CAPÍTULO 4
Milagros casi no habló durante el trayecto. Visitación le consultaba cosas a las que ella respondía con monosílabos. Panchito a veces la sacaba de su ensimismamiento con sus preguntas y sus juegos. Salvador las seguía de cerca en su alazán. Atento a su hijo y pendiente de Visitación, cuando se detenían aprovechaba para decirle algo en secreto, rozarle la mano, regalarle una sonrisa… Se los veía bien juntos.
A medida que se acercaban a los esteros, el nerviosismo iba creciendo en su interior.
Al llegar, el encuentro con Piedad y Soledad no la tranquilizó. No se atrevía a preguntar por sus primos, y menos aún por Lorenzo, pero miraba de un lado al otro tratando de descubrir si estaban o no en la casa. El misterio fue develado cuando Salvador consultó:
—¿Y los muchachos?
—Tomás anda en lo de don Cosme, y Lorenzo se ha ido para el lado del río Paraná a intercambiar algunos productos. No sé si volverá hoy…
Pasada la media tarde las mujeres iniciaron la ronda de mates y charlas. Salvador prefirió ir a dar una vuelta con Panchito, quería mostrarle la laguna y los animales.
—Estás enamorada de ese hombre —afirmó Piedad.
—Sí… Tanto, que me paso el día pendiente de él —confesó Visitación.
—Es muy notorio que don Salvador también la ama, tía, en el viaje no ha parado de mirarla, de cuidarla, de decirle cosas bonitas —agregó Milagros.
Esas declaraciones la sonrojaron, pero Piedad la animó:
—Te lo merecés, hermana, te merecés ser feliz.
En ese instante entró Sole con unas galletas recién horneadas, y se sumó a la charla:
—¿Cómo anda Augusto?
—Muy bien, ya ha comenzado a trabajar y la verdad es que está en la casa poco y nada —dijo Visitación.
—Si vieran la transformación que ha experimentado, viste como señorito y no como un muchacho de campo. Le sienta bien el cambio, ya van a comenzar a revolotearle las correntinas —Milagros mostraba una soltura y un entusiasmo al hablar que eran poco habituales en ella—. ¿Y qué saben de Regina?
—Nada, supongo que andará bien —Había preocupación en el tono de Piedad.
—Ésa, si sigue así, no se va a casoriar más. Ya debe tener el vientre como una calabaza —opinó Soledad mientras asumía el rol de cebadora.
—Sole, está bien cuidada por Arandú. Además, ya adelantaron que van a esperar que pasen las fiestas para poner fecha —Piedad aprovechó el matiz que había tomado la charla para averiguar más sobre su sobrina y el irlandés—. ¿Y Peter? ¿Dónde anda?
—Tuvo que viajar con su padre a Buenos Aires por unas cuantas semanas —El entusiasmo se le empezó a borrar de la cara.
—¿Ustedes ya pusieron fecha para la boda? —volvió a preguntar Piedad.
—No, lo vamos a hacer a su regreso.
—Otros… Demasiadas vueltas le están dando al asunto —volvió a exclamar Soledad con impaciencia.
* * *
Lo encontró amarrando su pequeña canoa a la vera de la laguna. Lorenzo lo vio de lejos y saludó con la mano levantada y una sonrisa franca.
—Salvador, ¡qué alegría tenerlo por estos lados! —se unieron en un gran abrazo.
Luego saludó al niño, lo había visto durante su estadía en Corrientes, pero recién ahora lo trataba directamente. Panchito le pidió permiso para curiosear en la canoa y Lorenzo lo autorizó.
Ya solos, Salvador comentó:
—Andamos de paso, nos estamos yendo unos días al Paraguay.
—¿Vino con mi tía?
—Sí y con Milagros —Salvador esperó atento la reacción de Lorenzo. La sonrisa se le borró y el buen humor mutó por ansiedad.
—Ah… ¿y qué hace ella acá? ¿Ha venido con el irlandés?
