CAPÍTULO 26

Cuando los guaraníes comprendieron que Misiones estaba ya bajo el dominio de los correntinos y que la presencia prepotente de Brasil y Paraguay en las fronteras se consolidaba, supieron que había llegado la hora de replegarse. Y no sólo desde el punto de vista terrenal sino como raza, como pueblo, como cultura. Una vez más perdían su sitio, una vez más padecían el destierro con esa melancolía que carcome el alma, con esa incertidumbre que quita el sueño y a veces hasta el habla. Sentían la nostalgia de saber que aquel árbol que habían visto crecer o que aquel recodo del río donde alguna vez habían amado, quedarían atrás para siempre. Habría tal vez otros árboles y otros recodos, pero nunca serían esos que observaban ahora.

Arandú

Mi gente emigraba. Los de San Roquito, los de La Cruz y algunos otros de los alrededores que se habían dejado entusiasmar por las arengas de Fructuoso Rivera, al que familiarmente solíamos llamar Don Frutos, iniciaban el peregrinaje.

Cuando llegué, mi madre y mi hermana cargaban semillas y unas pocas reliquias pobres, con más valor sentimental que material.

—¿Adónde se están yendo todos? —pregunté, olvidando los saludos.

Don Frutos ha prometido protegernos y llevarnos a un lugar mejor, para comenzar de nuevo.

Tan intempestivamente como había llegado, las dejé armando sus petates y salí en busca de Nicéforo, nuestro cacique, para que me explicara lo que estaba ocurriendo. En el camino fui testigo de algo que no había visto jamás. Las mujeres y los niños cargaban fragmentos de la vieja vida en alforjas, llevaban animales y cestos colmados, con la loca esperanza de comenzar de nuevo.

El corazón se me contrajo, eran mis hermanos emprendiendo de nuevo la búsqueda de una tierra prometida… Tras siglos de persecuciones, hambrunas y pestes, una vez más la pobreza y el desgobierno los dejaban a la deriva.

No podía creer que nuestras esperanzas dependieran de Fructuoso Rivera. Había sido un hombre clave para que Brasil terminara de reconocer la independencia de la Banda Oriental y ahora, embriagado por aquel triunfo, sus palabras parecían ser una fuente de inspiración para los guaraníes.

—Hermano —me sorprendió Karuguá.

—¿Qué está pasando? —No estaba convencido de que dejarlo todo fuera la opción más adecuada.

Don Frutos dice que vamos a poder instalarnos en la Banda Oriental, vamos a formar un pueblo, a empezar de nuevo. Ha prometido alimentos, protección.

—¿Y qué dice el cacique Nicéforo?

—Ha hablado con la gente y le ha parecido bien, aquí no podemos seguir.

—¿Doña Luisa Tiraparé y la gente de Cumandiyú y Tacuabé están de acuerdo? —Karuguá asintió.

—Quiero hablar con ellos.

Salí en busca de Tacuabé y allí lo encontré, rodeado por otros hombres. En cuanto me vio llegar, se puso de pie para saludarme:

—Arandú, por suerte has regresado.

—¿Vale la pena todo esto? —tenía miedo de que mi madre, y sobre todo mi abuela ya anciana, emprendieran una odisea para no llegar a ningún lado. Pensaba en los mayores, en los gurises, en los enfermos.

—No nos queda otra. Aquí no hay más para hacer, estamos mal, la gente no quiere seguir pasando necesidades, y Don Frutos ha ofrecido un sitio mejor. Si lo escucharas hablar…

—Ahora nos conmovemos cuando el blanco habla —no podía ocultar mi malestar.

—Artigas era blanco y te caía bien.

—Artigas no es Fructuoso Rivera; más aún, Rivera lo traicionó. Se han dejado engatusar por sus palabras bonitas.

—Habla como Andresito —expresó un hombre cercano a los cuarenta que integraba la ronda.

—Andresito era de los nuestros y luchó hasta el final. Me parece que confiamos demasiado en Rivera… —repliqué.

Irũ, no hay otra salida —Tacuabé sonó sincero, y entonces comprendí que no existían otros destinos posibles.

El pueblo se puso en marcha. Era un día diáfano, los pájaros revoloteaban y de pronto las viejas empezaron a entonar melodías antiguas. Estas voces parecían llamar a otras del pasado; provenían de exilios y éxodos lejanos en el tiempo, traían consigo las pérdidas y el desamparo, eran el eco de aquellos tupíes guaraníes que por siglos buscaron la Tierra sin Mal, ese lugar tan parecido al Paraíso de los cristianos. Y yo, que sabía que el Paraíso era sólo para los que morían, tuve miedo de que ese viaje marcara nuestro ocaso definitivo.

Era como si el alma de la selva se trasladara en esa marea humana que acarreaba animales, plantas, frutas, verduras, cacharros, imágenes.

Volvieron las canciones, resonaron las oraciones. Miré al cielo y pedí a Dios, aunque en lo profundo de mi ser lo llamé simplemente Ñandejára.

Cruz

Lo he visto en mis sueños. Se ha marchado en Pascua y era como un Cristo descendiendo a los infiernos. Me da miedo que él, un simple mortal dolido y atormentado, ya no pueda regresar de aquel averno.

He visto también a Panchito, despidiéndolo, aferrado a la mano de una mujer hermosa que llora por dentro, herida y traicionada.

El Portugués ha dejado el refugio para revolver su dolorosa historia. No sabe si es justicia, no sabe si es venganza. Sólo tiene una certeza: quiere enfrentarse nuevamente cara a cara con Ramallo Chico.

Galopa hacia la Banda Oriental dejando en las tierras misioneras y correntinas una nueva historia que quizás, algún día, pueda reclamar.

Lo he visto en mis sueños, y he sentido piedad por él.