CAPÍTULO 15
Extraño es el sentir del viajero. Sea mucho o poco el tiempo de la ausencia, a su regreso percibe algo distinto en el aire. Y en realidad todo sigue igual, lo único que ha cambiado es él. Así lo entendía Salvador. Recordó aquella primera vez que arribó a Corrientes, con las entrañas y el corazón revueltos. Ahora era otro.
Había atravesado un sendero estrecho y doloroso, pero se sentía purificado.
Poco a poco había sanado no sólo del dolor causado por la muerte de La Parda, sino de muchos otros que estaban incrustados en su alma, en su historia. El haber sido concebido por una violación, el pesado secreto familiar de ese hecho atroz, portar una mala semilla, dejar una vida cómoda para ir detrás de una pasión juvenil, la muerte de Manolo, quedarse sin sus campos…
¡Cuánto había soportado! Él fue de los que vivieron cinchando para seguir adelante, pero a veces para empezar de nuevo era necesario desanudar, permitirse el desgarro, llorar y dejarse caer para emerger del rastrojo. Aún caminaba sobre la estepa, pero codiciaba un valle verde y florido.
No tenía encima ni una moneda. Lo único que llevaba de valor era el anillo de plata que habían intercambiado con La Parda para la boda. Ya una vez no había podido desprenderse de él. Pero había llegado el momento de hacerlo. Pasó por el almacén en el que alguna vez había empeñado la cadena y el dije del cisne y la rosa. Preguntó si aún estaba la pieza, y el vendedor le dijo que sí. Le propuso un intercambio: el anillo por el dije. El hombre aceptó y como extra adquirió unos dulces para Panchito.
Para purificarse también había que desprenderse de las viejas ataduras. La Parda estaría siempre en su alma, un anillo no la traería de vuelta… Pero aquel dije, que llevaba tantos años en su familia, portaba cierto mito.
Cuando lo tuvo entre sus manos supo que de alguna manera estaba reencauzando su camino.
* * *
La casa de Visitación estaba superpoblada. A Panchito lo habían trasladado al mismo cuarto de Piedad. Desde el primer momento en que se vieron, congeniaron. Manuela, en cambio, debía hacerle lugar nuevamente a su prima Milagros y sumar a Regina.
Augusto se instaló en otro de los cuartos de huéspedes, y de pronto una nueva dinámica se instaló en el hogar. Eran demasiadas mujeres con muchas historias y situaciones por compartir.
Aunque existía cierta preocupación por el futuro de Lorenzo y por lo que podía llegar a ocurrir en Loreto, Visitación y Piedad intentaban mostrarse complacidas con el compromiso de Milagros.
—Parece entusiasmada —había comentado la menor de las Rojas.
—Es que Peter es un encanto de muchacho —respondió Visitación, a quien durante esos días se la notaba apagada. Para su hermana aquello no pasó inadvertido.
—¿Qué te pasa, Visitación?
—Es que hace bastante que no sé nada de Salvador. Me preocupa. Además el niño pregunta y en los próximos días voy a tener que viajar a Yapeyú, hay muchas cosas por resolver.
—¿Realmente te interesa ese hombre? —a Piedad le intrigaba la relación que los unía.
—Sí, hermana. Estoy enamorada —Visitación se puso colorada.
—¿Y él?
—Por momentos me dio a entender que también lo estaba, pero ha tomado una decisión errónea y nunca podré perdonarlo.
—¿Un engaño?
—No, aunque no me creas, eso sería algo menor al lado de lo que ocurre.
—¿Qué hizo?
—Ha matado inocentes en busca de venganza.
Piedad se santiguó. No lo podía creer.
—Por eso se fue, para vengarse. Cuando termine con esa atrocidad, seguramente regresará a buscar al niño. Tal vez siga trabajando en la estancia, porque yo necesito a alguien de confianza allí, pero no podré amarlo, ya no.
—Tal vez se arrepintió… Tal vez no lo hizo.
—Eso ruego día y noche a San Ignacio y a la Virgen de Loreto.
—Tranquila, hermana, no te angusties… ¿Y de verdad vas a poder dejar de amarlo así como así?
—No, pero sé que puedo vivir sin él si me lo propongo. Y eso es lo que voy a hacer, amarlo por dentro y nada más.