—No, el irlandés está de viaje y ha venido para acompañar a Visitación y además verlos a ustedes.
—A los otros, será, no creo que venga a verme a mí… De todas maneras, dígale que se quede tranquila, yo no voy a volver a la casa en estos días. Va a ser lo mejor para todos.
—Ella quería evitar el viaje para no verlo, usted no quiere ir a la casa para no verla… El no cruzarse, lejos de poner paños fríos, me parece que tensiona más la cosa —Salvador dudaba, pero finalmente se decidió a darle un consejo a Lorenzo—: Tiene que hablar con ella, y poner a prueba sus sentimientos. Yo creo que los dos son muy cabezas duras y se están haciendo daño.
—Puede ser, pero si ella quiere verme que me busque. Yo no voy a andar como un perro persiguiéndola —Lorenzo tenía una espina clavada en el pecho y sentía que a alguien le debía confesar aquello que lo apesadumbraba—. Cuando éramos chicos vivía pendiente de Ñasaindy, cuidándola día y noche. Cuando crecimos, el deseo y la atracción se impusieron entre nosotros… El día en que Margarita vino a reclamarme por el hijo, supe que la perdía para siempre. Todo lo que ocurrió el día de mi boda fue una desgracia; sin embargo, creí que el destino me estaba dando una nueva oportunidad. Por eso, cuando ella vino a Loreto… —dudó en continuar.
—¿Qué pasó? —indagó Salvador con curiosidad.
—La hice mía, nos amamos. ¡Fue tan… perfecto! No tuve dudas de que la amaría por siempre. Pensé que se quedaría conmigo, pero la muy traicionera se quedó con el irlandés.
Salvador seguía con atención y sorpresa el relato. No imaginaba que Milagros se había entregado a Lorenzo.
—Ella ya eligió, y yo no voy a buscarla más —respiró fuerte, como resignado, y luego determinó—: Dígale a mi madre que voy a pasar la noche en el rancho, que no me espere para la cena. Usted sabe dónde queda, puede venir cuando quiera. De todas maneras, voy a tratar de llegarme en estos días para saludar a mi tía. ¿Todo bien con ella? —la pregunta llevaba impresa cierta picardía.
—Todo muy bien —Salvador sonrió y Lorenzo, golpeándolo afectuosamente en los brazos, le dijo en tono de broma:
—Ya puedo llamarlo tío, entonces.
Ambos lanzaron una carcajada. No dijeron más; a diferencia de las mujeres, ellos no necesitaban detalles.
Antes de marcharse, Salvador le comentó:
—Ah, me olvidaba, tal vez quiera venirse con nosotros al Paraguay. Tengo pensado ir a visitar a Artigas…
A Lorenzo se le iluminó el rostro. Había crecido admirando a ese hombre, pero nunca lo había visto personalmente.
—Me gustaría ir. ¿Milagros viaja con ustedes?
—En principio, sí —viendo que el otro dudaba, lo alentó—: Vamos, muchacho, el viaje puede ser una oportunidad. Además, si en todo caso la que está confundida es ella, entonces que se quede. Insisto, debe ponerla a prueba, más aún con lo que me cuenta… Si ella se le entregó es porque algo muy fuerte la une a usted, no pierda la oportunidad.
Tal vez Salvador tenía razón, lo pensaría.
* * *
Durante la cena, Salvador explicó lo que le había dicho Lorenzo, aunque trató de darle al discurso otros aditamentos.
—Tenía que trabajar hasta tarde, así que decidió quedarse en el rancho. De todas maneras, mañana quiere pasar a verte, Visitación.
Milagros se estrujaba los dedos bajo la mesa. Tenía sentimientos encontrados: cierto alivio, pero también una tremenda desilusión.
Ya en su cuarto, la imagen de Lorenzo se le volvía recurrente. Cansada de no pegar un ojo, en cuanto vio que comenzaba a clarear en el horizonte tomó coraje y salió a buscarlo.
