CAPÍTULO 8

Retornar a Corrientes había sido un error. Un verdadero acto de debilidad. Cuando su herida empezó a cicatrizar, supo que tenía que alejarse un tiempo de las tierras de Ramallo Chico. Pronto saltaría lo de la muerte del Tinto y de los otros dos. Si lo veían lastimado, no tardarían en relacionarlo con ese hecho. Además, terminarían por vincularlo también con lo de los animales y los campos.

Su idea inicial fue rumbear para el Cambá Cuá, pero promediando el viaje detuvo el caballo y le dio la orden de torcer el camino. No estaba lejos de Corrientes y el deseo de corroborar el bienestar de su hijo y de ver a Visitación una vez más lo llevaron hasta la ciudad.

Al llegar a la casa vio cómo ella y las niñas Rojas salían elegantemente vestidas. Las siguió. Espero con sigilo por esa mujer que parecía una deidad. Como si se tratara de una sombra, la rodeó con su deseo. Lo hizo en la oscuridad, procurando que no se reencontrara con sus ojos desquiciados, con esa barba desaliñada, con ese ser que no hallaba paz…

Luego visitó a Panchito y agradeció al cielo de que estuviera allí, tan bien cuidado, tan amado, tan protegido. Se escabulló al cuarto de Visitación, olfateó como un animal cada rincón y se dejó embriagar por ese aroma a flores y a dulzura. Tuvo el valor de dejarle esa nota; quería reafirmarle que, pese a su odio, a ese deseo de matar que imperaba en su sangre y en su ser, él pensaba en ella.

En ese instante tuvo el deseo de olvidarse de Ramallo Chico, de La Parda, de las muertes y quedarse allí, acurrucando en sus brazos al pequeño, esperando con ansias la llegada de esa mujer que aun en la sobriedad de su vestimenta era de una belleza descollante.

Pero no, ¡había hecho tanto ya! ¿Cómo iba a retroceder ahora? La Parda no se lo perdonaría, y para poder estar junto a sus vivos debía primero honrar la memoria de sus muertos.

Retomó el camino, odiándose por sentir de esa manera. Mientras más cerca estaba de ella, más lejos se sentía de La Parda y de sus objetivos. Pero a medida que Visitación quedaba atrás, sus planes regresaban, y de nuevo la venganza usurpaba su espíritu.

* * *

Estaba de regreso. Ahora el objetivo era la casa de Ramallo Chico, su círculo más íntimo, más cercano. La pulpería era un buen lugar para conocer novedades y detalles. Habían pasado unos veinte días desde que él se había marchado, pero el tema estaba aún latente entre la peonada.

—Así que el Ramallo Chico anda hecho una furia, parece que si ha quedao con poco y nada —el viejo saboreaba la caña más de vicio que de gusto.

Y bué… tenía de más el hombre. Tanto robarle a los pobres, alguna vez le iba a tocar —su interlocutor era más joven, pero con el rostro y la mirada tan desgastados como el otro.

—Pero vos trabajabas para él, así que más te conviene que le vuelva la racha.

—Yo trabajo en donde sea. Ahora mismo me voy para el Puerto Hormiguero, para el lado del Brasil.

—Es más lejos que la casa del diablo, eso.

—Sí, pero dicen que hay trabajo. ¿Y usté, compadre? ¿Qué va a hacer?

—No, yo me quedo, nomá. Sabe que le tengo lealtad a doña Azucena. Yo no sé cómo Ramallo Chico ha conseguido mujer tan linda y buena; lo que es la suerte de algunos…

En eso, el más joven se acercó al viejo y le preguntó a media voz:

—Oiga, ¿es verdad que la pobre está cansada de los maltratos de Ramallo?

—Ése es medio loco, qué quiere que le diga. Yo la veo lloriqueando a la pobrecita, una y otra vez, con los dos niños pegados a la falda… Ahora me ha pedido que la lleve por un tiempo a otra casita que tienen en las afueras.

—Y de paso… cañazo —respondió el muchacho con broma—, porque la Robustiana sigurito se va con ellos.

Y bué… uno será viejo pero todavía tira.

Ésas eran las cosas que le hacían sentir a Salvador que estaba en lo correcto. Ese viejo era cercano a la mujer de Ramallo, y encima la iba a acompañar con sus hijos fuera de la estancia. Era su gran oportunidad.

Se acercó a los dos imitando el acento misionero y correntino a fin de parecer un forastero.

—Buenas, chamigo, ando buscando una changa. Nada muy pesao.

Es flojo el hombre, parece.

—No es eso, tengo el brazo golpeado por el ataque de una bestia.

—Mire, don Ciriaco, es justo lo que necesita. Como yo me voy, bien puede éste acompañarlo a llevar a doña Azucena.

—A éste ni lo conozco, y Ramallo anda tan asustao que no quiere desconocidos cerca. Además, no quiero llevarle problemas a doña Azucena —y mirándolo con desconfianza, agregó—: No lo tome a mal, pero yo no tengo nada para recomendar.

—No se preocupe. Andaré por estos lados si me precisa —Al ver que los dos estaban medios borrachos, aprovechó para saber más—: ¿Y adónde se trasladan?