—Te admiro la entereza —Piedad no quiso seguir con el tema, tenía la sensación de que si continuaba indagando en los sentimientos de Visitación, ésta se largaría a llorar.
* * *
Salvador dio varias vueltas antes de llegar a la casa de los Gutiérrez. Eligió la hora de la siesta. Prefería que hubiera poca gente en la calle y que la familia estuviera descansando. Tal vez sería más fácil hablar con Visitación en ese contexto.
Se sintió un estúpido, al tocar la aldaba las piernas le temblaban como si fuera un muchachito inexperto.
Cuando una de las empleadas abrió, los nervios aumentaron.
—¡Qué suerte que anda de vuelta por estos lados, don Salvador! Pase, pase, que le aviso a doña Visitación y a Panchito. Él está durmiendo ahora.
—No, Laura, no despierte aún a Panchito —la frenó.
—¿Es que piensa irse de nuevo? —la muchacha solía preguntar a veces más de la cuenta.
—No, claro que no. Sólo que antes me gustaría hablar en privado con doña Visitación.
—Ya se la llamo, entre y le sirvo algo fresco. Se hace sentir la primavera…
Al llegar a la sala se sintió como en su propia casa. Había flores adornando los rincones, el guazuncho de madera de Panchito tirado sobre un aparador. Pequeños detalles que poco a poco fueron calmándolo.
Laura apareció nuevamente en la sala con una limonada.
—Ya le avisé a doña Visitación, dice que prontito baja.
No pasó demasiado tiempo hasta que finalmente la vio ingresar. Todo el rostro de Visitación estaba colmado de preguntas. Pero su boca estaba sellada. Fue él quien rompió el hielo:
—He regresado —anunció.
Visitación no dijo nada, ni siquiera se movió. Estaba paralizada.
Salvador prosiguió:
—Antes de irme me dijo que el amor y el odio no podían convivir en un mismo corazón, y es verdad.
¿Qué quería decirle con eso? ¿Cuál de esos sentimientos contrapuestos había ganado la partida?
—Estuve a punto de cometer una locura, pero… no lo hice.
Recién entonces Visitación empezó a distender su rostro. Había pedido insistentemente, y sus ruegos habían sido escuchados. Se mantuvo expectante.
—Perjudiqué algunos bienes de Ramallo Chico, lo enfrenté con mi daga pero… a su familia no le hice nada. Pensé que sería fácil acabar con ellos, pero no. No soy un monstruo, Visitación, sólo un hombre lleno de debilidades que puede equivocarse, pero que también puede arrepentirse, pedir perdón y volver a empezar.
Ella no lo dejó continuar. Se abalanzó hacia él y lo abrazó emocionada.
—Lo sabía, lo sabía —repitió, mientras Salvador la apretaba con desesperación.
—No soy nadie, y no tengo nada, pero si me acepta podemos construir algo juntos —le declaró en un susurro.
En ese instante Visitación tomó distancia y le fijó la vista turbada.
Salvador presintió que no sería tan sencillo volver a tener su confianza, ni menos aún recuperar su amor.
—Yo no necesito que usted tenga nada para amarlo —le costaba continuar, había pensado mucho en ese tiempo y ahora no hallaba las palabras—. Sólo necesito tener en su corazón el lugar que merezco y por el momento no estoy segura de que sea así.
—¿Qué dice? —Salvador no comprendía adónde quería llegar.
Ella lo invitó a sentarse a su lado y empezó a dar explicaciones con cierto nerviosismo.
—De alguna manera, cuando usted se marchó a…
—… a vengarme —completó él, ansioso.
—Sí, a vengarse. En ese momento eligió. Podría haberme elegido a mí, quedarse a mi lado junto con su hijo, y sin embargo fue detrás de su mujer muerta.
—No, fui detrás de quien la mató, que es diferente.
—Da igual, entre ella y yo, su opción fue clara.
—Está equivocada.
—La Parda y yo no nos parecemos en nada. Dudo de que esté enamorado de mí, simplemente siente gratitud por el apoyo que le di, por el trabajo, por el cariño con el que he cuidado a su hijo, pero no creo que sea más que eso. Y a diferencia de lo que usted piensa, no estoy dispuesta a resignarme a que me elija sólo en retribución de mis acciones.
Salvador se puso de pie, ofuscado.