Todavía tenía una o dos horas hasta que la casa se pusiera en movimiento, así que enfiló hacia el sendero que la llevaba al viejo rancho.
Su alazán estaba atado en el árbol frente al rancho y la certeza de la cercanía de Lorenzo la sacudió.
Era una construcción precaria de adobe y piedras. Un cuero curtido cubría el ingreso. Caminó lento, aunque con el corazón acelerado. Creyó escuchar ruidos, pero no se atrevió a llamar. Se fue asomando, silenciosa, y quedó paralizada al ver por una ventana a Lorenzo desnudo, con sus glúteos firmes al descubierto. Estaba de espaldas, era evidente que acomodaba su ropa y se disponía a vestirse. En el catre que tenía al frente, una muchacha guaraní de piel resplandeciente yacía dormida.
Se sintió traicionada.
Ella, que en lo más profundo de su ser había estado convencida de que Lorenzo la amaría por siempre, en los últimos tiempos empezaba a sentir que lo estaba perdiendo. Tal vez se lo merecía, por cobarde, por indecisa, por orgullosa… Imaginó cómo habría sido el encuentro carnal entre él y la india, y de pronto su piel recuperó la memoria: recordó las caricias, los besos, la penetración urgente de aquella primera y única vez… Siguió observándolo, ya tenía los pantalones puestos y se estaba prendiendo la camisa. Tomó conciencia de lo estúpida que se vería si él la encontraba allí y se marchó casi en puntas de pie, intentando no ser oída.
No quiso volver a la casa, buscó serenarse con el aire fresco y con el aroma a algas que se desprendía de la laguna.
* * *
Miró con ternura a la muchacha dormida y se fue. Faltaba cerca de una hora para retomar las actividades. Supo que el agua calma y oscura consolaría esa especie de soledad doliente que no podía quitarse de encima.
Al llegar a “su recodo”, ese sitio secreto que tantas veces había compartido con Ñasaindy, se sobresaltó. Creyó que estaba alucinando, pero no, ella estaba allí, sentada a la vera, con el cabello revuelto y una manta clara cubriéndola hasta los pies. Todavía dudaba de su cordura, pero intentó reponerse y avanzó.
Milagros se sobresaltó al oír los pasos. Se dio vuelta intempestivamente y al descubrirlo quedó impávida. Lorenzo también permaneció inmóvil, clavándole los ojos con rigor. Trató de calmarse, debía manejarse bien para no herirla ni espantarla. Sin embargo, lo suyo no eran las sutilezas, así que mientras buscaba un sitio para sentarse junto a ella expresó:
—Te olvidaste de muchas cosas, pero al menos te acordás todavía del camino a nuestro recodo.
—No me olvidé de nada, ni del recodo, ni de lo que fuiste en mi vida, ni… —no tuvo el coraje para decirle que recordaba cada detalle de aquella noche en la que habían hecho el amor. Sonrió sarcástica y agregó—: Yo no olvidé nada, pero vos poco a poco lo vas logrando, ¿no?
—¿Qué cosa?
—Olvidarme.
—¿Por qué decís eso?
—Hace un rato fui a buscarte al rancho y te vi. Dormiste con una india.
—No significa nada, mucho menos olvido. Son cosas de hombres.
—Así como son cosas de mujeres la necesidad de unir nuestras vidas a personas confiables —hizo el intento de levantarse, pero él la retuvo.
—Bueno, vos buscaste eso y nadie te juzga —Ella tironeó con la intención de soltarse. Él, cambiando de actitud, rogó—: No te vayas, por favor.
Milagros aminoró la beligerancia y volvió a acercarse.
—Quedémonos a esperar el amanecer sin decir nada, sólo uno al lado del otro —propuso Lorenzo.
—Como aquella vez cuando murió mi madre. La noche después del entierro me escuchaste llorar en el cuarto y me invitaste a que nos escapáramos aquí…
—No te olvidaste tampoco de eso.
