CAPÍTULO 18
Les gustaba alejarse de la casa, ir a la laguna, y disfrutar de un descanso breve salpicado de confidencias. El agobio de la siesta no amedrentaba a Milagros y a Regina, quienes, tras la larga jornada laboral, se deleitaban entre los juncos, las totoras y el aroma que emanaba de ese entorno natural.
—Creo que me gusta Arandú —había disparado Regina sin preámbulos.
—Vaya novedad… ¿Cómo puede gustarte ese indio fiero? —lanzó Milagros, medio en broma y medio en serio.
—No es fiero —lo defendió la otra—. Tampoco es perfecto, ni mucho menos, pero al menos parece un hombre y no una muñequita de porcelana. Además es inteligente, fuerte, bueno, trabajador y más sensato que el cabeza hueca de Lorenzo.
—¿Por qué lo metés a Lorenzo en la charla? ¿Qué tiene que ver?
—En realidad nada, pero te lo digo por si creés que bastan unos ojitos celestes para conquistar a una mujer.
—Es decir que Arandú te conquistó.
—Un poco. Vos viste como soy yo: los hombres me asustan, pero con él es distinto. Te digo un secreto —Regina miró para todos lados, y luego dijo en voz baja—: hasta me han dado ganas de darle un beso, un beso de verdad, en la boca.
—Te conquistó nomás. Se lo tendrías que dar, bah, o esperar a que él te lo dé… Es lindo.
—¿Y cómo sabés? Digo, ¿ya te besaste con alguien? ¿Por qué no me lo dijiste?
Milagros comprendió que había hablado más de la cuenta, contarle eso a Regina era peligroso, siempre se le escapaban los secretos.
—Lorenzo me besó…
—¡No!
—Sí —Milagros se ruborizó.
—¿Te gustó?
—Mucho —era la primera vez que lo admitía frente a alguien—. No sólo me gustó, sino que tengo ganas de hacerlo de nuevo, y hasta sueño con eso.
—Ustedes deberían ser novios —En eso Regina también se parecía a Lorenzo. No era de meditar mucho las cosas, hacía y decía todo lo que pensaba sin detenerse a evaluar las consecuencias.
—Él ya tiene novia.
—Para lo que va a durar eso. Pobre Margarita, me la encontré los otros días y me dijo que Lorenzo la tiene abandonada. Ahora entiendo la causa.
—Puede que Margarita no sea el mayor de los problemas.
—¿Y cuál es entonces?
—Somos familia, vivimos bajo el mismo techo…
—Son primos y ni siquiera de sangre.
—Cómo se nota que son hermanos con Lorenzo, dicen las mismas bobadas.
—Yo entiendo que es raro, pero ¿qué van a hacer? ¿Casarse cada uno por su lado y luego verse la cara toda la vida, pensando lo felices que hubieran sido juntos?
—Tal vez se nos pase.
—Mmm, no creo. Lorenzo es terco y vos también.
—Ay, Regina, no queda bien querernos después de habernos criado como hermanos…
—Ay, sí, las orquídeas seguramente se van a escandalizar. Este sitio es un páramo de barro, agua, selva y carpinchos, ¿a quién puede importarle?
—A Piedad, a Visitación…
—Sí, puede ser que a Piedad no le caiga bien, y a Visitación no la conozco tanto como para saber qué puede pensar. Pero hay algo seguro, Piedad nos quiere y a la larga va a aceptar lo que nos haga felices. ¿Nunca te pusiste a pensar que la vida es corta, que nosotros trabajamos todo el tiempo y que nos divertimos poco? Yo creo que tenemos que buscar la manera de ser felices.
—Puede ser…
—Sería divertido, yo con Arandú y vos con Lorenzo. Esos dos haciendo de las suyas, y nosotras viviendo cerca, criando gurises, compartiendo risas y lágrimas… Me gusta.
