CAPÍTULO 14

—Tranquilo, las mujeres saben lo que hacen —Lorenzo intentaba calmar a Arandú que no respiraba sino que bufaba.

—Hace mucho que están adentro, Regina no para de gritar…

—Y bueno, así son los partos.

—No, entre mi gente no se tarda tanto.

—Porque no se trataba de tu hijo, seguro que al que andaba esperando a su gurí también le parecía eterno.

—Es que no se siente ni el llanto y eso me preocupa.

Cuando terminó de decir eso se escuchó el bramido del recién nacido.

—Ya nació —Lorenzo abrazó a Arandú que no reaccionaba. Había escuchado al bebé, pero ¿cómo estaría su mujer? Eso le preocupaba, no quería ni siquiera respirar hasta que alguna de las mujeres apareciera.

Mili fue la primera en aparecer en la sala.

—Ya nació, Arandú, es una gurisita hermosa aunque de guaraní no tiene nada —sonrió.

—¿Está bien? —preguntó el padre, nervioso pero con la sonrisa asomándole ya en los labios.

—Las dos están muy bien. Regina ha escupido a esa cría como si nada… En cuanto las higienicen vas a poder entrar a verlas. Voy a tomar algo, no tengo estómago para estas cosas.

—Más vale que vayas agarrando coraje, para cuando nos toque a nosotros —dijo Lorenzo rodeándole la cintura.

—Ni me digas, que lo de los partos siempre me ha dado terror —besó los labios de su hombre, y en ese momento volvió a preguntarse cómo había hecho para resistirse durante tanto tiempo a ese amor.

—Puede entrar a ver a su mujer y a la gurisa —dictaminó Soledad minutos más tarde mientras salía con unas sábanas manchadas.

Al ingresar en el cuarto, Arandú se quedó prendado de esa imagen. Regina con cara de cansada pero radiante, y en sus senos rebosantes de leche una niña clara como el sol, prendida, mamando la vida con voracidad.

Ella le hizo un gesto para que se acercara, y él emocionado avanzó con paso lento, tratando de no romper el encantamiento.

—Espero que no desconfíes de mí. Mi piel blanca se impuso a la tuya —dijo, sonriente, Regina.

—Es tan hermosa, son tan hermosas —y las rodeó con sus brazos musculosos, fuertes, oscuros. Besó a su mujer en la frente y luego a la pequeña.

—Tu nombre indio es Arami, que significa pedazo de cielo —la voz de Arandú fue profunda, como si toda una raza la nombrara a través de él. Sacó unas hojas de güembé, les prendió fuego y comenzó a ahumar a la niña y a la madre. Entre los guaraníes esa planta sagrada no sólo le daba el nombre al recién nacido, sino que también le marcaba un destino.

—Puedes darle ahora el nombre criollo —propuso él.

—No, será simplemente Arami —dijo Regina, y se quedaron embelesados observando cómo la pequeña se alimentaba.

Con sus ojitos oscuros y rasgados, la piel clara y una pelusa cobriza por cabello, Arami era un pedazo de cielo que llenaba de eternidad sus vidas.

* * *

A fines de marzo, Arami ya tenía casi dos meses y crecía sana y robusta. Regina, que era también una mujer fuerte, estaba más que recuperada. Así que en esa mañana de domingo otoñal finalmente en la iglesia del pueblo, y aprovechando el paso de un cura por la región, se efectuaron las dos bodas. Sólo asistieron la familia y unos pocos allegados.

Las parejas entraron juntas al altar, mientras Piedad sostenía en sus brazos a la bebé con la que estaba fascinada.

La gente de Arandú no había podido ir, los problemas persistían en Bella Unión.

Tras la celebración, volvieron a la casa donde la peonada ya había empezado a asar un cerdo.

—Finalmente lo logramos, pudimos casarnos, estar juntos —dijo Lorenzo arrinconando a Milagros en el alero de la casa.

—Sí, después de tanto penar el día llegó. Te amo, soy tan feliz.

Él devoró su boca y le dijo al oído:

—Quiero que todos se marchen de una vez, que llegue la noche, para amarte de nuevo y ya como mi esposa.

—Han sido muchos días de recato —comentó ella con picardía y sensualidad.

—¿Días? Han sido meses, esa pavada que se te puso de respetar la casa… Ahora sí le vamos a faltar el respeto hasta al propio añá.

—¡Lorenzo! —lo reprendió, aunque en lo más profundo de su ser fantaseó con estar de nuevo entre sus brazos, sentirlo dentro de sí, arder desnudos y ya sin culpas. Abrió su boca y lo saboreó sin importarle las miradas ajenas.

Arandú no sabía cómo agarrar a esa niña que parecía un melón entre sus brazos.

—Con cuidado, tu mano debe sostenerle la cabeza —le explicó su mujer.