—No, ya te dije que no me olvido de nada.
Se miraron con ternura. En ese instante eran los de antes, unidos por algo sagrado, profundo, intangible.
Lorenzo la abrazó y ella apoyó la cabeza en su pecho. Se dejó querer de esa manera tan simple, tan intensa, tan pura. Se cubrieron con la manta, mientras los latidos de ambos se entremezclaban. El alboroto del amanecer, con los pájaros desplegando sus primeros trinos, y la calma de la laguna fueron aplacando los enojos, acortando las distancias. Sin presentar resistencia, Milagros poco a poco quedó sumergida en un sueño profundo.
Lorenzo acariciaba su pelo con devoción. La tenía junto a él, vulnerable, entregada. Entonces tuvo la certeza de que aún estaba a tiempo de recuperarla.
La despertó cuando el sol ya brillaba sobre sus cabezas.
—Es hora de volver, pronto van a levantarse todos.
Ella se desperezó, él aún jugueteaba con su cabello.
—¿Ya no me amás más? —consultó con inocencia.
—Sí, te amo… Y me duele haberte perdido, pero tengo que sobrevivir. No puedo darme el lujo de tirarme a morir.
—¿Tenés un romance con la india? —consultó con ansiedad.
Él hizo una mueca como de malestar.
—No, no tengo un romance con ella, no me interesa, no significa nada —le fastidiaba esa actitud de Milagros, por eso replicó—: Basta con esto, Ñasaindy. Te vas a casar con otro, pero me exigís que me pase la vida queriéndote. Sos egoísta.
—Lo prometiste, me dijiste que me ibas a amar por siempre, hasta me lo escribiste en un papel que todavía conservo —sonaba como una niña caprichosa.
—Es fácil así, ¿no? Te vas con el irlandés a vivir una vida cómoda, pero en el fondo sabés que estoy acá, esperándote, queriéndote a la distancia como un tonto. No es justo… —su tono era apagado, como si hablara en un susurro.
—Es cierto, tal vez sea un poco egoísta. Estoy confundida y me reconforta saber que tus sentimientos no han cambiado.
—No va a ser siempre así. Si pasado el tiempo conozco a alguien, te prometo que voy a hacer todo lo posible por olvidarte —fue resuelto al decir aquello.
—¿Me mentiste, entonces, cuando me prometías amor eterno? —le recriminó ella.
—Sí, tal vez te mentí —no le había mentido en ese momento, pero sí lo hacía ahora. Necesitaba tenerla en ascuas, hacerle sentir que lo estaba perdiendo.
El rostro de Milagros reflejaba indignación, desilusión, tristeza.
—Mejor volvé vos sola, yo voy más tarde. No quiero que nadie piense que venimos juntos de la laguna —propuso con frialdad.
Milagros se levantó con mal talante. A medida que avanzaba hacia la casa no pudo evitar que se le cayeran unas lágrimas.
* * *
Un rato después Lorenzo volvió al hogar y encontró a Soledad y a Piedad parloteando en la cocina. Estaban de buen ánimo. Él también lo estaba, así que se unió a las mujeres para compartir unos mates con reviro antes de internarse en el campo.
Al rato Visitación y Salvador se sumaron a la ronda. Panchito seguía durmiendo y no habían querido despertarlo.
Aprovechando la algarabía reinante, Tomás dispuso no marcharse tan temprano e integrarse a ese momento familiar. Hablaban de todo un poco, reían, como en los viejos tiempos.
—¡Qué raro que Mili no se haya levantado! —Piedad acababa de hacer ese comentario cuando la muchacha apareció.
—Traés mala cara, querida, ¿estás bien? —consultó Visitación.
—No tanto como ustedes, que se les escuchan las risas desde los cuartos, pero sí, estoy bien.
—¿Querés un mate? —le preguntó Lorenzo con una naturalidad que sorprendió al resto. ¿En qué momento se habían visto antes? Porque ni siquiera se saludaron, pese a que se suponía llevaban un tiempo sin verse.