—Vos sí que sos loca, Regina. ¿No te da miedo de lo que piense Piedad de Arandú?
—No, seguramente también se va a enojar, me va a sermonear, me va a decir que no es el mejor candidato para mí, pero después se le va a pasar, como siempre —al observar que Milagros no podía quitarse la preocupación de encima, la animó—: Vamos al agua a bañarnos un rato.
Milagros se puso de pie, pero en ese instante sintieron un ruido que las asustó. Pensaron que podía ser algún animal que se escabullía en la vegetación, y hasta temieron que se tratara de un yacaré. Se quedaron inmóviles, mudas. Pasó un rato, hasta que Milagros propuso:
—Volvamos a la casa, mejor.
Ambas emprendieron el regreso, atemorizadas.
Cuando abandonaron la ribera, el hombre que las acechaba se puso de pie y decidió ir a contarle a quien lo había enviado lo visto y oído.
* * *
—Así que ya las ha visto varias veces allí, a estas horas y solas en la laguna.
—Sí, comandante.
—¿Y qué hacen? ¿Se bañan?
—Hoy no, días atrás sí.
—¿Y cómo? ¿Con ropa o sin nada?
—No, ¿cómo cree, comandante? Casi siempre mojan sólo los pies, nomás.
—Ah —Onofre no podía evitar su mirada inyectada de lascivia al imaginarse la escena—. ¿Y de qué hablan?
—No alcancé a escuchar bien, pero cuchicheaban. Para mí que hablaban de amoríos.
Aquella revelación no le cayó bien, pero se hizo el desentendido y le hizo un ademán para que se marchara.
Había mandado al muchacho a espiarlas con el pretexto de que tal vez tuvieran alguna información de Cumandiyú y Tacuabé, pero en realidad lo que quería era buscar la manera de encontrarlas solas y vulnerables. Las utilizaría para amedrentar las rebeliones de su hermano.
Debía manejarse con cuidado, su puesto podía correr peligro si se sobrepasaba. Pero un susto no le vendría mal a nadie, él tenía excusas de sobra para responder ante el propio Ferré si fuera necesario.
De pronto, la claridad se apagó. Unos nubarrones oscuros fueron invadiendo cada rincón del cielo. Se escucharon truenos a lo lejos, y llegó la lluvia, colmada de quejidos.
* * *
—Son muchos animales. La gente de Ferré no nos agarró antes, pero dicen que andan haciendo controles en las cercanías de la Rinconada de San José. Vamos a tener problemas… —Augusto estaba convencido de que la situación era altamente riesgosa. A Onofre ellos no le caían bien, y era evidente que conocía las acciones de Lorenzo. Ahora esto de andar en acuerdos con los paraguayos podía ser el detonante de un problema mayor.
Tomás, Lorenzo y otros dos que los acompañaban parecían estar más confiados. Pero esa confianza se diluyó cuando poco antes de llegar a la trinchera costera, vía comercial clave para ingresar al Paraguay, vieron al propio Onofre y a su gente tratando de dominar aquella zanja rodeada de una muralla de 1200 metros de largo que resguardaba los animales que llegaban de las vaquerías de la zona y que, en algunos casos, salían al Brasil a través del Puerto Hormiguero.
—Dejen que hablo yo —expresó Lorenzo con autoridad. Tomás asintió, pero Augusto tuvo la certeza de que la habitual impulsividad de su hermano iba a jugarles en contra.
El comandante avanzó directamente hacia ellos. Lorenzo lo esperó con desparpajo.
—¿Adónde llevan tantos animales?
—Tengo que entregar una parte aquí y otra en el Puerto Hormiguero. No sé para dónde van —explicó Lorenzo.
—Esto le trae dos problemas, m’hijo. El primero es que parece que anda en arreglos con los paraguayos, y el otro es que el Puerto Hormiguero está al frente de Brasil y usted sabe que estamos en guerra con ellos…
—Falta el acuerdo final, nomás. La guerra ya se terminó con la batalla de Ituzaingó.
