CAPÍTULO 6

Maldita vida la que le había tocado. Siempre con el alma dividida, a medio camino entre lo que debía y lo que deseaba ser. Había sido así desde el principio, desde el origen mismo de su gestación.

Creció bajo el cuidado de su padre, Toribio Baltazares, a quien había querido con adoración. Sin embargo, siempre sintió que tanto Toribio como su madre, Teresa, le ocultaban algo. Por años trató de desentrañar un secreto que ni siquiera sabía si realmente existía… Y, dolorosamente, existía. Ya de adulto supo que un tío de Teresa, un tal Carlos Azcuénaga, la había ultrajado de joven dejándola embarazada. Fue Toribio, su gran amor de la infancia y la juventud, quien se hizo cargo de los dos. Toribio jamás le escatimó cariño, pero cuando Salvador se enteró de aquello sintió que una mala semilla habitaba en su ser. Desde entonces le fue más fácil odiar, enojarse, apartarse, matar…

Le hubiese gustado llevar una vida elegante, similar a la de Anita, su hermana. Pero no, a él le tiraba el campo. Y allí, en la rusticidad de su tierra, se enamoró de una mujer que lo llevó por otros derroteros. La Parda no había sido la esposa que su madre esperaba para él: mulata, pobre y guerrera. El día en que se la presentó pudo leer la disconformidad en su mirada. Sin embargo, Toribio intervino; le dijo que se olvidara de los prejuicios, que ellos se amaban, y finalmente terminó aceptándola.

Cierta vez él le había preguntado qué tenía de malo La Parda, por qué le costaba quererla. Teresa respondió que la apreciaba a su forma, que la consideraba una buena mujer, pero que no era la adecuada para él. Desde entonces Salvador no volvió a preguntar, ni su madre a pronunciarse.

Con la llegada de los niños, Teresa y Eunice comenzaron a congeniar mejor.

Sin embargo, en poco tiempo el destino le había arrebatado lo construido: primero su padre, luego la partida de Teresa y Anita hacia Europa, la fatalidad de la viruela de Manolo, el asesinato de su mujer… Hasta había tenido que dejar atrás a ese nuevo amor que le llegó cuando creía que ya no vendría nada bueno.

¡Perra vida la que le había tocado!

* * *

Había tardado un tiempo en rondar las cercanías de los campos de Ramallo Chico. Iba haciendo algunos trabajos de uno o dos días como para hacerse de algo de dinero y comida. Era una especie de salvaje que dejaba atrás la tierra rojiza y cubierta de esteros y bañados para internarse en esas extensas llanuras, sin más protección que un apero viejo, un caballo fuerte y un espíritu decidido.

Más de una vez tuvo la tentación de volver atrás, de olvidarlo todo, de regresar a la tibieza de Visitación. Pero cuando le dolía la ausencia de La Parda e imaginaba sus padecimientos, la sangre volvía a bramar.

Durante ese tiempo, deambuló abrumado, como un alma en pena. Así llegó a las inmediaciones de la propiedad de Ramallo Chico. Esa cercanía, extrañamente, lo hacía sentir vivo una vez más.

Era media mañana y se recostó a la orilla de un arroyo a descansar. El último trecho lo había hecho de noche. Cerró los ojos, respiró profundo y tapó su cara con el sombrero para evitar los rayos del sol.

Sintió un murmullo, eran voces de niños. Lo supo porque automáticamente pensó en sus hijos. Decían algo que no terminaba de comprender, pero cuando los sintió avanzar, se sentó rápidamente. Una niña de unos diez años y un pequeño algo menor lo miraban curiosos. Cuando lo vieron reincorporarse lanzaron un grito. Estaban por escapar, cuando la voz de Salvador los detuvo.

—Tranquilos, no se asusten.

—Es que pensábamos que estaba muerto, señor —dijo la niña.

No era del todo bonita, pero sus ojos avispados le hicieron recordar a Panchito.

—Bueno, ya vieron que no. Ahora regresen por donde vinieron.

Los chicos seguían mirándolo atentos, hasta que un llamado los sobresaltó:

—Es mamá —dijo el más chiquito, y salieron disparados por el sendero.

