CAPÍTULO 3
En el límite orillero del río Cuareim, los guaraníes se instalaron bajo la protección de Fructuoso Rivera. Llamaron al nuevo pueblo Bella Unión. Así, aquellos que meses antes habían dejado atrás la tierra misionera, encontraron en aquel paraje un nuevo sitio donde empezar. Habían llegado con provisiones suficientes para sobrevivir por un tiempo; sin embargo, ese terreno y esas condiciones climáticas nuevas iban a requerir otras alternativas para el sembradío y la subsistencia.
El caserío comenzó a levantarse bajo la misma estructura de las antiguas reducciones: la plaza en el medio, al frente una pequeña iglesia, y en los alrededores, ranchos construidos con lo que hallaban en la zona.
Al saber que su familia ya estaba establecida, y pese a que desconfiaba de semejante éxodo, y más aún de Fructuoso Rivera, Arandú decidió volver a Loreto. Debía cumplir la promesa que le había hecho a Regina.
Esa madrugada partió rumbo a la casa de los Rojas y Costa. La ansiedad haría su viaje interminable.
* * *
Don Cosme se estaba cansando del comandante Onofre. Hacía más de media hora que estaba en su despacho despotricando y exigiendo. Le recriminaba las impertinencias de sus trabajadores, que lo habían agraviado en la Rinconada de San José, y la falta de colaboración del estanciero con el gobierno de Corrientes.
—Mire, yo he tenido la oportunidad de hablar algunas veces con don Pedro Ferré e incluso recientemente envié una carta a don Pedro Cabral y las condiciones han sido claras. Tenemos una buena relación, no entiendo a qué viene todo esto.
—A que usted se termina aliando con los paraguayos, con los brasileños, con quien sea, y cuando nosotros exigimos reses o alguna otra cosa, los suyos, en especial el tal Costa y esos mellizos que dicen ser sus hermanos, se niegan y nos faltan el respeto.
Durante la conversación entró Tristán, atolondrado, anunciando que Lorenzo Costa estaba esperándolo.
—Hágalo pasar, llega en el momento justo.
A Onofre no le gustó que el mayor de doña Piedad estuviera presente en la charla, era darle un lugar que no se merecía.
Lorenzo se desconcertó al ver a Onofre con don Cosme. No sabía si era casualidad o si realmente lo estaban esperando a él.
—Aquí llega, el que tiene el tupé de manejarse como dueño de la Rinconada de San José, y hasta del Puerto Hormiguero, si se lo apura un poco —manifestó Onofre con ironía.
Cosme y Lorenzo dejaron pasar el comentario, y el primero intentó poner paños fríos a la mala relación que —era evidente— existía entre los dos.
—Por favor, comandante, Lorenzo es simplemente mi empleado. Quiero que eso quede claro, si hay algo que arreglar con los animales, el ganado, y todo lo que salga de esta estancia, lo hace conmigo y no con él —Cosme se tomó su tiempo para decir tantas palabras a la vez.
—El problema es que este muchacho se mueve con tanta… altanería. La última vez hasta me desafió.
Cosme miró con desconcierto a Lorenzo y preguntó:
—¿Es así?
—No, sólo le dije que no podía entregarle las reses que me pedía, le remarqué que eso debía hablarlo con usted.
—Eso es lo correcto —apoyó don Cosme Balmaceda.
—Hay formas y formas —se excusó Onofre.
—¿Formas? Mire quién habla, el que tiene costumbre de andar amedrentando a la gente.
—Mi función aquí es mantener el orden, la seguridad… —Onofre se defendió, mientras don Cosme seguía atento ese tenso diálogo.
—Justo de eso quería hablarle. ¿Sabe que hace unas cuantas semanas mi hermana y mi prima sufrieron un ataque y les dijeron que era una alerta para nosotros, en realidad para mí? —No debería haber dicho eso, su madre lo había negado rotundamente ante Onofre, pero Lorenzo quería que éste supiera que él estaba al tanto de sus intenciones.
—No lo sabía —Onofre sonrió, Lorenzo era impulsivo y eso lo tornaba vulnerable—. Lo que sí sabía es que muy cerca de la casa de su madre, también hace unas cuantas semanas, dos hombres que hacían algunos trabajos para mí aparecieron muertos a la orilla del río.
Lorenzo se odió por ser tan bocón, no debía haber sacado ese tema.
—Tampoco lo sabía, ¿pero qué tiene que ver?
—Bueno, si esos dos hombres se propasaron con las mujeres de su familia, evidentemente ya pagaron. Pero los que acabaron con la vida de ellos no; por lo que sé, andan sueltos. Y si pagan unos, pagan todos… Eso es la justicia, por si no lo sabe.
—Para eso va a tener que encontrarlos y, además, probarlo —desafió el otro.
—Encontrarlos va a ser fácil…
—Y probarlo también, siempre hay algún aña memby dispuesto a pronunciarse en contra de alguien por unas pocas monedas.
Las palabras de Lorenzo fermentaron en el malestar de Onofre, quien se puso de pie dispuesto a encararlo. El muchacho no se quedó atrás, y don Cosme —que hasta ese momento se había mantenido fuera de la discusión— se interpuso con autoridad.
—Por favor, señores, más respeto que ésta es mi casa.
Los dos se calmaron y, cuando volvieron a sus asientos, Cosme sentenció con parsimonia:
—Ya basta de rispideces entre ustedes. Lo de su hermana y su prima seguramente nada tiene que ver con la gente de Onofre, y lo que le pasó a esos dos hombres debe haber sido fatalidad. Tal vez fueron indios desbocados.
—Seguro, estoy convencido de que algún indio tuvo que ver —Había intencionalidad en la voz del comandante. No hablaba de cualquier indio, hablaba de Arandú. Lorenzo supo captar la indirecta, pero no respondió.
—Bien, aclarados estos puntos, voy a pedirle que se retire, comandante Onofre. Si necesita algo, me avisa; no es necesario que lo hable con mis empleados.
—Ya nos volveremos a encontrar —advirtió Onofre antes de marcharse.
Lorenzo percibió la amenaza; fue como un viento sur colándose por sus vértebras.