CAPÍTULO 13

Entre tantas idas y vueltas, finalmente se organizó la boda de Visitación y Salvador para el 22 de diciembre, en Loreto.

La casa era una romería de gente que entraba y salía. Se buscó la manera de que todos hallaran un sitio para descansar. Las mujeres en la casa con Tomás, Augusto y Lucio (a quien le habían autorizado a dejar el convento para regresar en los primeros días del año entrante), y los hombres en los cuartos de huéspedes y en el rancho que arreglaba Arandú.

Unos días antes llegó Cruz con su hija mayor, el esposo de ésta y dos mujeres más para acompañar a Salvador.

—Los negros del Cambá Cuá te acompañamos y bendecimos tu unión —le dijo Cruz al verlo.

Y a él esas palabras le llegaron a lo más profundo de su ser, pues sentía que de alguna manera era como contar con la aprobación de La Parda.

—¿Y adónde es que anda la novia? —consultó Cruz.

Visitación se acercó y les dio la bienvenida con un cariñoso abrazo.

—Ya veremos cómo ubicarlos —agregó Salvador.

—No hace falta, venimos con las carretas y armaremos tienda en las inmediaciones. ¡Cómo si no lo no hubiéramos hecho nunca, acaso! —dijo Cruz, con ese orgullo de lancera que le corría por la sangre.

—El Negro Ansina les manda sus saludos, por supuesto que no lo autorizaron a dejar el Paraguay. También les envía felicidades don José Gervasio. Él le tiene gran cariño Portugués, y ni le digo a Visitación, cuando se enteró de que su antiguo esposo había sido Gustavo Gutiérrez… Siempre recuerda con gratitud la gesta de los hombres de estas tierras con Andresito al frente.

La reconfortó escuchar esas palabras. Le gustó saber que había elegido a un hombre que estuvo en el mismo bando que su antiguo amor; un nuevo amor que había tenido los ideales de aquel hombre de sus años jóvenes.

Pronto, Piedad y Soledad se sumaron al grupo para recibir a los visitantes. Cruz no pudo con su genio y le dijo a la morena:

—Hija de zambos, también tienes la negritud en tu origen. Eres la mezcla exacta de lo indio y lo africano —sentenció Cruz.

—Algo de eso —Sole le mostró sus dientes viejos y amarillentos en una sonrisa amiga—. Ya me había dicho don Salvador que íbamos a llevarnos bien.

—Claro que sí, las dos sabemos de las miserias de nuestras razas…

—Y sobrevivimos.

—Y sobrevivimos —reafirmó la otra.

—Ya basta de tanto negro y tanto indio; a prepararnos, que estamos de casorio —motivó Salvador.

* * *

Visitación estaba nerviosa, todas las mujeres de la familia estaban en el cuarto, ayudándola a acicalarse para la ceremonia. No había lujos, sólo vestidos sencillos de colores claros y adornos de flores silvestres. Pero como suele decirse, no hay mejor traje que la felicidad, y eso era algo que sobraba. Lucio llamó a la puerta y todas gritaron con entusiasmo.

Las mujeres salieron hacia el oratorio y madre e hijo quedaron solos.

—Está bonita, madre —dijo él con admiración.

—Gracias, hijo, es importante para mí que me acompañes al altar.

—Hace un rato tuve una charla con Salvador.

—¿Sí? —a Visitación la confesión la puso más nerviosa de lo que ya estaba—. ¿Y de qué hablaron?

—Cosas de hombres…

—Entiendo —Visitación quería saber más, pero era evidente que su hijo no daría detalles.

—Es una buena persona, ha hecho una gran elección. 

Ella suspiró y abrazó a su hijo con profundo amor. Lucio era un hijo fácil de amar, tan dócil, tan cariñoso.

* * *

Todo fue simple, sincero, emotivo. La ceremonia y la fiesta.

Tomás comenzó a rasgar las cuerdas de la guitarra, y la gente del Cambá Cuá sumó el tamborileo de los parches.

—Me conmueve ver en tu cuello el dije —dijo Salvador mientras hacía girar a Visitación por el patio terroso.

—No quise ponerme otra cosa, tiene un valor para vos, para tu familia y ahora para mí —ella rozó con sus dedos el cuello de su flamante esposo y expresó—: Me gusta esa cruz rústica de madera que llevás colgada.

—Nunca pensé que se podría amar de esta manera.

—Yo tampoco. Me da miedo tanta felicidad, tengo terror de que me la arrebate un destino fatal, siempre he estado como condenada a la soledad, a las maldiciones.

—¿De dónde sacas esas cosas?