—Nada es como usted dice. Yo no vine a buscarla por gratitud.
—Si el bienestar de Panchito es lo que le preocupa, nada va a cambiar. Quédese tranquilo. Haga su duelo, llore a su esposa muerta… Aquí seguirá teniendo un trabajo y un hogar —ella se levantó y él la tomó de los hombros con brusquedad, como queriendo obligarla a recapacitar.
—Yo no puedo extirpar mi pasado. ¿Acaso usted ha olvidado a Gustavo?
—Claro que no, y tampoco le pido que olvide a su esposa ni a su hijo… La diferencia es que yo no vivo atada al pasado y usted sí.
—No, vuelve a equivocarse —intentó calmarse, estaban elevando el tono de voz—. En este viaje estuve al borde de la muerte dos veces. ¿Y sabe en quién pensé en ese instante? En usted. Tal vez estaba bien para mí morir, irme con La Parda, con Manolo… Pero no quería dejar este mundo sin que supiera que he llegado a amarla y a desearla con locura. Yo he sido un hombre al que le ha tocado vivir la mayor parte de su vida al límite del infierno. Pero cuando la vi por primera vez sentí que tenía derecho al cielo. Y también sentí miedo, sentí terror de enamorarme, sentí que no era digno de ser feliz. A fin de cuentas, mi existencia siempre estuvo plagada de maldiciones.
—No diga eso —a Visitación ese término la conectaba con un terror primario, oscuro.
—Cuando la vi lo supe, no sé cómo, pero lo supe: usted, Visitación, era mi destino. Tal vez lo fue siempre… Anoche, mientras dormitaba en el campo abierto, me peguntaba si no nos habríamos cruzado antes, alguna vez. Porque su nombre estaba escrito junto al mío en algún sitio. Lo supe y lo sé.
Ella comenzó a temblar, Salvador la rodeó con dulzura.
—Por favor, no diga nada más —Visitación había empezado a sollozar.
—Está bien, yo no voy a apremiarla —buscó en su bolsillo y sacó la cadena con el dije—. Éste es mi obsequio. Lleva algunos años en mi familia. Dicen que mi tía Catalina lo heredó de niña, y dicen también que su esposo, El Moro, lo vio en sus sueños. Cuando ambos se encontraron, fueron este cisne y esta rosa los que los llevaron a descubrir que cada uno era el destino del otro.
—No puedo recibirlo —No pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
—Es suyo, yo no tengo dudas de que usted es mi destino —dejó la joya sobre la mesa—. Voy a desensillar el caballo, regreso en un rato para ver a Panchito. ¿Ha estado bien?
—Sí, extrañándolo, pero bien.
Cuando se quedó sola, Visitación tomó el dije en sus manos, lo besó y se permitió llorar con fuerza.
Era tal vez lo que necesitaba, un pequeño símbolo para saber que El Portugués le pertenecía.
* * *
—¡Papá! —exclamó Panchito cuando lo vio esperándolo en el patio principal.
Sintió un deseo paternal de no separarse nunca más de él. Era tan pequeño, tan frágil, cómo no había podido cuidarlo y protegerlo antes.
¡Cómo no había podido disfrutar de ese hermoso niño de tez trigueña y ojos penetrantes que se le acurrucaba en el pecho!
—Hijo mío, te extrañé tanto —Todo parecía nuevo; tras el retorno, era la primera vez que le hablaba con ese amor.
—¿Te vas de nuevo? —Panchito consultó, asustado.
—No. Bueno, seguramente tendremos que irnos unos días a la estancia de Yapeyú. ¿Querés acompañarme? Mirá que hay mucho para hacer allá.
—¿Y mamá Visitación me dejará? —Salvador quedó petrificado al escucharlo decir eso.
—¿Mamá Visitación?
—Es que hace unos días le pregunté si podía llamarla así y me dijo que sí. No es que no quiera más a la mía, pero como ella es la que me cuida ahora… ¿Te enoja que le diga así?
—No, hijo, para nada —Salvador volvió a estrecharlo. ¡Qué fácil era para todos amar a Visitación!
—Bueno, entre mañana y pasado nos vamos a la estancia, entonces. Mientras, creo que en esa bolsa me encontré con el duende de los montes y me mandó unos dulces para vos.
El niño hurgó con entusiasmo hasta dar con el botín.
