CAPÍTULO 8
“Siendo notorio que por el estado absoluto de anarquía en el que se halla el territorio de Misiones, no sólo sufre la Provincia de Corrientes continuas incursiones de aquellos habitantes, ocupados exclusivamente del pillaje, sino que el referido Territorio sirve de asilo a cuantos criminales escapan de la justicia en las provincias contiguas, queda autorizado plenamente el Gobierno de Corrientes por parte de Entre Ríos, para adoptar y hacer efectivos los medios que juzgue conducentes a cortar en tiempo males de tan grave trascendencia, a cuya empresa quedan desde ahora comprometidos ambos Gobiernos.”
Así comenzaba el escrito del gobernador de Corrientes, don Pedro Ferré, en aquel mes de septiembre. Ése fue el inicio de un plan de conquista, que a medida que corrían los días fue tomando un rumbo sembrado de conspiraciones, traiciones, disputas y muertes.
Mientras los caciques Ramón Irá, José Ignacio Bayay y José Ignacio Guayrayé firmaban la aprobación para incorporar los territorios de San Miguel y Nuestra Señora de Loreto a Corrientes, otro grupo disidente, comandado por Gaspar Tacuabé y Agustín Cumandiyú, se oponía férreamente. A lo largo de esos meses de calores en los que la lluvia se hacía esperar, acuerdos y desacuerdos fueron marcando el ritmo de los enfrentamientos. En el medio de las partes, los pobladores no sabían muy bien a quién adherir, y para mediados de noviembre esa tierra se había transformado en un infierno. Fue en ese contexto en el que arribaron Lorenzo, Arandú y algunos otros, con la intención de sumarse a la causa de Tacuabé y Cumandiyú.
Los saqueos eran constantes, las mujeres y los niños dejaban sus tierras pidiendo protección a cada uno de los que iban cruzando en el camino, cualquiera que fuera el bando.
Las tropas de Ferré estaban mejor preparadas que ese grupo de indios que había quedado por casi una década a la deriva, tras la desaparición de Guacurarí y el exilio de Artigas. Aunque Arandú le insistía a Tacuabé que buscara la manera de negociar, éste se inclinaba por guerrear.
Esa noche, mientras tomaban un descanso en las inmediaciones de Asunción del Cambay, Lorenzo había preguntado:
—Si logramos que Ferré no avance en nuestro territorio, ¿qué vamos a hacer? ¿Quién estaría en condiciones de gobernarnos?
—Ése es otro tema, hay muchas divisiones. Mirá lo que pasó hace unos meses, hubo tres que firmaron a favor de un pacto que nos perjudicaba, incluso fueron ellos los primeros en pedir la protección correntina —Tacuabé se veía preocupado.
—¿Ustedes cuentan con el apoyo de Aguirre? —consultó Arandú.
—Parece que sí. Con Aguirre seguimos en contacto, está en Mandisoví.
—Se me hace un poco difícil comprender todo este lío… Indios y blancos van cambiando de un bando a otro; a fin de cuentas, Aulestía era el segundo de Aguirre, y a su vez Gómez el segundo de Aulestía. Demasiadas intrigas y levantamientos, ¿no? —manifestó Lorenzo.
Tacuabé lo observó un rato y luego le consultó:
—¿Y vos qué clase de loco sos que venís con armas a una lucha de la que poco sabés?
—Yo quiero Misiones para los misioneros, y punto. Con eso me basta —Lorenzo era así, no se planteaba demasiadas cosas, tampoco era tan hábil como Augusto para llegar a conclusiones más sólidas. Le gustaba eso de andar en montoneras, motivado por aquellos ideales con los que había crecido y que de alguna manera habían alentado sus ilusiones independentistas y federales. Ahora sentía que tenía la oportunidad de ser parte de algo realmente grande.
Sin embargo, al día siguiente, las grandezas quedaron en el olvido. Cumandiyú había fusilado a Aulestía y las fuerzas de Ferré avanzaron sin piedad hasta San Roquito.
Aunque ellos representaban un buen número, no conformaban un ejército ni nada parecido. No eran más que un grupo de guaraníes y criollos, con chiripá y pañuelos en sus cabezas, tratando de defenderse.
Las armas escaseaban tanto como los uniformes. La táctica de las montoneras era lo único que les permitía sacar algo de ventaja; pero éste no fue el caso, y de pronto el campo de batalla se transformó en un verdadero cementerio para los defensores de la autonomía misionera. No siempre la valentía y la dignidad ganaban las guerras.
