CAPÍTULO 5
Milagros, Visitación, Panchito y Pura viajaban en la carreta. Los hombres iban al lado, con sus caballos. Se mantenían atentos a las mujeres y al niño, pero cada tanto se alejaban para hablar entre ellos.
Visitación jugueteaba con Panchito, mientras Milagros y Pura se intercalaban en el rol de postillón.
Cuando Lorenzo vio que Milagros se ponía a frente del pescante, se acercó y se puso a andar a su lado.
—No recordaba que lo hacías tan bien.
—Siempre he sido buena con las carretas y medio torpe con los caballos.
—Al revés de mí —dijo Lorenzo con una sonrisa, ella aceptó la tregua y le respondió de igual manera.
—¿Te acordás de aquella vez cuando éramos chicos que te subiste a un caballo desbocado y que casi te matás?
—Sí, cada vez que lo recuerdo se me viene el mismo miedo. Me salvaste vos, que no sé en qué momento te subiste a otro animal y me interceptaste…
—Los dos nos caímos al piso.
Milagros se ruborizó. Ésa había sido la primera vez que sintió un revoloteo en las entrañas ante la cercanía con Lorenzo.
—¿Cuántos años teníamos?
—Yo doce… —respondió ella, ya sin la sonrisa.
—Eras una niña —Lorenzo la miró de una manera que le quitó el aire.
Milagros estuvo a punto de recriminarle lo de la discusión que habían tenido días atrás frente a toda la familia, pero se calló. Él también tuvo la tentación de decir algo al respecto, pero se contuvo. Luego se alejó y volvió a trotar junto a Salvador.
* * *
Al hacer un alto, Visitación, Salvador y Panchito se pusieron a charlar animadamente. Milagros los observaba con atención… ¡Se los veía tan felices!
—Parece que se quieren —le comentó Lorenzo mientras le alcanzaba un cacharro con agua.
—Sí —dijo Milagros con la vista clavada en la escena familiar.
—Me alegro por ellos, se lo merecen.
—Todos nos merecemos la felicidad —Milagros sonó taciturna.
—¿Sos feliz, Milagros? —preguntó Lorenzo y ella no tuvo el valor de responderle.
Él, percibiendo su incomodidad, cambió de tema. Decidió que era el momento para disculparse.
—Perdón por lo del otro día, lo que te dije frente a todos sobre…
—Olvidemos esa discusión, los dos nos dijimos cosas indebidas. Mejor retomemos el viaje; antes de que llegue la noche debemos conseguir un sitio para dormir —propuso ella.
No consiguieron ni posada ni ningún otro sitio. Descansaron unas pocas horas a la intemperie. Milagros cada tanto abría los ojos y observaba de reojo a Lorenzo. Era el único que permanecía despierto, con su cigarro en la mano y los ojos perdidos en las estrellas.
* * *
Bella tierra el Paraguay. De mujeres hermosas, con sus ropas claras y livianas, con sus pies descalzos y sus accesorios llamativos. Los hombres también usaban tonos claros, como una manera de sobrellevar de la mejor manera posible la humedad y al calor agobiante.
Asunción era una ciudad bonita. Milagros y Lorenzo, que habían vivido siempre en el campo, miraban con curiosidad cada casa, cada puesto o cada templo que cruzaban a su paso.
—Seguramente en el Cambá Cuá nos van a dar asilo a todos. A no ser que ustedes quieran quedarse en la ciudad —dijo Salvador dirigiéndose a las mujeres. Éstas dudaban, cada una tenía sus razones. Al ver que no respondían, Salvador propuso—: Vamos al pueblo de los negros y una vez allí decidimos.
El encanto de la ciudad fue quedando atrás y el paisaje se tornó rural, selvático, con un particular aroma a frutas y a flores.
El Cambá Cuá era un sitio distinto. A excepción de Salvador y Panchito, que ya lo conocían, para los otros era un misterio por descubrir.
A medida que avanzaban por el sendero de tierra, la gente los observaba atentamente. Era un grupo que llamaba la atención, en especial Lorenzo, que parecía un vikingo.
Cruz se asomó cuando aún estaban a unos metros de distancia, y Panchito salió disparado hasta la casa de la mujer sin siquiera pedir permiso a su padre. A su paso los negros lo saludaban por su nombre, y Salvador sintió cierto orgullo de que su hijo se manejara con tanta soltura en ese sitio al que había pertenecido su madre.
Al llegar, Cruz salió a recibirlos con alegría.
—Ellos son… —pero Salvador no terminó de presentarlos porque la mulata lo cortó.
