CAPÍTULO 10

Amaneció un día radiante. El sol de septiembre era cálido. En la casa todos iban y venían de un lado a otro ultimando los detalles. Iba a ser una ceremonia sencilla. Sólo los Rojas, don Cosme, algunos familiares cercanos de Margarita y don Martín y nadie más. El padre José haría la ceremonia en el oratorio, de pura casualidad estaba de paso por el pueblo y era una oportunidad para no desaprovechar.

Luego comerían algún animal hecho a las brasas, y no mucho más que eso. No eran tiempos para despilfarrar, y además el avanzado embarazo de Margarita mostraba una barriga demasiado abultada para una novia.

Todos sabían de su preñez, pero nadie hablaba de eso abiertamente.

Lorenzo no había dormido en toda la noche. Se sentía desahuciado. No quería ese futuro para él y, sin embargo, éste se le imponía sin darle chances de cambiar nada.

Se puso de pie para arreglar su camisa, cuando alguien llamó a la puerta. Era Piedad.

—Hijo, ya es hora —Estaba bonita, hasta parecía más jovial.

—Vamos, entonces —No había razones para retrasar lo inminente.

—Antes quiero pedirte algo —Piedad estaba mortificada de ver a Lorenzo así—. Prometeme que vas a hacer todo lo posible por ser feliz… Hijo, la vida es una, no es posible vivir con esa amargura.

—Madre, no me hagas prometer lo imposible. Cumplo con mi deber y con eso basta. No me pidas más, por favor.

Piedad se conmovió. Ella, que siempre había dudado sobre el sentimiento entre Milagros y Lorenzo, en ese momento deseó que el embarazo y esa boda no existiesen para que ambos pudieran vivir su amor libremente.

* * *

—Margarita parece un vaca preñada —Regina secreteó a Tomás. Éste, con su habitual sentido del humor, le respondió:

—Una vaca siempre fue, y está preñada ahora. ¿Qué esperabas?

Los dos se rieron por lo bajo. La muchacha entró de la mano de su padre, quien la entregó a Lorenzo. Éste la recibió sin ninguna demostración de afecto. Los testigos eran Augusto y una tía de Margarita. No eran más de veinte personas en la capilla.

Tomás miraba de reojo a la hija de don Cosme; había llegado hacía unos días a visitar a su padre, y tenía ese encanto propio de las asunceñas. Era joven, no más de quince años. Tomás estaba hipnotizado con ella.

—Dejá de mirar que parecés tonto —le recriminó Regina.

—Es bonita, ¿no?

—Sí, pero colmada de coqueterías. Quitá los ojos de allí que don Cosme te los va a sacar a machetazos si seguís mirando.

Fue una ceremonia simple, breve. Sin emoción, sin lágrimas, sin amor. El desamor se percibía en el aire. La novia débil y apagada; el novio con cara de disgusto y enmudecido.

En la mesa, las cosas no mejoraron. Regina extrañaba a Arandú, los familiares de Margarita miraban todo con desaprobación; don Martín se sentía avergonzado de que todos supieran que su hija se casaba embarazada; Piedad no podía evitar la angustia que le causaba ver a su hijo tan triste; y Visitación, Soledad, Augusto y Tomás hacían lo imposible por mantener el buen ánimo.

Lo que ocurrió después fue tan repentino que nadie supo en realidad cuándo comenzó, ni tampoco en qué momento terminó.

Cinco jinetes irrumpieron al galope. Casi a los gritos vociferaron: “Traemos un regalito para el novio, en el día de la boda”. Se burlaban y portaban armas de fuego. Los tres hermanos se miraron, y supieron que la fiesta había llegado a su fin. Sacaron sus facones, mientras que Augusto ordenó a Regina:

—Buscá las escopetas en la casa —la muchacha salió corriendo, y antes de entrar quedó paralizada por el sonido de un disparo. Recuperó el coraje y partió como una flecha hasta el armario.

Piedad intentaba preguntar qué pasaba pero nadie respondía. Sus tres muchachos se dispusieron a enfrentar a los maleantes. Temió por ellos, pero Soledad se apresuró a sacarla de allí. La familia de Margarita también buscó refugio dentro de la casa.

Augusto percibió un calor punzante en el brazo en el preciso instante en que la bala lo alcanzó. No perdió tiempo y se colgó del caballo del atacante logrando derribar al jinete. Lorenzo hizo lo mismo con los otros dos, y Tomás agarró a un cuarto. Se les sumó don Cosme a quien no le faltaban años, pero tampoco valor.

