CAPÍTULO 25
Después de aquella noche, Visitación no podía ocultar el nerviosismo que le generaba la presencia de Salvador. Él, por su parte, estaba desconcertado. Sabía que lo que estaba haciendo era estúpido, pero la buscaba, intentaba hallar alguna excusa para encontrarse a solas y besarla.
No habían hablado directa, ni mucho menos seriamente, del tema. Ambos lo evitaban. Él porque no tenía nada para ofrecerle, y ella porque temía esa respuesta.
Encima, por esos días esperaban la llegada de doña Beatriz, que arribaría acompañada de Lucio. Iban a pasar allí las Pascuas para luego regresar todos juntos a Corrientes.
Visitación sentía vergüenza de que su suegra la descubriera. ¿Qué iba a decirle? ¿Que se entregó a un peón?
Estaba inquieta. Pero esa contrariedad se hizo aún mayor cuando vio bajar de la diligencia a alguien inesperado. En escasos segundos se dio cuenta de quién era: la tal Leticia Pérez e Ibáñez. ¿Qué diablos hacía allí?
Se acercó a saludar, con el rostro invadido de preguntas. Beatriz se dio cuenta del desconcierto y rápidamente aclaró:
—Visitación, la señorita Leticia nos ha acompañado. Tenía noticias para don Salvador y la verdad es que en estas dos semanas ha sido una buena compañía. Incluso ya se conocieron con Felicitas y han hecho amistad. Como estaba un poco sola en la ciudad…
—Bienvenida, Leticia —Visitación no quiso más explicaciones, así que cortó en seco a su suegra para saludar con frialdad a la intrusa. Luego se concentró en Lucio y la frialdad se le volvió dulzura.
—Ay, mi hijo… —Al fin lo tenía cerca.
—Madre, ¡cuánto la he extrañado! —Aunque ella lo veía como un niño, era ya un joven maduro y apuesto que llevaba un hábito oscuro.
Caminaron hacia la casa y Visitación se dio cuenta de que Leticia miraba de un lado a otro, seguramente buscando a Salvador. Mientras avanzaban, Manuela salió al encuentro de su abuela y de su hermano, y Panchito repitió el gesto para acabar en los brazos de Beatriz.
Ya en la sala, mientras tomaban unos mates con unas chipas recién horneadas, Visitación se dejó ganar por la curiosidad:
—¿Cómo es que una carta de Europa llega tan rápido? Si mal no recuerdo, hace menos de un mes que Salvador le dio la misiva.
—No, no se trata de la respuesta. Lo que ocurre es que yo me escribo con su hermana, Anita, y ésta es una carta que ella mandó a fines del año pasado. Simplemente quería hacerle saber que los suyos están muy bien, y que además ella está en planes de boda.
—Ah… Por lo que veo, es usted muy cercana a los Azcuénaga.
A Leticia la desconcertó que lo llamaran con ese apellido, pero rápidamente recordó lo conversado.
—Muy amiga, conozco a Salvador y a Anita desde que era chica. Más aún, les voy a hacer una confidencia: cuando pequeña estaba perdidamente enamorada de él, aunque ni siquiera me miraba. Ya era un muchachón y andaba en otras correrías.
Visitación no pudo ocultar lo mal que le caía el comentario. Antes era una niña, pero ahora era una mujer. Y encima tenía atributos difíciles de desestimar: era bonita, joven, alegre, independiente, de carácter… La vio como una competencia imposible de sortear.
—¿Y dónde está él ahora? —consultó sin reparos.
—En el campo, suele volver al atardecer —respondió de mala gana.
El resto de la jornada estuvieron acomodándose en la casa, mientras Visitación trataba de disfrutar a pleno de Lucio. Sabía que si él persistía con su vocación, volvería pronto al convento y seguramente pasaría un tiempo sin verlo.
Antes de la cena Salvador apareció a buscar a Panchito y se encontró con que además de la familia y de tener la oportunidad de conocer a Lucio, había otra sorpresa: Leticia. ¿Qué hacía ella ahí? No pudo evitar el gesto de disgusto que le causaba su presencia.
—Leticia… ¿qué hacés por estos lados?
—Doña Beatriz ha tenido la deferencia de invitarme a pasar las Pascuas, y he aprovechado el viaje para traerte la última carta que recibí de Anita. Es del año pasado, pero tiene novedades. Se casa.
¡Qué diferentes eran su vida y la de su hermana! Ella por Europa, gozando de los placeres de un pasar acomodado, y él transformado en un sacrificado peón, en esas tierras alejadas, selváticas, calientes.
Recibió el sobre agradecido, y consultó:
—¿Pudiste enviarles mi carta?
—Sí, pero eso tardará bastante.