* * *
Esa noche todos en la casa celebraban la llegada de Salvador. Éste entregó a Regina el envío de Arandú, les contó que Lorenzo estaba bien y dio pocos detalles del viaje. Piedad observaba a su hermana. Había pena en su rostro.
Cuando se fueron todos a dormir, la encontró en la penumbra de la sala.
—¿Y? ¿Qué ha pasado? —Piedad presumía que Salvador no había matado a esa mujer ni a esos niños; se lo veía distendido.
—No cometió los crímenes —respondió con un hilo de voz.
—¡Gracias, Dios mío! ¿Y entonces? ¿Por qué tu tristeza?
—Porque lo rechacé.
—¿Qué?
—Sí, le dije que había elegido a la esposa muerta antes que a mí, que seguramente se quedaba a mi lado por gratitud…
—¿De dónde sacaste eso? —Piedad no podía creer que su hermana tuviera celos de la difunta—. ¿Y él que te respondió?
—Me dijo que me amaba, que yo era su destino y me dio esto —Visitación abrió su mano en la que aprisionaba el dije.
—Visitación, ¿por qué estás empecinada en ser infeliz? ¿Sabés que es eso? Miedo. Tenés miedo de amar, de volver a entregarte e incluso de volver a perder… Ese hombre ha llegado en el momento justo a tu vida y te ama. Esta noche, en la cena, te miraba con devoción.
Visitación sonrió por primera vez después de un día plagado de emociones.
—No seas tonta. No pierdas la oportunidad…
Se abrazaron y Visitación se sintió reconfortada.
* * *
A la mañana siguiente ambos estaban en el escritorio revisando algunas de las tareas que se habían hecho en Yapeyú durante la ausencia de Salvador. Ninguno de los dos hizo referencia a lo vivido el día anterior.
—Tuve que contratar a alguien para que ayudara a don Cristóbal.
—Veo que se preparó para estar sin mí.
—Es que había que llevar unas cabezas de ganado y…
—Está bien, lo comprendo, no tiene que explicarme —Salvador estaba molesto, era evidente—. Dadas las circunstancias, parece que he perdido trabajo y… mujer —aguardó una respuesta o un gesto, pero ella no dijo nada. Finalmente agregó, decidido—: Si usted está conforme con el nuevo empleado, no hay razón para que me quede.
Visitación se turbó. No toleraría perderlo definitivamente. Le costaba reaccionar. El efecto de esos ojos sobre ella la paralizaba.
—El trabajo es suyo. Ésta es sólo una contratación temporaria, Esteban Garay lo sabe, se lo dejé en claro desde el primer día.
—Perfecto, el trabajo es mío… ¿y la mujer?
Volvió a quedarse como de piedra. Lo que dijera en ese momento definiría el futuro de ambos. Dibujó una sonrisa imperceptible. Salvador la captó y volvió a clavarle su mirada.
Ella no quiso resistirse más y, aún azorada, admitió:
—La mujer también.
Salvador se levantó de su silla y se arrodilló ante ella, que no osaba a levantar la vista del suelo.
—Ha sido cruel conmigo, Visitación.
—Más bien he sido una tonta.
—No. Tonta no. Admiré ayer su integridad. Otras mujeres se permiten ser elegidas por gratitud, por respeto, por cariño… pero usted no. Se hizo valer, y por eso la amo más aún. La única duda que tengo es que no creo estar a su altura.
—No sea estúpido, se hace el peón pobre y renegado, pero yo sé muy bien que es todo un portugués… mi Portugués.
Visitación fue quien tomó el impulso de besarlo y él se dejó sorprender ante esa muestra efusiva.
La incorporó, él se ubicó en la silla y le indicó sus rodillas para se sentara allí.
Sus manos curtidas y ásperas se escabulleron entre los pliegues delicados de su falda, pero ella lo detuvo con una pregunta directa.
—¿Y cómo será esto? ¿Seremos siempre amantes o va a proponerme algo más?
—Lo primero que voy a proponerle es que dejemos de lado este trato formal.
—¿Y después? —consultó ella con mirada ardiente.
—Y luego voy a pedirle… no, perdón, voy a pedirte que te cases conmigo —besó su mentón, sus labios, y subió su mano hasta acariciar el escote.
—Estás desaforado, y aún no dije sí.