Los enfrentamientos cuerpo a cuerpo no lograron sortear las balas, y cuando el grupo decidió dispersarse —porque sabían que ya no había escapatoria— Lorenzo vio cómo Arandú se desplomaba a causa de un disparo. Sin darle tiempo al enemigo con el que estaba entreverado, le ensartó su facón en el vientre para salir en ayuda de su amigo. Lo encontró con vida, sangrando y sin poder levantarse. El tiro le había dado en una pierna. En medio del polvaredal, Lorenzo lo alzó y haciendo una fuerza descomunal lo ocultó tras unos árboles. Buscó sus caballos y, sin siquiera ver por dónde estaban Karuguá ni Tacuabé, subió a su amigo a uno de los animales. Con su pañuelo le hizo un torniquete para frenar el sangrado. Luego se montó a su potro y, guiando al otro, se marchó en busca de un sitio más seguro para asilarse y curar a Arandú.
* * *
Salvador veía la contienda a la distancia. Al llegar al lugar, no tuvo tiempo de presentarse ante Tacuabé ni Cumandiyú. Entendía que eran los hombres que estaban al frente de los pobres indios que desafiaban a esa milicia más compacta y experimentada.
Se preguntaba qué diablos hacía allí. Él no estaba para enredarse en guerras ajenas; aunque Cruz había sido clara: las batallas de otros le ayudarían a aclarar las ideas sobre las propias. Igualmente, la travesía le había servido de desahogo y hasta en algún momento pensó que era buena idea, pero ahora, al ver la escaramuza, dudó.
Él, que había estado en los ejércitos de Artigas y en las luchas de la guerra por la Banda Oriental, consideraba que la escena que se desplegaba ante sus ojos correspondía a una disputa menor. No porque los ideales lo fueran, sino porque las cartas estaban echadas y esos guaraníes no tenían ninguna chance de vencer.
Decidió que no tenía sentido buscar a Tacuabé o a Cumandiyú, ¿para qué? Le convenía, tal vez, buscar un conchabo en alguna estancia de la región. El trabajo en el campo le haría bien; a fin de cuentas, ése era su mundo predilecto. Quien había nacido para la guerra no era él sino su Parda. Ella seguramente estaría lanceando allí, y de seguro también estaría del lado de los guaraníes.
Intentó retomar un sendero, pero se detuvo al ver a un gaucho rubio y alto que de indio no tenía nada, pero sí lo era el herido que llevaba a su lado.
Dos soldados lo cercaron, y el gaucho se bajó de su caballo dispuesto a dar pelea. Encaramó su poncho en una mano, como defensa, y con la otra les mostró el facón. El muchacho había elegido arma, y a los otros no les quedaba más que dejar las pistolas para enfrentarlo con sus cuchillos. Por unos minutos se quedó sorprendido ante la habilidad del joven, era ágil y estaba jugándoles una mala pasada a los adversarios. Pero la contienda era despareja, así que olvidando los pensamientos que lo habían invadido anteriormente, se sumó a la pelea en favor del que estaba en desventaja.
—Dos contra dos es más justo —le dijo, al sumarse a la rueda con su daga en la mano.
Entre Salvador y Lorenzo no tardaron en reducir a los contrincantes. Ellos salieron ilesos.
—Gracias por la patriada —le agradeció Lorenzo, extendiendo su mano.
—No tiene nada que agradecer —respondió Salvador, parco.
En todo ese tiempo, no había pensado qué iba a decir en caso de cruzarse con alguien. Dudaba en mantener su nombre o cambiarlo por otro, como le había propuesto Cruz. ¿Qué excusas daría para explicar su presencia allí?
—Soy Lorenzo Costa.
—Y yo Salvador Azcuénaga —aseveró sin saber por qué no había usado su verdadero apellido sino el otro, ese otro que lo acechaba desde el pasado. Era el nombre del horror, el nombre del secreto familiar que él había logrado desentrañar cierta vez, y que su madre le había confirmado con vergüenza tras la muerte de Baltazares. Aunque él era un Azcuénaga, su padre siempre sería Toribio Baltazares, el hombre que amó a su madre, que los defendió tanto a ella como a él de la muerte y de aquel ser cruel que portaba ese apellido que él usaba ahora, en un acto casi inconsciente. Allí, en ese contexto, el Azcuénaga —que jamás se había atrevido a pronunciar en voz alta— salió desde lo más recóndito de su ser para ocultar su presente, un presente tan oscuro y doloroso como aquel pasado que estaba anudado a su origen.
—¿Qué hace por estos lados? —Lorenzo estaba apremiado por irse, pero hizo la pregunta por cortesía.
—Buscando trabajo —explicó Salvador.
—Mal lugar y mala época para eso. Estas tierras están destrozadas, pero si quiere acompañarnos podemos ir hasta Loreto. Tenemos una chacra pequeña con mi familia, tal vez pueda hacer algo allí. Usted decide.
—Le agradezco, amigo —dudó, aunque no tenía adónde ir.
—Favor con favor se paga. Venga si lo desea, pero no estoy para esperar decisiones, tiene que ser rápido, el tiempo me urge. Tengo que limpiar la herida de mi amigo y buscar un sitio antes del anochecer.
No supo por qué se sumó a la travesía de esos dos jinetes. No tenía idea siquiera de adónde iba, sólo supo que su destino se había enlazado al de ellos.