiblemente nos quedemos a pasar la Navidad, pero ya veremos. Tenemos que viajar al interior, queremos arrendar unos campos. El gobernador, don Pedro Ferré, está haciendo un buen ofrecimiento a los extranjeros.
—Claro, es fácil regalar lo ajeno. A los indios y a los criollos nos saca y a los extranjeros les regala…
—La ley de enfiteusis no es un regalo, hay que tributar —explicó Campbell padre.
—Habrá que verlo… para creerlo —retruqué.
El silencio y la incomodidad volvieron a apoderarse de la sala, y Augusto decidió restituir la calma:
—Son buenas tierras para producir, don Pedro.
—Con la familia queremos instalarnos un tiempo en Corrientes y ver si podemos hacer una buena producción de yerba, tabaco, maíz —explicó Campbell.
—¿Hacer? ¿Quiénes? —había bebido un poco y la lengua se me estaba soltando.
—Bueno, seguramente contrataremos peones —intentó excusarse el hombre, que no terminaba de entender por qué mis intervenciones sonaban tan agresivas.
—¿Qué pasa, Peter? ¿Tus manos no se ensucian con la tierra? —La mirada que me lanzó Piedad fue fulminante, pero ya nada me intimidaba.
Si había creído que el irlandés se amedrentaría con mis palabras, sin duda lo juzgué mal.
—Claro que se ensucian, los irlandeses no somos lores ingleses. Nuestras manos se ensucian con tierra… y con sangre si es necesario —Era evidente que me estaba desafiando.
—Lo de la tierra habrá que esperar para verlo, lo de la sangre quizá podamos comprobarlo antes —le respondí con desenfado.
—¿Qué les pasa a ustedes, no tienen educación? —Felicitas levantó la voz, y eso sí que era raro en ella. Piedad no se quedó atrás:
—Estamos en una mesa familiar, dejen sus tonterías de muchachos para otro momento. ¿A quién tratan de impresionar?
Nadie respondió, pero tuve la sensación de que todos en la mesa sabían muy bien a quién queríamos impresionar.
Me levanté bruscamente, dejando un halo de silencio incómodo a mi paso. Salí y me fui hasta el establo a ensillar el caballo. Tomás llegó detrás:
—¿Qué te pasa, hermano? Peter no es el enemigo, es el hijo de don Pedro.
No le respondí, ni siquiera lo miré, hasta que lanzó una desacertada broma:
—¡Hasta puede llegar a transformarse en nuestro primo político! ¿No viste cómo se miran con Mili?
Subí al animal y me dejé llevar por la oscuridad de la noche. Pensé en ir a lo de Margarita, pero descarté esa estúpida idea. Necesitaba estar solo.
Pasé un tiempo callado, pensando, y no tardé en darme cuenta de que me había portado como un guarango, hasta sentí vergüenza de volver a la casa. No sabía con qué cara enfrentar a la familia, sobre todo a Ñasaindy. “Ahora sí va a pensar que soy un bruto.” Sentí pena por mí, y por un instante deseé tener la vida fácil y acomodada de Peter.