—Mejor tenela vos, tengo miedo de que se me caiga.

—No seas tonto, no se te va a caer. Además, llora menos con vos que conmigo.

—Mi pequeñita Porãsy (diosa de la belleza) venga con su pai que la va a cuidar hasta que sea un viejo de pelos blancos.

—Uy, ya veo, ni pretendientes le vas a dejar tener…

—No, es mía y de nadie más. Ella y la madre me pertenecen sólo a mí.

Regina le acarició el cuello y a él se le calentó la sangre.

—¿Ya se puede? —consultó con el deseo prendado en cada palabra.

—Sí —le respondió Regina con una sonrisa.

—Yo no me reiría tanto, más bien tendría miedo —le expresó con intención y mirada de fuego.

Ella lanzó una carcajada.

Piedad los miraba con entusiasmo, todos estaban felices. Se sentía una mujer dichosa; ella, la que había estado condenada a una silla y a la soledad, lo había tenido todo. Un gran amor, una familia, sus hermanas… Dios había sido generoso.

—La veo contenta, Piedad —comentó don Cosme sentándose a su lado.

—Y sí, la felicidad de los hijos es también la de uno, ¿no?

—Sí… Yo no he podido disfrutar mucho de las mías, aunque María por suerte ha tomado la costumbre de venir a visitarme cada tanto.

—Es una buena chica, María, se nota que lo quiere y lo respeta.

—Ojalá su madre me hubiera acompañado… Mi vida hubiera sido diferente.

—Ella se lo perdió, no debería haber dejado solo a un hombre bueno como usted. Nosotros le debemos tanto.

—No lo crea, Piedad. Yo les he dado trabajo, tierras, pero ustedes me abrieron las puertas de su casa, de su familia e hicieron más llevadera mi soledad —don Cosme dijo eso con su habitual estilo moderado.

A Piedad la conmovieron sus palabras. Detrás de su parquedad había un alma sensible.

En ese momento se sobresaltó. Don Martín, el padre de Margarita, apareció en el predio. Se lo veía viejo, triste, derrotado. Temió que llegara a hacer un escándalo, pero no parecía llevar esas intenciones. Se impuso el silencio, la expectativa.

Lorenzo avanzó hacia él dispuesto a escuchar ofensas, y dispuesto también a perdonarlas.

—Don Martín, ¿qué lo trae por acá? —consultó, sacudido por el aspecto abatido del hombre.

—Vine a dejarle mis saludos… —Lorenzo estaba por agradecer, un tanto desconcertado, pero Martín prosiguió—: Yo le eché la culpa por lo de mi hija porque estaba dolido. Ni en ese momento y ni siquiera ahora me resigno a no tenerla.

—Lo entiendo.

—No, no entiende, nadie puede entender lo que es perder un hijo sin pasar por eso. Es vivir de prestado, rogando morir cada día, ya no recuerdo lo que es sonreír…

—Lo lamento tanto, si yo hubiera podido evitarlo lo habría hecho.

—Lo sé, por eso vine. Mi Margarita lo quiso, y usted aceptó casarse con ella y hasta salió a perseguir y acabar con la vida de los que la mataron. Y ahora, ya más tranquilo, puedo valorar eso.

—Déjeme entonces visitar su tumba —reclamó Lorenzo.

—Vaya cuando quiera, a fin de cuentas era su esposo y esperaban un hijo.

—¿Sin rencores? —preguntó él estirando la mano.

—No sé si tanto, pero al menos en paz —dijo el viejo y le devolvió el gesto.

—Quédese a compartir con nosotros.

—No, no estoy para fiestas. 

El hombre miró de un lado al otro, y luego se marchó.

—¿Estás bien? —preguntó Milagros a Lorenzo.

—Sí, ahora sí —la culpa empezaba a disiparse.

* * *

Semanas más tarde, Milagros, Regina y Arami partían en una carreta, manejada por uno de los peoncitos jóvenes de don Cosme, hacia Bella Unión. Lorenzo y Arandú iban al lado, en sus caballos. Habían decidido ir a visitar a la gente del guaraní, a presentar a la niña y de alguna manera celebrar con ellos la boda.

Milagros no quería dejar sola a Piedad, pero ésta le insistió para que acompañara a Regina.

—No quiero que vaya sola, Arami es muy pequeña. Prefiero que viajes con ella y que Sole se quede conmigo. Además, les hará bien con Lorenzo; tengo entendido que a su regreso tiene que irse un tiempo a Yapeyú y será bueno que disfruten estos días juntos y solos.

La noche de la partida, Soledad volvió a tener la pesadilla del fuego, de los gritos y de la pavura. Se despertó asustada, y no atinó siquiera a decir una oración. Miró al cielo, las nubes estaban rojizas. Y ya no tuvo dudas. El sueño escondía un presagio.