—No, prefiero un té —respondió ella sin siquiera mirarlo.
—Yo te lo hago, Milita —Soledad le indicó que se sentara, mientras la charla tomaba otro rumbo.
—Piedad, debo decir que su hermana me contó ayer algunas aventuras de juventud que realmente no las podía creer, sobre todo viniendo de usted —dijo Salvador.
—Ésta era la peor —declaró Soledad señalando a Piedad mientras enfilaba para la cocina.
—Pero no, la que nos llevaba por mal camino era Lucía —se defendió la otra.
Las hermanas se miraron y no pudieron evitar las risas. ¡Eran tantos los recuerdos!
—Un día a Lucía se le ocurrió que nos escapáramos de noche para encontrarnos con Gustavo y Andrés…
—Y así les fue —gritó Soledad desde la cocina, siguiendo con atención la charla.
—Piedad tenía que avisarnos si venía nuestra madre y todo fue un verdadero desastre. Terminamos… —no pudo concluir la frase, porque Milagros cortó en seco a su tía:
—Ya todos conocemos la anécdota: terminaron encerradas por tres años. ¿Es que no tienen nada más que contar? Siempre lo mismo, que se escapaban, que iban detrás de la persona que amaban desafiándolo todo… Y así les fue —el mal talante de Milagros era evidente.
—Mal no nos fue —le respondió con dureza Piedad—. Al menos, pese a todo lo sufrido, podemos levantarnos una mañana y reírnos de las buenas cosas vividas. En cambio, a vos, ¿qué diablos te pasa? Te has levantado de pésimo humor…
—Cosa mía —Era consciente de que había respondido mal, pero tampoco estaba de ánimo para pedir perdón.
—Y eso que está por casarse, qué sería si anduviera sola… —agregó Lorenzo con sorna.
Ella lo enfrentó hecha una furia:
—¿Qué querés decir? ¿Qué mi prometido no me hace lo suficientemente feliz?
—Yo no dije eso —se defendió el otro.
—Lo que pasa es que yo tengo los pies sobre la tierra, no como vos que te mataron a tu mujer y al otro día ya estabas buscando con quién revolcarte…
—¡Milagros! —la reprendió Piedad.
A todos se les borró la alegría, incluso hasta el propio Lorenzo quedó desconcertado por la reacción. Reponiéndose, le recalcó de mala manera:
—Al menos, mi mujer estaba muerta cuando decidí revolcarme con otra. En cambio, hay quienes portan anillos de compromiso y buscan calor donde no deben.
Visitación, Piedad y Soledad se miraron espantadas.
—Bueno, basta de pelear ustedes dos —intervino Salvador, temía que si no cortaba esa charla las cosas terminarían mal. Como para cambiar de tema, sugirió—: Mejor decidamos cuándo salimos hacia el Paraguay. ¿Pasado mañana te parece bien, Visitación?
—Sí, claro —todavía estaba tratando de comprender el alcance de la escena que habían protagonizado sus sobrinos.
—Yo viajo con ustedes —afirmó Lorenzo.
Sabiendo lo que eso significaba para Milagros, Visitación le insinuó a su sobrina:
—Mili, si querés, podés quedarte con Piedad unos días y a la vuelta te buscamos.
—Claro que no, yo viajo también —al decir eso, miró desafiante a Lorenzo que ni siquiera se inmutó.
A los pocos minutos todos se dispersaron, cada uno apremiado por sus tareas. Sólo quedaron Piedad y Soledad.
—No estás de acuerdo en que viajen juntos.
—No voy a oponerme. Que viajen, que se enfrenten a solas, y que pase lo que tenga que pasar.
—Si es que no ha pasado ya —conjeturó la morena.
En lo más íntimo de su ser ambas tenían la certeza de que entre Lorenzo y Milagros las cosas habían ido más allá de un simple beso, pero no se atrevieron a ponerlo en palabras.