—Mi madre nos hizo crecer con miedo.

—Es hora de que alejes esos fantasmas.

—Es verdad, voy a alejar los recelos. Ya sufrí demasiado, me toca ahora el tiempo de la dicha.

El Portugués le acarició la mejilla como si fuera una pieza frágil. Parecía serlo, pero él conocía su fortaleza. Sus manos blancas y delicadas lo habían arrebatado del infierno, del odio, de la soledad. Los brazos de Visitación habían sido más enérgicos que los de él. Por eso la amaba, porque detrás de esa imagen benigna y gentil, se ocultaba un espíritu poderoso.

* * *

María no había llegado para la boda, pero el 23 de diciembre, a media mañana, una diligencia la dejó en la tranquera de la estancia. Tomás revoloteaba por los alrededores, ansioso, haciéndose el que controlaba la parición de unas vacas, pero en el fondo estaba esperando el arribo de la paraguaya. Por eso fue el primero que la vio, y obviamente el primero en recibirla.

—Buenos días, María, suerte que ha llegado ya —saludó mientras tomaba el baúl para ayudarla a cargar sus cosas hasta la casa.

—¿Y mi padre?

—Salió hace unos días hacia el Puerto Hormiguero, pero prometió volver esta tarde. En la casa las criadas la esperan.

—Perfecto.

—¿Qué tal el viaje?

—Se me hizo eterno.

—Como a mí la espera —las palabras de Tomás le borraron a la muchacha su vanidad y la intimidaron un poco.

El Tomás que había dejado, timorato y retraído cada vez que ella estaba cerca, no se parecía mucho a éste, más audaz y directo. Le gustaba éste, era como el que solía descubrir entre la peonada, cuando lo espiaba de lejos. Sonriente, alegre, gracioso, fuerte…

—Gracias por los saludos que me mandó en la carta —quería ponerla en situación, ver qué reacción tenía.

—Fue pura formalidad, no se haga ilusiones —dijo ella, seria.

—Me las hago. Prefiero ilusionarme e intentar conquistar su corazón en vez de alejarme sin siquiera jugar una partida. Sería muy cobarde de mi parte. A no ser que…

—¿Qué?

—Que en su estadía en el Paraguay haya encontrado un candidato digno de tanta belleza —sonó zalamero, pero a María le cautivó que lo dijera así.

—No, no hay nadie en el Paraguay.

—Mejor… Y ándese con cuidado, los hombres nacidos en la tierra roja suelen meterse en la sangre de las guainas —le susurró.

A ella le pareció que la tierra ya se le estaba colando por las venas, colorada y ardiente.

* * *

Era una Nochebuena multitudinaria. Sopa paraguaya, sopa correntina, unas carnes asadas, las batatas y las mandiocas, y así iban sucediéndose los platos. Todos tratando de hacer valer sus sabores y costumbres. En esa mixtura se exponía la mezcla racial que celebraba bajo el cielo de Loreto.

—¡Te ves tan feliz, hermana! —dijo Piedad con cariño.

—Sí, aunque me da un poco de nostalgia el viaje. La idea de Salvador es irnos el mes próximo, la cosecha ha andado muy bien, tenemos algo de dinero… Pero no sé, siento miedo.

—Les va a hacer bien viajar.

—No quiero dejarte, Piedad, no quiero que estés sola —se sinceró con firmeza.

—¿Sola? Mirá los hijos que tengo, cerca de mí siempre. Regina va a vivir en el rancho que les está quedando una lindura. Lorenzo, Milagros y Tomás están conmigo en la casa. Augusto, como lejos, estará en Corrientes… No seas tonta, tenés que hacer el viaje, tenés que conocer otros mundos, vos sí que naciste para eso.

—¿Y vos, para qué naciste?

—Para quedarme acá, custodiando a la familia, para estar en este lugar esperando al que necesite volver.

Se miraron con emoción y se abrazaron.

—En estos momentos extraño a Lucía —comentó Visitación, llorosa.

—Yo también —dijo Piedad. Se abrazaron y dejaron caer unas lágrimas por la hermana muerta.

* * *

Se fueron a dormir todos muy tarde, ya era de madrugada.

Poco antes de que el sol saliera, Soledad se despertó sobresaltada. Había soñado con un pueblo ardiendo. A Cruz le pasó algo similar. Abrió los ojos con el corazón angustiado, pues había visto muerte y sangre.

Las dos tuvieron la certeza de que no era sólo una pesadilla. Ellas sabían que los sueños también eran anuncios. Rezaron. Una en lengua india, la otra en lengua africana, y sus ruegos se cruzaron en el cielo violáceo del amanecer.