—Claro, lo sé. Gracias, Leticia, prometo leerla esta noche y devolvértela mañana —Tomó conciencia de que todas las miradas estaban puestas en ellos.
En ese momento apareció Lucio; era un muchacho apuesto, seguramente se parecía a su padre, ya que sus facciones no se asemejaban a las de Visitación.
—Usted debe ser el señor Azcuénaga —dijo con una sonrisa, la cordialidad sí era heredada de su madre.
—Y usted debe ser el famoso Lucio.
—No sé si famoso, pero soy ese mismo.
Se saludaron con respeto y luego, tomando conciencia de su situación allí, llamó a Panchito.
—Hijo, he venido a buscarte para que cenes algo y te acuestes a dormir.
Esperaba que Visitación lo invitara a compartir la mesa con ellos, pero era notorio que no estaba de humor. Fue Lucio quien lo propuso.
—Madre, permítales al señor Salvador y a su hijo cenar con nosotros. Me gustaría hablar con él y quiero que me cuente todo eso del rescate de mi hermana. ¡Has sido loca Manuela en lanzarte así con el río crecido! —le recriminó a su hermana que le sonreía con desparpajo.
La propuesta fue bienvenida por el resto, y de pronto todos terminaron en la mesa dialogando animadamente.
Cuando Salvador miraba a Visitación, ella bajaba la vista. Esos gestos no pasaron desapercibidos para Leticia.
* * *
Al caer la noche, Visitación caminaba inquieta en su cuarto. Quería saber qué relación unía a Salvador con Leticia. Nadie se lanzaba a una travesía como ésa para entregar una carta. Estaba decidida a preguntárselo al día siguiente, pero su ansiedad fue más fuerte, así que salió silenciosa atravesando la oscuridad para encararlo de una buena vez.
Llegó a la pequeña construcción que tenían en las afueras de la casa y se detuvo sin atreverse a llamar.
Él parecía estar esperándola. Abrió la puerta antes de que ella golpeara. Le gustó verla envuelta en una manta de lana, con el cabello suelto y sus ojos claros.
Le indicó silencio con el dedo, y salió al alero para que hablaran tranquilos.
—Deseaba que viniera —Su sinceridad derribó el ríspido discurso que Visitación había preparado.
—Y si tanto lo deseaba, ¿por qué no ha ido usted a verme en todos estos días desde…? —se calló, no sabía cómo referirse a esa noche.
—Por respeto, pero no por falta de ganas —le rozó la mejilla.
A ella le gustó sentirlo cerca nuevamente. Sin embargo, no quería dejar pasar el principal motivo de su visita:
—Salvador, quiero hacerle una pregunta. ¿Qué relación tiene usted con Leticia?
—Ya se lo dije, es una amiga de la infancia. Ni siquiera era amiga mía sino de mi hermana.
—Pero ella ha venido hasta acá por usted.
—Es una muchacha alocada, y es cierto que más de una vez ha querido echarme el lazo, pero no me interesa… En este momento sólo me interesa usted.
Ella suspiró aliviada.
—Entremos a la casa que hace frío —propuso Salvador y ella lo siguió.
Al ingresar, él le dijo en voz baja:
—Voy a llevar a Panchito al catre de atrás para que estemos más tranquilos.
Visitación asintió. Mientras él cargaba al niño y lo llevaba al otro ambiente que tenía la pequeña casita, vio en la mesa la famosa carta. Tuvo la tentación de leerla pero no era apropiado. Levantó el sobre, y al darlo vuelta se encontró con el remitente Ana Baltazares… ¿Baltazares? ¿Quién diablos era Baltazares? ¿Acaso no era su hermana? ¿Por qué tenía otro apellido? ¿Y si esa carta no era de una hermana sino de una antigua amante? Había muchas cosas que no terminaba de entender de Salvador, y ahora surgía esto. ¡Cuántas confusiones! Las piernas se le aflojaron, las preguntas se le agolpaban haciéndole latir las sienes.
Cuando él apareció, la vio sentada, pálida y desconcertada. Al bajar la vista hacia el sobre, comprendió al instante la causa de esa alteración.
Visitación preguntó con voz temblorosa:
—¿Quién es Ana Baltazares?
Él podía mentir, tal vez decirle que eran hijos de distintos padres, pero no quería seguir con el engaño.
—Es mi hermana.
—Tiene otro apellido.
—Tranquila, déjeme explicar.
Visitación no respondió. Estaba perturbada. Como en un gesto autómata, movía negativamente la cabeza.
—Ése es también mi apellido. Yo tuve que cambiarlo porque…
—¿Es un delincuente?
—No y sí. No he hecho nada incorrecto, soy un hombre de bien. Pero otros que sí eran delincuentes mataron a mi mujer, me quemaron los campos, me robaron animales y yo salí a buscarlos como loco y… los maté. Me transformé en un prófugo, por eso huí de la Banda Oriental, por eso me escondí en el Paraguay, y por eso me instalé en este sitio.
—¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué me engañó?
—Al principio porque no quería que se supiera y luego no me atreví a decir la verdad… Además, todavía no he terminado.
Esa última frase a Visitación le dio miedo. ¿Faltaba más acaso?
—¿Qué? —preguntó, más por impulso que por el deseo real de querer saber qué más faltaba.
Salvador tragó con dificultad. No era sencillo poner en palabras sus planes.
—Yo me he propuesto vengar la memoria de mi mujer y del hijo que llevaba en su vientre. En poco tiempo voy a volver a mi tierra para destruirle todo a quien la mandó a asesinar.
—Venganza… —ahora sí Visitación sonaba lastimada.
—Sí, venganza —él fue terminante.
—¿Y cree que eso es bueno para usted, para su hijo?
—No lo sé, pero es algo que no puedo manejar. Me crece por dentro y hasta que no lo haga ni yo ni mis muertos descansaremos en paz.
—¿Y cómo piensa vengarse? ¿Va a matarle a ese hombre su mujer, sus hijos, quemar sus tierras, robar animales?
Él asintió y ella descubrió en sus ojos un brillo felino, sediento. No era el hombre pacífico y sencillo que le agradaba, era otro… otro que le infundía temor.
—Ah, veo que quiere convertirse en lo mismo que ese asesino.
Estaba desilusionada, no sólo de Salvador sino también de ella misma. En el fondo se odiaba por haberse entregado a un hombre lleno de rencores. Ella no podía abarcar ese sentimiento.
—Tal vez, no lo sé, pero es algo que debo hacer.
—No es algo que debe hacer, es algo que quiere hacer. Y lo peor es que cuando lo haga habrá matado a inocentes y el dolor de la pérdida no se borrará. Eso no le traerá paz a usted, ni a los suyos —Visitación se puso de pie. Ocultó la tristeza para mostrarse firme e inflexible.
—Visitación, una vez que eso termine voy a ser otro hombre, tal vez podamos construir algo juntos…
—No, una vez que eso termine yo lo veré como a un asesino y no como a un pobre hombre que busca justicia.
—¿Justicia? ¿Qué justicia hubo para La Parda?
—Ninguna, o tal vez sí. Dice que mató a los que la asesinaron. Hasta allí puedo entender, puedo perdonar. Pero lo otro, no. Si mata a los hijos de ese hombre y a su mujer, ante mis ojos será siempre un salvaje, un criminal, un demonio.
—No puedo cambiar el destino.
—¿El destino? —Visitación rio sarcástica—. Yo no pude cambiar mi destino al enviudar a los veinte años, yo no pude cambiar este destino de soledad. Lo suyo no es destino, es elección, ha elegido el camino de la sangre.
—Si le dijera que la amo a mi manera…
—El amor y el odio no pueden convivir en un mismo corazón. Y usted ya se decidió por el odio.
Visitación se levantó con la intención de marcharse. Él le cortó el paso y arrinconándola la tomó del cuello, acercó su boca a la de ella y le dijo con aflicción:
—Tal vez si la hubiera conocido mucho antes… Yo era un hombre con algo para ofrecer, hoy estoy yermo, vacío.
—Quien alimenta el rencor, antes o después es siempre el mismo. Yo no amo a este Salvador, amo al otro, al que se lanzó al río para salvar a una niña, al que cuida de su hijo, al que me volvió al mundo del deseo. A éste lo detesto —Visitación estaba a punto de llorar.
Salvador se sentía contrariado, no quería que ella se le escapara, pero tampoco estaba dispuesto a renunciar a su objetivo.
Visitación finalmente se repuso y le pidió con dureza:
—Le pido que me avise con tiempo cuando decida marcharse.
—Quería dejar solucionado lo de la cosecha y la yerba, y acompañar el arreo de unos animales…
—Lo hemos hecho por años sin usted y seguramente podré contratar a alguien en forma temporaria. Cuando decida irse, se va. Si no tiene cargo de conciencia de matar a niños y mujeres, imagino que tampoco lo tendrá para dejar su trabajo a medio hacer.
—Está equivocada, Visitación, si supiera el dolor…
—No trate de justificarse —estaba por marcharse, pero se volvió y le manifestó con crudeza—: Sólo quiero pedirle algo, cuando se vaya a hacer… eso, deje a Panchito conmigo, no lo condene a semejante horror.
Ella se fue, y él no tuvo el valor de detenerla.
Salvador advirtió la desazón en cada parte de su cuerpo… Pero la imagen de La Parda asesinada y la boca perversa de Ramallo Chico volvieron a calentarle la sangre.
El yaguareté que moraba en su alma emergía hambriento en busca de su presa.