* * *

En los días siguientes trató de mantenerse oculto, pero buscando la forma de acercarse a la gente de Ramallo Chico. Temía que lo reconocieran. Sin embargo, con esa barba y ese pelo crecido, casi no se le veía el rostro. Sus ojos, en cambio, podían ser un problema, cualquiera que los hubiera visto alguna vez seguramente los recordaría.

Pero la suerte estaba de su lado, pronto se cruzó con un baqueano que le dijo que andaban buscando gente para desmalezar y sembrar luego el maíz. Entonces se sumó a la partida.

Era una labor pesada, las manos se le destrozaban aunque en el fondo sentía la satisfacción de que muy pronto podría empezar a atacar a su víctima.

Trataba de no hablar con nadie ni generar vínculos de ningún tipo. Respondía a media voz y con monosílabos; se mantenía alejado de los problemas, de las rondas, de la bebida y de las escapadas que hacían los hombres a una pulpería pobre de los alrededores. Poco a poco logró su primer objetivo: volverse invisible.

A las pocas semanas se enfrentó a una situación que le causó cierto resquemor. Casi sin querer se cruzó con el Tinto, el mismo muchacho bobo que antes había trabajado en sus tierras. Bajó la cara y se escabulló hacia el plantío. El joven detuvo su mirada en él, pero no dijo nada.

Desde entonces Salvador tuvo la certeza de que el Tinto lo había reconocido. Tal vez debía matarlo para no correr ningún riesgo. Pero algo en su interior le indicó que no lo delataría. Decidió confiar en su instinto.

Días más tarde escuchó sobre un arreo. Era una buena oportunidad para empezar a perpetrar su plan.

La oscuridad de la noche era intimidante. Tres troperos dormían, mientras otro vigilaba. Con movimientos sigilosos y precisos, El Portugués atacó al que estaba despierto. Le cortó la yugular sin darle tiempo a nada, y esparció su sangre entre los animales. Todo fue lo suficientemente silencioso. Con el mismo cuchillo atacó a las vacas; éstas comenzaron a mugir, y las que no caían bajo su acción salían despavoridas a campo abierto. Los otros tres se despertaron y tardaron en comprender lo que estaba pasando. De pronto vieron una sombra escabulléndose entre los animales, intentaron seguirla pero se les escapó hasta perderse en la espesura.

Con un buen número de vacas muertas, y otras tantas extraviadas, los hombres descubrieron al compañero desangrado. En ese momento tuvieron verdadera noción de las pérdidas.

Sin miedo, sin culpas, Salvador se sumergió en un riachuelo oscuro. Estaba helado, pero su piel no percibía el frío exterior, se sentía como una fiera cebada.

Al otro día sintió el peso de su osadía en cada parte de su cuerpo. El cansancio, el frío y el sueño estaban socavándolo. 

Los rumores crecían entre la peonada.

—Don Ramallo anda como loco. Los troperos dicen que no fue un hombre, que fue un alma mala.

—Y ése tiene unas cuantas en su haber, así que enemigos del más allá no le han de faltar.

—Ni del más allá, ni del más acá. Entuavía resuenan cosas feas…

—¿Como cuáles?

—Lo último más grave fue lo del año pasado. Dicen que mandó a matar a una hembra y al crío por problemas con el marido. Ramallo asegura que no tuvo nada que ver con eso, pero… naides le cree.

—Que cada uno se chupe su naranja enton’.

Si se hablaba del tema, era porque Ramallo estaba dolido. Después de tanto tiempo, sintió satisfacción. Volvió al machete y a la tierra hasta que sus manos comenzaron a sangrar.

* * *

No habían pasado más de quince días de aquel suceso, cuando por la noche se armó tremenda correría. Parte de los algodonales, así como las plantaciones de yerba, maíz y tabaco, empezaron a arder en medio de la madrugada.

Aunque la peonada hizo de todo por frenar el fuego, poco y nada fue lo que pudo salvarse.

A la mañana siguiente, fueron convocados y el propio Ramallo apareció en el lugar. Estaba crispado. Salvador sintió que la piel se le erizaba al verlo de nuevo, durante todo ese tiempo le había costado recordar su cara.

Lo escuchó vociferar de manera autoritaria.

—Los encargados de cuidar estas plantaciones ya han sido castigados, y ustedes no van recibir ninguna paga porque hemos perdido demasiado.

La gente empezó a murmurar por lo bajo.

—Además, aquí hay un traidor. Este fuego fue intencional. El que traiga información será recompensado.