—Mírenlo al muchacho, hasta sabe de política…
—Ni tanto, comandante Onofre, yo sólo repito lo que se dice por ahí —Lorenzo intuyó que si se hacía el ignorante evitaría el hostigamiento del militar.
—Son muchos inconvenientes los suyos. Con sus ideas no me lo hacía aliado de Gaspar de Francia, supongo que debe saber que desde hace décadas quieren quedarse con este territorio y que nosotros estamos dispuestos a defenderlo.
—Yo no sé de esas cosas, simplemente tengo un trabajo por cumplir. En todo caso, a esto lo va a tener que hablar con don Cosme, nosotros sólo somos los troperos.
—Usted sabe más de lo que dice, pero no voy a seguir interpelándolo. Por el momento sólo le voy a incautar la mitad de lo que lleva; una vez que hable con don Cosme, veremos cómo sigue la cosa.
A Lorenzo le molestaba todo de Onofre. Su aspecto, sus maneras, su estilo imperativo. Él, un rebelde por naturaleza, no congeniaba en nada con ese hombre desagradable.
Se puso en alerta, y ya perdiendo todas las formas, se le acercó con ímpetu:
—Mire, usted no se va a llevar nada. Éste es mi trabajo y tengo que cuidarlo. Si quiere incautarle algo a don Cosme, va a la estancia y lo arregla con él. Yo soy el responsable por este ganado, así que lo defiendo como sea… y cuando digo como sea, es como sea —en ese momento rozó con sus dedos el facón.
A Onofre el gesto no le pasó inadvertido. Él tenía el poder de darle una buena paliza, y hasta de apresarlo si era necesario. Pero había un problema: era el protegido de don Cosme. Y ese viejo, más tarde o más temprano, haría buenas migas con Ferré. A fin de cuentas, el poder político siempre necesita del poder económico. Además, se decía que la tía de Lorenzo, la tal Visitación Rojas de Gutiérrez, tenía una buena relación con el gobernador de Corrientes.
Ambos se miraron con un desprecio que no se preocuparon en ocultar ni moderar. Onofre, finalmente, bajó la guardia.
—Bien, parece que no vamos a llegar a un acuerdo. Mis hombres contabilizarán los animales y luego iremos a hacer una visita a don Cosme. Ustedes sigan con su tarea —Lorenzo dio la media vuelta, pero Onofre le lanzó con una voz impregnada de resentimiento—: Pero no crea que las cosas van a quedar así, a mí nadie me desafía.
—¿Es amenaza? —Lorenzo tenía cada vez más ganas de iniciar una pelea, aunque sabía que desde el punto de vista legal estaba en desigualdad de condiciones.
—No. Pero usted sabe, hay cosas que pasan aunque uno no lo quiera.
Onofre se marchó, y Lorenzo quedó preocupado.
* * *
—Permiso, doña Piedad, paso a saludarla porque ya me estoy marchando —Arandú partía hacia La Cruz. Se rumoreaba que los guaraníes que vivían por la zona se disponían a abandonar la región.
—Algo me había adelantado Lorenzo días atrás. Incluso me dijo que por eso no haría el arreo con ellos.
—Sí, una pena, para mí representaba una buena paga. Pero debo ir a cumplir con mi familia.
—Es lo correcto. Buen viaje, Arandú, ya sabe que cuenta con nosotros —a Piedad no le caía mal el hombre, aunque lo prefería lejos de Regina. Tenía la sensación de que estaban intimando demasiado.
Él estaba presto a marcharse, pero era evidente que buscaba a las muchachas. Miraba de un lado al otro y, casi sin querer, Piedad lo encontró fisgoneando para el lado de la cocina.
—Si busca a Regina y a Milagros, usted sabe que después de almorzar suelen irse a la laguna. Seguramente las va a encontrar allá.
