CAPÍTULO 24

Milagros lo había pensado una y otra vez, y ya tenía la decisión tomada. Habían sido días demasiado dolorosos para ella. Ver a Lorenzo todo el tiempo, escuchar los detalles de la boda y cruzarse una y otra vez con Margarita era un infierno. Frente a todos estaba irascible, enojada, pero cuando nadie la veía lloraba y maldecía por lo bajo. No podía continuar así. Le costaba dormir, concentrarse y hasta respirar. Por eso, aquella mañana decidió hablar con Piedad para anunciarle su decisión.

—Entiendo que Visitación ya estará regresando de Yapeyú, así que quiero irme a Corrientes un tiempo con ella.

—Hace unos meses me dijiste que no querías saber nada de irte allá.

—Eso era antes, no quería estar durante el verano en la ciudad. Ya estamos en otoño, así que puedo adaptarme.

Piedad se quedó en silencio. Le dolía la tristeza de Milagros, y también le dolía el desaliento en la mirada de Lorenzo.

—Está bien. ¿Puedo saber por qué tomaste esa decisión? Y no me vengas con los cambios de estaciones.

—No hace falta que te lo diga, vos lo sabés muy bien, Piedad. Hay cosas que no pueden ocultarse aunque uno quiera —a Milagros los ojos se le enrojecieron. Piedad tomó sus manos, y le dijo:

—Dios sabe por qué hace las cosas. Toda pérdida trae consigo algo bueno…

—Yo ya estoy cansada de perder y lo bueno no me llega.

—Va a llegar —Piedad quiso acercarse, pero Milagros tomó distancia y decretó:

—Me voy en cuanto pueda. Quiero que le avises a Visitación.

En la cena previa a su partida —saldría a la mañana siguiente en la primera diligencia— Tomás y Augusto hicieron bromas para distender la situación, aunque nadie se atrevió a hacer alguna referencia sobre la ausencia de Lorenzo. El muchacho, desde que se había enterado de que Milagros viajaría a Corrientes, casi no estaba en la casa.

Era tarde, Milagros y Regina estaban en su cuarto haciendo promesas para el reencuentro cuando sintieron que alguien había llamado.

—Seguro es él, ¿qué le digo? —consultó Regina.

—Hacelo entrar y desaparecé un rato.

La figura de Lorenzo se erigió en la puerta, y a ella se le aceleró el corazón.

—Me despido ahora porque no creo estar mañana cuando te vayas.

Milagros se esforzaba por no llorar, era lo único que hacía últimamente.

—No sé por qué nos pasó todo esto.

—La mala suerte quizá… Lo peor es que ahora me doy cuenta de que tal vez Piedad hubiera aceptado lo nuestro —Después de la última charla con su tía, esa percepción hacía aún más dolorosa la separación de Lorenzo.

—Te lo dije.

—Es tarde ya —dijo ella.

—Sí —hubo en la voz de Lorenzo una resignación desconocida.

—No voy a quedarme para la boda… no puedo —Milagros estaba a punto de quebrarse.

—Lo entiendo, mejor para mí también. Si te veo cerca, capaz que salga como un indio maloqueador, te robe y te lleve como cautiva por ahí —Pese a la tristeza, ella esbozó una sonrisa. Lorenzo tomó sus manos con adoración—: Quiero que sepas que te quise siempre…

—No creo que fuera tan así. A fin de cuentas, hasta hace unos meses ni me mirabas y estabas noviando con otra —Milagros dejó aflorar cierto resentimiento.

—Estás equivocada, es verdad que yo crecí antes y que durante ese tiempo me alejé de tu infancia, pero no dejé de quererte, simplemente te esperaba.

Milagros quedó con la cabeza gacha, abatida. 

Él confesó:

—Dudo que pueda tener este sentimiento por otra persona alguna vez. Me desespera pensar que me caso con otra y que vos, en el futuro, seguramente vas a casarte con otro… —un suspiro profundo lo dejó sin palabras.

Milagros no supo qué responder. Buscó cobijo entre sus brazos y se quedaron así un rato: el besando su cabeza y ella acurrucada en el calor de su cuerpo.

—Siempre vas a estar en mi corazón, Ñasaindy —lo dijo a media voz y se marchó.

No podía darse el lujo de caer en la tentación.

Al cerrar la puerta, Milagros se apretó el pecho atiborrada de desdicha.

Lorenzo dejó la casa para encontrar algo de alivio en el fresco de la noche. Estaba abatido, sentía que su destino estaba signado por la infelicidad, y lo peor es que no estaba dispuesto a resignarse.

Miró hacia el cielo buscando respuesta. La luna se veía lejana, diminuta, pequeña, rodeada de nubes espesas. “Ñasaindy”, se dijo para sí. Su nombre significaba “luz de luna”. Y esa luna que se perdía en la oscuridad para él se había vuelto inalcanzable.