—Sé que vas a decir que sí —volvió a besarla.
Visitación lanzó una carcajada provocadora, tanto que él la encaramó a su cuerpo. Sin mediar palabras, poco a poco se fueron quitando la ropa hasta quedar semidesnudos. Él se zambullía entre sus senos pulposos, y ella empezaba a disfrutar de un juego erótico en el que Salvador iba ganando terreno hasta apoderarse de toda su intimidad.
De pronto se borraron las sonrisas y comenzó un meneo acompasado, colmado de besos, de jadeos, de manos y roces, de una agitación ruidosa. Fueron sincronizando el deseo, hasta que un espasmo irrefrenable los colmó. Una boca selló a la otra, y el grito de la culminación quedó prisionero en la garganta, aleteando en la carne y en el alma. Se amaban sin ataduras, sin miedos, ni mentiras… Con una libertad exquisita y salvaje.
Intentaron que ni en las ropas ni en las mejillas se les notara la exaltación vivida.
Debían dejar de lado el deseo para poder resolver otras cuestiones. Sin embargo, cada vez que Visitación intentaba buscar distancia, él la atraía hacia sí proponiendo nuevas formas de tentación.
—Basta ya, tenemos que hablar. ¿Qué vamos a decir? ¿Cuándo lo vamos a decir? ¿Qué vamos a hacer?
—Yo quiero que nos casemos, pero con una condición: quiero que hagamos un contrato para que nada de lo tuyo sea mío, a lo mío me lo quiero ganar en buena ley.
—Es una tontería… Además, no pienso morirme justo ahora.
—Yo puedo matarte… de otras maneras —expresó él con intención, mientras intentaba levantarle la pollera.
—Basta —se hacía la ofendida, pero el juego le gustaba—. Ahora estamos con el compromiso de Milagros y no me gustaría superponerle mi festejo.
—Ah, entonces la que no se quiere casar sos vos…
—No digas eso —Visitación hizo un gesto como de pegarle suavemente—. Lo que ocurre es que no sé si es el momento.
—Hagamos lo siguiente. Tengo que irme unas semanas a Yapeyú, debe haber mucho para hacer.
—Sí, bastante.
—Me voy para allá, me llevo a Panchito conmigo, como para que compartamos más tiempo juntos. Aprovecho para contarle de lo nuestro y vos hacés lo mismo acá con tu familia. Y a mi regreso anunciamos la boda. ¿Qué te parece?
—Estoy de acuerdo, me parece una buena idea.
—¿Vas a ir visitarme a Yapeyú?
—No lo sé… Tengo miedo de que usted, señor Baltazares, se aproveche de una pobre viuda como yo —Visitación simuló una voz de mujer desprotegida. Salvador la arrinconó contra la pared y le habló al oído:
—No me tientes, porque vengo de un largo tiempo de abstinencia.
Volvió a besarla dejándose embriagar por su perfume.
* * *
La noche antes de la partida, Salvador y Visitación se habían escondido en el cuarto de ella para estar juntos una vez más.
Él le había pedido que se colgara el dije, quería verlo pender de su cuello, flotando sobre sus senos semidesnudos. La observaba fascinado.
El momento era mágico y Visitación no quería romper el encantamiento, pero había algo que quería decirle desde su regreso y ésa era la última oportunidad.
—Quiero pedirte algo.
—¿Qué?
—No deseo que me compares con La Parda.
—¿Otra vez con eso?
Ella le indicó que se callara y siguió:
—Yo nunca seré como ella.
—Vos no sos La Parda, yo no soy Gustavo, y ninguno de los dos somos aquellos jovencitos que nos enamoramos de ellos. Somos otros, parecidos pero distintos, que hoy nos elegimos y nos amamos de esta manera. No quiero que vivamos rodeados de fantasmas.
—Yo tampoco —se sinceró.
—Entonces, pongámosle punto final a este tema.
—No me molesta que la nombres…
—Claro que voy a nombrarla como vos vas a nombrar a Gustavo. Son los padres de nuestros hijos, pero lo que vale es lo que tenemos ahora vos y yo —volvió a besarla y, casi sin querer, empezó a amarla nuevamente.
Amanecía con una lluvia fina, persistente.
Él se marchó junto con Panchito unas horas más tarde y Visitación, pese a la partida, se sintió plena.
Amaba al Portugués.