Regina apareció con dos escopetas y dos pistolas. Antes de poder dárselas a sus hermanos, disparó con certeza dándole a uno de los facinerosos en la espalda. Era el que estaba atacando a Augusto. No había tiempo de entregarles las armas a los otros, aprovechó que ya había abatido a uno para sacar a Augusto de allí.

Mientras ingresaba le pidió a Margarita que saliera un instante para alcanzarles las escopetas a los hombres. Ésta obedeció, pero cuando intentó acercarse a Lorenzo sintió como si un fuego le traspasara las entrañas. Fueron unos segundos de desconcierto, no entendía muy bien lo que ocurría hasta que bajó la vista y descubrió su vientre ensangrentado. La vida que latía en su ser se frenó. Ella se dejó caer al piso, tomándose la panza con cariño maternal. Lorenzo llegó a su lado y su rostro fue lo último que vieron sus ojos.

—Vamos que las cosas se complicaron —gritó uno de los maleantes al ver a la chica ya muerta. Los otros aprovecharon el desbarajuste de la tragedia para emprender la huida.

Lorenzo, sintiendo que la vida de Margarita y de su hijo se detenían entre sus brazos, se quedó pasmado unos segundos para luego incorporarse con la bravura de un animal. No se detuvo en llorar a sus muertos, sino que tomó la pistola, se colgó la escopeta y salió en busca de un caballo.

—Muchacho, no los sigas, ya hay desgracias suficientes —le sugirió don Cosme, pero Lorenzo ni siquiera lo escuchó.

—Quédese tranquilo, don Cosme, yo lo acompaño; usted cuide a los míos, por favor —le pidió Tomás.

El viejo los vio partir como almas que lleva el diablo.

* * *

El odio suele ser más veloz que el miedo. Por eso fue que Lorenzo y Tomás agarraron a los atacantes a pocas leguas. Lorenzo estaba desbocado, enfurecido, no medía la violencia ni la fuerza. Degolló al primero, le achuró las tripas al segundo, y al tercero lo intimó para que dijera quién los había mandado.

—Antes muerto —respondió el bandolero.

—Muerto entonces vas a quedar —le respondió Lorenzo, y le atravesó el corazón sin piedad.

Tomás, que había logrado atrapar al último que faltaba, con amenazas y golpes logró sacarle algo de la verdad.

—El comandante fue quien nos mandó —confesó, antes de desprenderse de los brazos de Tomás y huir hacia una zona boscosa. Lorenzo intentó dispararle, pero su hermano lo frenó.

—¡¿Por qué lo dejaste ir?! —le recriminó Lorenzo, lleno de sangre ajena en las ropas y en la piel.

—No lo dejé ir, se me escapó. Además, ya dijo lo que necesitábamos saber. Estos tipos fueron enviados por Onofre.

—Al menos hubiéramos tenido un testigo.

—Éste no nos iba a servir como testigo, Onofre iba a desmentirlo y seguramente terminaría declarando otra cosa. Estos muertos nos van a salir caro.

—Ese hijo de puta de Onofre… Lo tendríamos que haber matado.

—Dejemos de sumar muertos, y vamos a la casa para ver cómo están los otros —cuando emprendieron el regreso, Tomás sentenció—: Van a volver por nosotros.

* * *

El llanto, el desparramo de cosas rotas, dos muertos, un herido… Era como si una pequeña batalla se hubiera desatado en la propiedad.

Lo peor fue el recibimiento de don Martín:

—Por tu culpa mi hija está muerta. Por tu culpa ha vivido estos meses tirada en un catre, mal con el cuerpo y con el alma. Aña memby te le metiste en la carne para arruinarle la vida. Nunca la quisiste, ni a ella, ni al gurisitoque esperaban. Ahora está muerta y deshonrada. No es por ella por quien vinieron, sino por vos —mientras decía aquello a los gritos, como un loco, golpeaba con insistencia el pecho de Lorenzo. Éste no reaccionaba, permanecía en una actitud estoica, como sintiéndose merecedor de todos esos insultos y más.

Piedad y Soledad salieron con los ojos llorosos.

—Hijo, ¿qué hiciste?

—Lo que debía hacerse, madre. ¿Dónde está Margarita? —Lorenzo parecía enajenado.

—La llevaron al cuarto, dos mujeres de su familia la están limpiando…

—No —dijo don Martín con resolución—. A mi hija me la llevo de esta casa, vamos a velarla entre nosotros, entre quienes la quisimos bien.

