CAPÍTULO 19

Rondaba la casa con la excusa de mantenerse alerta, pero en realidad lo que quería era ver a Regina. Había pasado ya una semana de aquel hecho, pero ella no asomaba sus narices. Era el atardecer, y en cuanto vio que Milagros estaba en la galería tomó el riesgo de exponerse.

—Buenas tardes… bah, ya casi buenas noches —dijo el indio, un tanto incómodo.

—Arandú, ¿cómo está? —Milagros se sorprendió.

—Muy bien, ¿y ustedes?

—Bien, por suerte. Quiero agradecerle su intervención. Esos hombres estaban desaforados, todavía no sé qué buscaban.

—Perjudicarlas. Aunque ha sido una cobardía que en vez de atacar a los hombres de la casa, atacaran a sus mujeres.

—Sí, tiene razón. Gracias también por quedarse, sé que tiene cuestiones familiares que atender y sin embargo ha decidido protegernos hasta que lleguen Lorenzo, Tomás y Augusto. Ha sido muy leal de su parte.

—Lorenzo es como un hermano para mí.

Milagros le sonrió y él, aprovechando ese gesto de confianza, preguntó en tono confidencial:

—¿Cómo está Regina?

—Mejor, los golpes se curaron rápido, el susto no tanto. Todavía se despierta gritando, llorando… Ella es asustadiza.

—Sí, lo sé —se quedó pensativo.

—¿Quiere verla? 

La pregunta lo sorprendió.

—No sé si es correcto.

—Yo tampoco, pero me parece que le va a hacer muy bien. Mire —Milagros se le acercó para proponerle casi en secreto—, esta noche, cuando todos duerman, acérquese por el patio trasero. Si puedo, estaré con ella ahí. Regina lo aprecia mucho.

El comentario lo enorgulleció, si Milagros decía y hacía eso, era porque Regina le había confiado algo.

* * *

—No te prepares tanto para dormir. En un rato vamos a bajar al patio trasero —Milagros expresó aquello con autoridad.

—¿Para qué? Sabés que no quiero salir de día y mucho menos de noche.

—Alguien quiere verte.

Regina supo al instante de quién se trataba. Pero no estaba segura de querer reencontrarse con él.

—No, decile que no me siento bien, que estoy dormida, lo que se te ocurra. No estoy preparada para verlo.

—Está preocupado —Milagros no entendía esa negación de Regina—. ¿Por qué no lo querés ver?

—Por… vergüenza.

—¿Vergüenza? ¿Vergüenza de qué?

—Él estaba allí cuando ese hombre me… me manoseó —Regina tenía la voz ahogada en sollozos.

Milagros la abrazó con ternura.

—No seas tonta. Él te defendió, arriesgándose a todo. Al menos, dejá que te vea para que sepa que estás bien.

Regina no estaba convencida del todo, pero aceptó.

Era una noche hermosa, de luna llena. El campo estaba iluminado con una blancura espectral.

Arandú estaba allí. Acariciaba silencioso el lomo de los perros cuando las vio llegar.

Regina era como una aparición bendita. Milagros le hizo un gesto como diciéndole “la traje”.

Él se acercó nervioso pero feliz. Pensó que iba a verla demacrada o lastimada, pero no. Estaba bien, y hasta tuvo la impresión de que sonrió levemente.

—¿Cómo estás, Regina?

—Mejor, gracias.

Percibiendo que su presencia no favorecería el diálogo, Milagros se excusó para alejarse un poco.

—Voy a sacar los perros atrás.

Nadie le creyó, pero tampoco importaba. De pronto se encontraron allí, frente a frente.

—Me salvaste la vida —dijo Regina dejando atrás las formalidades.

—Estamos a mano, entonces —respondió él sin quitarle los ojos de encima.

—Yo sólo te salvé la pierna —replicó con mejor ánimo.

Él se acercó y acarició su mejilla, rozó su cabello ensortijado y, en un acto inconsciente, acercó su rostro para susurrarle:

—No hubiera soportado que algo te pasara.

Regina tuvo la sensación de que las piernas no le respondían; no sabía si caería al piso o si terminaría flotando por el aire. Esa cercanía, esa grata sensación de saberse protegida, ese deseo de tenerlo cerca, fueron suficientes para que sus labios se mostraran dispuestos. Él percibió el deseo, y rodeando su cuerpo se acercó a ella, mirándola con apetito contenido.

—Sólo necesito que me digas si puedo besarte o no. Si me decís que no, lo voy a entender pero te advierto que seguiré insistiendo.

—¿Y si digo que sí?

No hizo falta que dijera nada, sólo con esa pregunta Regina le dejaba el camino libre. Él encubrió su salvajismo para rozar sus labios con delicadeza. Cuando ella entreabrió su boca, recién entonces se permitió la osadía. Le aprisionó el cuerpo contra la pared y la invadió con una pasión que para ambos era desconocida. Ella por inexperiencia, él porque jamás había sentido algo así por una mujer.

Cuando lograron separarse, Arandú volvió a acariciarla y, olvidándose de las buenas costumbres, le propuso:

—Voy a quedarme por aquí unos días más, ¿te espero cada noche?

Ella asintió.

Milagros retornó al patio para pedirle a Regina que regresaran. Al verlos allí, juntos, sonrientes, satisfechos, supo que había sido una buena idea.

—Es hora de irnos —sentenció.

Ambos se separaron con cierta incomodidad.

—Hasta mañana —le recordó él.

Cuando estaban ya en el cuarto, Milagros no pudo evitar las bromas.

—Por lo que veo, la visita te hizo bien.

—Mucho… Nunca pensé que un beso sería algo así. Creo que voy a pasar la noche entera tratando de sentirlo de nuevo.

—Uh, no imaginé que el indio fuera tan atrevido.

—No fue atrevido. Fue delicado.

—Un indio delicado, cosa rara.

—Envidiosa —le dijo la otra, sonriente.

A Regina le costó dormirse, las sensaciones en las que había quedado sumergido su cuerpo eran incontenibles. Milagros tampoco dormía, pensaba en Lorenzo y fantaseaba con la posibilidad de que finalmente se atrevieran a enfrentarlo todo para vivir su amor. No imaginaba que en ese mismo instante Lorenzo también tomaba una decisión.