—Gracias, doña Piedad, voy a ir a despedirme.
—Que Dios lo acompañe.
Piedad lo vio partir y no pudo evitar sonreír. El mundo podía cambiar, las épocas podían cambiar, pero el corazón siempre solía comportarse de la misma manera indómita.
* * *
—Voy a meterme al agua —Regina se aseguraba de que no hubiera nadie cerca mientras se desabrochaba el vestido y se quedaba sólo con una enagua liviana.
—No me parece, puede haber alguien husmeando por estos lados.
—Nunca hemos visto a nadie, y además creo que van a ser los últimos calores fuertes. Con la llegada del otoño el agua se pondrá helada y a mí me encanta nadar. Es una de mis últimas oportunidades.
—Conmigo no cuentes —Milagros no terminaba de decir aquello que Regina ya estaba zambulléndose.
No pudo menos que reírse al verla chapotear y desaparecer bajo el agua. Tuvo la tentación de meter aunque sea los pies, pero decidió aprovechar y escabullirse campo adentro en busca de los tantos yuyos que usaban para hacer infusiones.
—Voy a ver si encuentro mburucuyá (pasionaria)… Ya vuelvo —gritó.
La otra, saliendo del agua, replicó:
—Pero no tardes demasiado, ya sabés que me da miedo quedarme sola.
—Voy a andar cerca.
Milagros se fue hacia un sendero oculto tras tupidos arbustos y Regina volvió a sumergirse.
Le fascinaba esa sensación de flotar, sin peso corporal, con los ojos cerrados, con los oídos saturados y ajenos a los sonidos externos. Era un estado primario que la reconfortaba. Sin embargo, algo la hizo salir abruptamente. Cuando se le escurrió el agua del rostro, vio una figura que avanzaba hacia ella salpicando con pasos torpes. Quedó paralizada, un poco por desconcierto y otro tanto por miedo. Creía haber visto alguna vez a ese hombre, pero no le era del todo familiar. Además, por su modo de observarla y acercarse supo que nada bueno se traía entre manos. Con rapidez empezó a nadar para alcanzar la orilla, procurando la mayor lejanía de su invasor. Él trató de alcanzarla, pero el agua lo volvía torpe. Cuando Regina tocó tierra, no se molestó en cubrirse ni mucho menos en buscar su calzado, simplemente pegó un grito llamando a Milagros y se dispuso a correr, pero la mano fuerte del hombre la agarró con tal violencia que la hizo caer. Cuando intentó levantarse, él la aprisionó contra la tierra y le levantó la cabeza de los pelos, en ese momento vio que un segundo hombre traía a Milagros zamarreándola violentamente.
—Digan a sus hermanitos que se cuiden, que éste es sólo un aviso. Y tengan mucho cuidado de andar ventilando lo que pasó aquí hoy. ¿Está claro? —al decir aquello, el hombre no pudo evitar la tentación de pasar su lengua por el rostro de porcelana de Regina. Incluso se atrevió a meter sus dedos mugrientos en el escote. Regina lanzó un chillido desesperado, y Milagros le rogó que se detuviera mientras el otro apretaba cada vez más sus manos enroscadas tras la espalda. De pronto, un alarido invadió la escena. El que tenía a Milagros la soltó torpemente y se preparó para enfrentar a ese indio robusto que, con un cuchillo en una mano y un lazo en la otra, se disponía a defender a las muchachas. El captor de Regina se levantó, pero aprisionó con su pie la cabeza de la joven dejándola con el rostro en el agua, ahogándola. Arandú era un guerrero nato, con su lazo castigó al que estaba sobre Regina. Luego tomó una piedra enorme y le dio un golpe seco que lo dejó tendido. Con el otro la pelea se extendió un poco más, hasta que le ensartó su cuchillo sin darle tiempo a nada. Para cuando el enfrentamiento terminó, Regina lloraba medio ahogada en los brazos de Milagros.