—Dicen que no es hombre real, don Ramallo, se rumorea que es ánima la que nos ronda —manifestó un viejo desdentado.

—Ojalá sea un ánima, en ese caso mi escarmiento no la alcanzará. Pero si es hombre, va a desear no haber nacido, ni menos aún haberse atrevido a perjudicarme de esta manera.

Los trabajadores quedaron callados, más conmovidos por sus propias pérdidas que por las del patrón.

Salvador tuvo la certeza de que, en medio de esa peonada, la mirada del Tinto se le clavaba en la espalda. Ahora su instinto le decía que sí lo delataría.

Cuando todos volvieron a sus tareas, decidió que por precaución debía alejarse un tiempo.

Buscó sus pocas cosas, su animal y se dispuso a dejar la estancia. En ese momento el Tinto le cortó el paso.

—¿Adónde va? —consultó con la parsimonia de quien sabe ya la respuesta.

—Si no hay paga ni trabajo, no hay mucho por hacer —Salvador estaba calmo. El Tinto no era un problema, el problema estaba en los otros dos que lo seguían por detrás.

—Hay que descubrir quién hizo eso… y yo algo intuyo —El muchacho era menos tonto de lo que le había hecho creer tiempo atrás.

Salvador supo que la pelea era inminente. Acarició su antigua daga, la que había heredado de su tía Francisca, y se puso en guardia.

El primero que le salió al cruce fue el Tinto. Salvador le ganaba en tamaño, en fuerza, en destreza, por eso fue que se sumó el otro. Ése era corpulento y parecía más peligroso. Dos contra uno se le hacía difícil, hasta que logró atravesar la piel del Tinto. Éste cayó al suelo y el otro se envalentonó. El tercero entró al ruedo y atinó a herir su brazo derecho.

Un dolor punzante lo atravesó. No quería entregarse, no ahora que estaba tan cerca. Pero no podía, retrocedía porque le costaba cada vez más atacar, sólo lograba defenderse a duras penas. De pronto unos ojos se dejaron ver por el monte. Era un lobo, grande, de esos poco habituales en la zona, de esos que inspiran aprensión. Los atacantes sintieron pavura ante su presencia. El animal se abalanzó al primero con fiereza. El otro intentó escapar, pero Salvador lo atrapó con lo último que le quedaba de fuerzas. Podría haber aprovechado el ataque del animal para huir, pero antes debía asegurarse de no dejar testigos. No estaba seguro de que saldría de allí con vida, pero tenía que protegerse, por las dudas.

Logró encerrar a su contrincante y sin darle tiempo a nada le clavó la daga en medio del pecho, atravesándole el corazón.

Recién cuando vio al otro agonizar con la piel desgarrada, se dejó caer transido de dolor.

El lobo vendría por él, la sangre que emanaba de su brazo lo atraería. Cerró los ojos, y sintió que se le acercaba. No tuvo miedo, tal vez era ya hora de morir, de volver a reunirse con Manolo, con La Parda, con su padre… Pensó en Panchito, y sintió paz. Estaba en buenas manos. Lo único que le dolía era no volver a ver a Visitación para decirle que la había querido de verdad; a su manera, pero de verdad.

El animal lo olfateó y luego empezó a lamer su herida. No estaba atacándolo, era más bien como si lo estuviese curando. Empezó a empujarlo, arrastrándolo hacia una especie de ciénaga que estaba escondida detrás del matorral. Cuando abrió los ojos comprendió que era una loba. Sólo una hembra podía proteger de esa manera.

Habitualmente esas bestias tienen los ojos como sin alma, pero éste no era el caso. Acarició su lomo y sintió una presencia extraña. Si no fuera tan escéptico, si realmente fuera de los hombres que creen en las cosas esotéricas, hubiera asegurado que ésa no era una loba más, era su Parda tomando un cuerpo animal para salvarle la vida.

Cuando la bestia desapareció volvió a conectarse con la nostalgia, con el vacío de la pérdida, pero no tuvo tiempo de seguir extrañando. Se levantó como pudo, buscó su caballo y se alejó de allí. Los de la estancia no tardarían en llegar, debía resguardarse.

El destino le había otorgado una nueva oportunidad, y él no la desaprovecharía.

Salió velozmente, y algo en su ser le dijo que el espíritu de la loba lo seguía.