CAPÍTULO 4

Como casi todas las mañanas primaverales, salía a caminar con la aurora, en medio de esa niebla densa y pegajosa que le hacía brillar la piel. Su madre siempre había preferido la noche, la luna, las estrellas, pero ella no. Lo suyo era el preciso momento en el que el día comenzaba a despuntar.

Milagros no entendía muy bien lo que la impulsaba a realizar ese rito cotidiano. Tal vez sortear esa rutina marcada por las obligaciones de la chacra y ese extraño universo familiar que tenía a su tía Piedad en la cabecera. La mujer era todo un ejemplo para quienes la rodeaban. Pese a ser una inválida que siempre había estado atada a una silla de ruedas, era el alma de esa familia. Cuando cuatro años atrás su esposo Benito falleció, no se dejó abatir. Vendió tierras, animales y todos empezaron de nuevo en las cercanías de Loreto. Un estanciero de la zona, don Cosme Balmaceda, les arrendó una pequeña propiedad a cambio del trabajo de sus muchachos. Allí la vida no era fácil y se volvió aún más complicada cuando, dos años más tarde, Lucía, su madre, enfermó y murió en menos de una semana. ¡Era tan joven! Sin embargo, parecía dispuesta a marcharse azotada por la fiebre y la tos. Al recordar, Milagros todavía sentía una angustia que le anudaba el pecho.

En ese pueblo todos sabían de su origen, pese a que nadie lo dijera abiertamente.

Ella era una descendiente directa de Andrés Guacurarí, aunque una “ilegítima”. De todas maneras se presentaba sólo como la hija de Lucía Rojas. Era tal vez un estigma ser el fruto de una madre soltera, pero en el fondo no le molestaba. Las cosas habían quedado así no por decisión de sus padres. Andrés las había amado a ambas hasta el final, pero en aquellos parajes del fin del mundo no había tiempo para legalidades. Además, en su casa todos llevaban el apellido Rojas —sus primos Regina, Tomás y Augusto—, menos Lorenzo ya que Benito había logrado ponerle el suyo, Costa, antes de morir. En los encuentros familiares, sus hermanos se reían de él y le decían que al no ser un Rojas, nada tenía que hacer allí. Eso daba lugar a una serie de bromas y carcajadas.

Milagros se ruborizó al pensar en Lorenzo, en su modo de hablar, en su risa… El muchacho rubio, de tez curtida en un dorado intenso y sólido como una roca, era tan tentador y peligroso como el lado hondo de la laguna. Ella lo intuyó desde pequeña, pero siendo ahora una mujer no tenía dudas. Casi sin querer sus dedos rozaron el corazón pequeño de madera que colgaba de su cuello.

Lorenzo se había vuelto un problema. Asolaba su cabeza y su alma día y noche, y eso era una locura.

Una silueta la sacó de sus pensamientos. Al principio se asustó, pero al tenerlo más cerca supo con claridad de quién se trataba. En su estómago algo empezó a aletearle como mariposa cautiva.

—¿Se puede saber que estás haciendo por acá a estas horas y sola, Ñasaindy? —le preguntó Lorenzo.

—Camino, como todas las mañanas. Lo que pasa es que vos no lo sabés porque siempre al amanecer estás de jarana —expresó con acritud.

—Así es la vida de los mayores, señorita —deslizó él con su particular risita áspera.

—De los mayores sinvergüenzas querrás decir —retrucó Milagros.

—Pero mírenla a la chiquitita, no me llega ni al hombro y se da el gusto de reprenderme…

—¿A Margarita no le molestan tus salidas? —Él hizo un gesto elocuente y ella comprendió el mensaje—. Ah, ya entiendo. Venís de estar con ella. Debería preservar más su honradez.

—No hables así, es una buena chica.

—Que no debería entregarse a un hombre tan fácilmente. No es correcto.

—A fin de cuentas, soy su novio —había dicho eso más para ver su reacción que por considerar que la relación entre él y Margarita era sólida.

—Entonces vos deberías comportarte como un caballero y cuidarla un poco.

—No soy exactamente un caballero —volvió a sonreír.

—No, ya lo creo, sos un irresponsable. Pensar que mis padres alguna vez te pidieron que me protegieras. Si supieran en qué te has convertido… —Milagros hizo el intento de alejarse, pero Lorenzo la tomó del brazo. Se le había borrado la risa y parecía molesto.

—Yo los protejo a todos, trabajo día y noche para ustedes, para que tengan qué comer, lo he hecho siempre. Y puede que me guste divertirme, pero sería capaz de dar la vida para que nada te pasara —le pareció demasiado fuerte la frase y se retractó—, para que nada le pasara a ninguno.

—Ver para creer —Milagros se soltó, y sin decir más siguió andando hacia la laguna con su habitual parsimonia.

Lorenzo la vio marcharse y sintió su cuerpo alborotarse nuevamente. Físicamente no se parecía a su Margarita. Milagros era flaca, pequeña, pero sus caderas se movían con una cadencia cautivante. Meses atrás había descubierto sus pechos madurados, eran dos protuberancias sólidas que le daban más un aura de diosa que de niña. Sacudió la cabeza como para quitarse esos pensamientos. Milagros era su prima, casi una hermana, ¡que tenía que pensar él en sus nalgas y en sus pechos!

Volvió a recordar el encuentro amoroso con Margarita, y aunque hizo el intento ya no pudo conectarse con la excitación de horas atrás.

Milagros también pensaba en Lorenzo. Se había transformado en un hombre atractivo y deseado por las mujeres.

Noches atrás había tenido un sueño: él la besaba y ella, lejos de asquearse, se sentía plena. Esa sensación placentera la había despertado bruscamente. Trató de no darle importancia al asunto, pero desde ese entonces se le hacía difícil mirarlo a los ojos sin recordar aquella experiencia onírica.

¡Era una locura! ¡Habían crecido juntos, eran familia! 

Volvió a acariciar el corazón que llevaba colgado. 

El sol empezaba a cubrir los montes.