Antes de ayudarlas a ponerse de pie y regresar a la casa, se volvió y por las dudas apuñaló al que permanecía tirado, como para asegurarse de que quedara sin vida.
—Con los dos muertos, no habrá testigos —se excusó ante los ojos desorbitados de las muchachas. Recogieron la ropa y toda evidencia posible y se marcharon de allí, sin dejar rastros.
—¿Qué le vamos a decir a Piedad? —Regina balbuceaba, con la voz entrecortada, espasmódica de llanto y de terror.
—La verdad. Yo me encargo. Ustedes vayan a limpiarse y a tomar algo que las reconforte.
Al verlas llegar, Soledad se asustó. Más aún cuando las vio en compañía de Arandú. El indio se había despedido, ¿qué hacía de vuelta allí?
—¿Las picó una mbói? —consultó la morena.
—No, pero necesitan de su ayuda. Acompáñelas a la casa, yo necesito hablar con doña Piedad.
* * *
Ambos estaban silenciosos, con el rostro preocupado.
—¿Qué le hace presumir que fue gente de Onofre?
—Milagros dijo que uno de los atacantes le remarcó que advirtieran a sus hermanos. Es claro que el hombre tiene saña con Lorenzo.
—Estamos en peligro…
—No, creo que esto pondrá paños fríos.
—¿Dos muertos van a poner paños fríos? Está equivocado, Arandú.
—Pero ellos no pueden reclamarle. En primer lugar, porque no van a admitir el atropello hacia las mujeres, las dos están golpeadas y si esto llega a oídos de Ferré van a tener problemas. Aunque estén convencidos de que fueron atacados por alguien cercano a su familia, harán la vista gorda.
—Sí, pero ya hemos quedado vulnerables. Hasta que no regresen los muchachos, debemos andar con cuidado.
—Coincido en eso. Igual, si usted me lo permite, yo puedo retrasar mi viaje a La Cruz y quedarme unos días por los alrededores. No me perdonaría que algo les pasara, se lo debo a Lorenzo, como amigo.
—Si lo ven, las cosas van a ponerse peor.
—Nadie va a saber que estoy aquí, sé esconderme. Permítame protegerlas.
—Está bien, pero cuídese también.
Arandú se marchó. Le hubiese gustado saber cómo seguía Regina, pero no le pareció oportuno buscarla en ese momento. Ya habría tiempo de averiguar.
* * *
A los dos días llegó Onofre a hacer una visita a casa de Piedad. Ésta lo atendió con respeto pero con cierta rispidez.
—Adelante, ¿en qué puedo servirlo, comandante?
—Simplemente quería saber si habían visto algo extraño en estos días, o si tal vez alguien las había importunado.
—No, que yo sepa. ¿A qué viene esa pregunta?
—Hemos encontrado dos hombres muertos en la vera de la laguna, cerca de aquí.
—¿Y quiénes eran? —Piedad intentaba mostrarse calma y natural.
—Bueno, en realidad habían hecho algunos encargos para mí, pero no los conocía demasiado. Por el tipo de muerte, hubo violencia y hasta me da la sensación que algún indio tuvo que ver con eso.
—Indios sobran en estos lados…
—¿Sus hijos todavía no han regresado?
—No, siguen de viaje con el encargo de don Cosme.
Onofre se puso de pie, mirando de un lado al otro, como buscando en la casa alguna señal. Tras dar vuelta unos minutos, y sin poder hallar más justificativo para extender su visita, se despidió:
—Cualquier cosa, doña Piedad, me avisa. Sabe que cuenta con nuestra protección.
—Le agradezco, comandante.
Recién cuando lo vio alejarse descomprimió la respiración.
Buscó unas naranjas, las peló y empezó a quemar las cáscaras. Quería ahuyentar ese halo de maldad que Onofre había dejado impregnado por los rincones.