—Lo imagino. Ustedes deben ser la buena familia que recibió a Salvador en las Misiones —Todos asintieron—. Bienvenidos.
Luego se acercó a Visitación y la observó durante un rato minuciosamente.
—Tú has sido quien ha curado el corazón del Portugués —Visitación se puso nerviosa, pero Cruz la tranquilizó diciéndole—: Debes tener mucho amor en tu ser para sanar tanto dolor y tanta ira.
Se dirigió a Salvador y le dijo con una sonrisa en los labios:
—Debes ser brujo, Portugués, has llegado en plena fiesta al Cambá Cuá; se nos casan dos parejas y el caserío anda revuelto. ¿Van a quedarse?
—Nos gustaría. Tendríamos que ver si hay sitio para nosotros.
—Siempre hay sitio para los seres queridos. A las mujeres puedo instalarlas en mi casa, y a ustedes en la de mi hijo y su familia.
—No queremos incomodar.
—No incomodan, siempre y cuando vengan dispuestos a divertirse. Esta noche bailan todos: los negros, los mulatos y los blancos.
Tras comer algo liviano, las mujeres se fueron, con muchas otras, a un arroyo cercano para bañarse. Las mulatas eran ruidosas y divertidas. Además no tenían pudor, se quitaban la ropa y se quedaban semidesnudas sin preocuparse por la mirada ajena. Mientras Pura se negó por todos los medios a meterse allí, Visitación y Milagros superaron la vergüenza. Pasado un rato se vieron disfrutando de un buen baño, del agua fresca y de una charla colmada de humor y doble sentido que les arrancó unas cuantas carcajadas.
Cruz les consiguió unos vestidos claros de ñandutí. No eran lujosos, pero sí prácticos. Dos negritas jóvenes las peinaron y les pusieron unos aros y brazaletes llamativos. No había espejo para verse, pero al observarse una a la otra se encontraron muy diferentes. Se sentían más osadas, más seductoras.
Partieron a la ceremonia sin saber qué habrían hecho los hombres a lo largo de todo ese día. Atardecía con el golpeteo de parches. Lazos de flores y un canturreo en una especie de dialecto desconocido marcaban el ingreso de los novios. De pronto Visitación descubrió a Salvador del otro lado. Tenía sus rulos aún húmedos, y una camisa que exponía la tez tostada y brillante de sus pectorales donde sobresalía la cruz de madera. Habían quedado enfrentados, pero no se quitaban los ojos de encima. Él le decía algo que ella no lograba leer en sus labios. Sonreían como dos tontos enamorados.
Visitación, que había creído que estar en el Cambá Cuá iba a ser incómodo, tuvo que admitir que nunca se había sentido así de libre.
Quiso decirle algo a su sobrina, pero ésta mantenía la vista petrificada hacia el costado. No tardó en descubrir a Lorenzo, y debió admitir que su sobrino era un muchacho guapo. No sólo Milagros lo miraba, las mulatas le bailoteaban alrededor provocadoras y fogosas. Él les correspondía con una sonrisa que terminaba por hechizar a cada una de las jovencitas de la fiesta.
Poco a poco la noche se tornó frenética, enardecida. Los tambores sonaban, los dulces y algunas otras comidas típicas giraban entre los comensales, y la caña envolvía a los festejantes en un clima agitado.
Panchito jugueteaba con los niños que había conocido en su estadía, y aprovechando el jaleo, Salvador y Visitación no tardaron en desaparecer. Pura ya había perdido el retraimiento y se dejaba festejar por dos mulatos robustos y jóvenes.
Milagros se sentía un poco fuera de lugar. Recorría con su vista el sitio de un lado al otro, pero no hallaba a ninguno de los suyos. De pronto vio a Lorenzo a lo lejos. Era fácil reconocerlo allí, en medio de tantas pieles oscuras. Era evidente que bailaba con alguien, pero en la vorágine de gente que danzaba y se movía lo perdió de vista. Cuando lo halló de vuelta, descubrió que se escabullía por fuera de la zona de la fiesta con una muchachita de la mano. No supo adónde se iba pero sí qué tenía pensado hacer. Se indignó. Avanzó con torpeza, tratando de esquivar el alboroto, y cuando estuvo lejos trató de intuir hacia dónde podría haberse ido Lorenzo.
Los tambores la estaban narcotizando. No veía claramente, no escuchaba bien, y el instinto no le respondía. Finalmente lo encontró. Estaba bajo un árbol recorriendo con afán el cuerpo torneado de una negra motosa que respondía con descaro a su ardor.
—¿Este bruto que sólo sirve para arrear vacas te amará por siempre…? ¡Mentiroso! —le descargó casi a los gritos.