—Don Martín, Lorenzo es su esposo —intentó replicar Piedad.

—Un esposo que me la entrega muerta en el día de su boda.

—No es su culpa —le recriminó Piedad.

—Sí lo es —respondió Martín, quien entró en la casa indignado y quebrado a la vez.

—No le hagas caso, está dolido —dijo Piedad a Lorenzo.

—Tiene razón, madre. Soy la encarnación de añá (diablo), lastimo a todo lo que se me cruza por el camino —Lorenzo siguió a Martín, sucio y con la expresión de un animal herido.

Don Cosme se acercó a Piedad para tranquilizarla.

—Acompáñelo, nosotros nos encargamos. Tomás, ayúdeme con el finado este —El muchacho se puso a la orden del patrón—. Sólo un favor, permítame dejar a mi hija con ustedes. En unas horas mandaré por ella.

Visitación estaba conmocionada. En menos de dos horas la fiesta se había transformado en una tragedia.

La familia de Margarita se llevaba su cuerpo, y Lorenzo discutía con ellos. Quería despedirse, tocar el vientre donde había vivido aquel niño al que ni siquiera había logrado aceptar.

—Saque sus manos de la muchacha. Ya bastante la ha manoseado. Cuando estaba viva, nada pudimos hacer porque con payé y mentiras la enamoró. Pero ahora, muerta, es nuestra. Aléjese.

Lorenzo los vio partir entre sollozos y gritos lastimeros.

Hasta hacía pocos días había fantaseado con que Margarita desapareciera de su vida, y ahora que la veía irse para siempre, se sentía un miserable.

Piedad intentó calmarlo, pero él se quitó de encima sus caricias. Subió hasta el cuarto de los mellizos y allí encontró a Regina inmersa en la curación de Augusto.

—¿Cómo está? —consultó en un murmullo.

—Perdió bastante sangre. Ya la frené, pero hay que esperar… Le di una infusión, lo va a ayudar a evitar infecciones y además lo va a dormir por unas cuantas horas.

—Voy a quedarme a cuidarlo, vos acompañá a las mujeres.

—Lo siento tanto…

—Shhh, no quiero llantos, ni consuelo, ni nada.

Lorenzo se quedó al lado de su hermano. Su cabeza se volvió un túnel oscuro.

* * *

Por la tarde, se recuperó algo del orden perdido. Don Cosme se había llevado al atacante para enterrarlo en las afueras y el predio lucía ordenado.

Tratando de reconfortarse ante semejante desastre, Visitación, Piedad, Soledad, Regina y María estaban compartiendo un mate.

—Perdón, niña, ¡qué recibimiento tuviste! —dijo Piedad dirigiéndose a María.

—No se preocupe, señora. Lamento no haber sido útil para nada. Mi madre nos ha criado así, poco aptas para las tareas domésticas. No sé hacer ni siquiera un té.

—Quedate tranquila, fuiste una buena compañía, silenciosa y solícita —le dijo Visitación.

En ese momento entró Tomás. Parecía un vagabundo, las ropas sucias y rotosas.

—¿Cómo está Augusto? —no perdió tiempo en saludar, se había ido de allí sin saber nada de su mellizo.

—Por ahora bien, hay que esperar —respondió Regina.

—Señorita María, su padre ha mandado un coche para buscarla —al decir aquello, miró a la joven y volvió a sorprenderse de su encanto.

—Gracias —la muchacha se apresuró a ponerse de pie—. Cualquier cosa, me avisan. Es una pena que nos hayamos conocido así, pero me gustaría visitarlas. Estoy muy sola allá…

—Cuando quieras, niña —A Piedad le caía bien la muchacha, pese a su estilo de mujercita rica.

—Yo la acompañaré hasta el coche y la seguiré. Su padre me lo ha pedido.

Ella agradeció inclinando su cabeza. Al principio no había reparado demasiado en ese joven, y si bien parecía un peón pobre y sin estudios, se sintió halagada con su protección. Cuando se fue, Regina aprovechó para decir algo que

la tenía inquieta:

—Hay que controlar a Lorenzo, se le va a ir hecho un loco a Onofre.

—¿Por qué? —Piedad no quería acertar con la respuesta, le daba pavor que fuera lo que pensaba que era.

—Porque fue él quien mandó atacarnos, siempre ha sido él. Y esto no va a quedar así.

—Dios santo, no quiero más desgracias —la mujer estaba asustada. Deseaba que ése fuera el final y no el comienzo.

El cielo se volvió de plomo, como preanunciando desgracias.