Lorenzo se desconcertó. Con el pantalón a medio bajar, sus partes íntimas al descubierto y una muchacha desnuda entre sus brazos no tenía mucho para declarar a su favor.
—Y después te hacés el dolido, el enamorado… Te detesto con todo mi ser.
—¡Milagros, Milagros! —replicaba él mientras intentaba adecentarse.
—Sigan con lo suyo, veo que se están divirtiendo —empezó a alejarse, no para el lado de la fiesta sino por un camino que no tenía la menor idea de adónde la llevaba. Sólo sabía que era solitario, y eso era lo único que necesitaba.
Lorenzo terminó de prenderse los pantalones, se disculpó con la muchacha y salió corriendo detrás de Milagros. No tardó en alcanzarla. La frenó intempestivamente, tomándola del brazo con rudeza.
—¿Qué pensás? ¿Qué no voy a estar con ninguna mujer por vos? Te recuerdo que estás comprometida con otro, que vas a casarte…
—No me vengas con eso, porque siempre te acostaste con otras: con Margarita, con la india, con esta mulata ahora y vaya a saber con cuántas más… ¿Pretendés que te crea?
—Nunca negué que estuve con ellas, pero sé muy bien con quién está mi corazón. Si me aceptaras, juro que no estaría jamás con nadie, pero preferiste a otro. A otro que te hace reír, que te da seguridad, alegría. No como yo, que por lo visto sólo te genero problemas, tristeza, desconfianza… ¿Porque así es como me ves, no?
—No —su negativa fue elocuente.
—¿Y entonces porque no me elegís? —la voz de Lorenzo sonaba suplicante.
—Porque soy una tonta y porque siempre hemos andado desencontrados —a Milagros la voz se le cortó en un sollozo.
—Podemos encontrarnos ahora… —Lorenzo ya no gritaba, le hablaba con dulzura.
Milagros bajó la cabeza, el cuerpo le temblaba.
—Cada día y cada noche me pregunto qué tiene el irlandés que yo no tenga. Y cada día y cada noche me doy cuenta de que es mucho más que yo en todo. Pero hay algo en lo que no puede ganarme, y es en el amor que te tengo… Es probable que esté con miles de mujeres, pero en el último instante de mi vida a la única que voy a recordar es a vos, a vos, Ñasaindy… —la tomó de las manos y se las besó con desesperación.
Ella empezó a llorar en silencio, emocionada.
—Peter no es más que vos, no para mí —se sinceró ella, dejando caer las corazas y los miedos—. Te amo, Lorenzo, he luchado con todas mis fuerzas para sacarte de mi vida por mil razones. Porque crecimos bajo el mismo techo, porque éramos familia, porque estabas por casarte con otra y esperabas un hijo, porque le había dado mi palabra a un buen hombre, porque te perseguía la justicia… Pero no puedo más, te amo y ya no puedo resistirlo.
Él la besó con arrebato, como si en ese encuentro de sus labios quisiera borrar todo el dolor, las incertidumbres y las desesperaciones vividas. Milagros le respondió de igual manera. Se estaba dejando llevar por ese frenesí. Él era lo que deseaba, lo demás era sólo un engaño para subsistir.
Podía vivir sin Peter, pero jamás podría, ni siquiera, respirar sin tener a Lorenzo cerca.
Él no quería apartar su boca de la de ella, no quería dejar de acariciar sus hombros. Pero debía hacer una pregunta, aunque la respuesta fuera letal.
—¿Vas a quedarte conmigo o vas a volver con Peter?
—Voy a quedarme con vos, para siempre, pase lo que pase —declaró con firmeza.
Él la alzó y la aprisionó contra su cuerpo. Finalmente la tenía de verdad y para toda la vida. La llevó hasta el cobijo de unos arbustos, se quitó la camisa, la desplegó sobre el pasto tupido y luego la colocó allí, como si se tratara de una pieza de cristal. Ella lo observaba absorta, excitada al redescubrir ese cuerpo armónico y fuerte que le pertenecía.
La besó en cada rincón de la piel. La acarició sin reparos en cada sitio, en cada resquicio de sus carnes. Se hallaron desnudos, dispuestos, urgentes.
Bajo el cielo paraguayo la amó con un deseo viejo y con una esperanza nueva.
“Ñasaindy, luz de luna”, le deslizó al oído. Milagros cayó en la cuenta de que sólo él la llamaba así. Y volvió a besarlo, rogando al cielo que nunca más volvieran a separarse.
A lo lejos los tambores empezaban a aquietarse. El hechizo del Cambá Cuá había derribado los miedos y las culpas.