—Acá cerca, pegadito al Arapey. Parece ser que ahí había una casita de otra gente. Tuvieron una desgracia, se fueron, y don Ramallo es ahora el dueño del lugar.

El más joven se acercó en tono de confidencia:

—El Ramallo dice que les compró las tierras, pero todos saben que se las quedó, como ha hecho con tantos otros.

Los hombres lo invitaron con un vaso de caña, y mientras la bebida le entraba en el cuerpo, Salvador sentía que la carne le tronaba. Esas tierras eran sus tierras, esos otros eran él y su familia. Y ahora, allí mismo, un nuevo rancho albergaría a la mujer y a los hijos de Ramallo.

Parecía una broma cruel. El círculo se cerraría en el mismo lugar donde había comenzado.

* * *

El tal Ciriaco nunca vino a buscarlo, pero él fue rondando el lugar hasta que vio la carreta desvencijada salir rumbo al Arapey.

Una mujer gordita y de tez negra acompañaba a Azucena y a dos niños; sus caras le eran familiares pero no sabía de dónde.

Llevando las riendas, de postillón, iba una negrita adolescente con ojitos asustados. Al lado, Ciriaco en un caballo tan anciano como él, y del otro lado un muchacho que cada vez que podía miraba de reojo a la morenita.

Era una caravana pequeña, con unos cuantos objetos. Él los seguía de lejos, evitando ser descubierto.

Paraba cuando paraban, descansaba cuando descansaban.

Al caer la tarde su corazón pareció detenerse, se quedó sin respiración. Fue como morir un instante. Estaba en sus campos.

Esa noche, se recostó bajo un árbol viejo. Allí había amado algunas veces a Eunice; sintió pena por ella, sintió pena por él, y después de mucho tiempo volvió a llorar sin consuelo.

* * *

—¿Quién es usted, y qué hace aquí? —la voz de la mujer lo sobresaltó. Se había dormido profundamente como hacía tiempo no le pasaba. Trató de recordar dónde estaba, qué hacía en ese sitio, quién era esa mujer… Todo se acomodó rápidamente en su cabeza: estaba en sus tierras, completando su plan y ella era una de sus víctimas: Azucena.

—Perdón, señora, estoy de paso. No sabía que era una propiedad privada.

—No lo es, ni siquiera es una propiedad —dijo la otra bajando su escopeta. Era joven, no tendría más de veinticinco años—. Bueno, recoja sus cosas y se va —hizo el ademán de dar media vuelta, pero automáticamente se detuvo—: ¿Está buscando trabajo? Necesito alguien que me ayude a arreglar el techo de la casa… bah, la casa, ese rancho de medio pelo que hizo mi marido y al que le falta de todo.

—Claro que sí, soy hábil con esas cosas.

—Casi no tengo dinero, pero si con la comida y un sitio donde tirarse le sirve…

—Me sirve —respondió Salvador.

El tal Ciriaco lo reconoció.

—¿Qué hace acá?

—Le dije que andaba buscando trabajo.

—¡Qué coincidencia! —Al viejo las coincidencias no le gustaban, y menos aún ese hombre lleno de pelos en la cara y con esos ojos bravos.

Creyó quebrarse más de una vez, vio las margaritas crecidas, una casita pequeña en el mismo sitio donde alguna vez estuvo la suya… Pero la congoja más intensa llegó después, cuando descubrió a una niña y a un niño jugando, corriendo, riendo. Lo estremeció el espanto. Una cosa era planificar matarlos así, sin rostros, sin nombres, sin risas. Y otra muy distinta era tenerlos frente a frente.

Su alma empezó a transitar por el infierno. Estaba sumido en la oscuridad, en la indecisión, en la locura. Pasaban los días y la cercanía con esa familia lo llevaba a retrasar sus objetivos, a llorar a la hora de la caída del rocío, a enfrentarse con Dios y con el diablo.

Hacía ya cinco días que estaba en el lugar, tendría que tomar la decisión de una buena vez.

Estaba tratando de encontrar una respuesta, cuando la niña, a la que todos llamaban Carlota, lo sorprendió:

—Usted es el muerto.

—¿Qué muerto? —La frase lo sobresaltó, porque más de una vez se había sentido así: un muerto.

—El muerto del río. O mejor dicho, el que con mi hermano creíamos muerto. ¿No se acuerda?

Sí, ahora lo recordaba.

—¿De verdad pensaron que estaba muerto?

—Mi hermano no, pero yo sí. Como puedo verlos… —Carlota estaba tan calma al decir aquello, que Salvador no terminaba de entender a qué se refería.

—¿A quién podés ver? ¿A los muertos? —Salvador consultó incrédulo.

—No siempre, y además trato de no contárselo a nadie. Una vez le dije a mi madre y ella su asustó, y cuando le dije a mi padre, me pegó. Dice que soy una mentirosa.

—¿No te asustás? —En eso, la niña se parecía a su Panchito.

—A veces, pero no hacen nada y ya me acostumbré. Lo que me preocupa es que siempre que se me aparecen, pasa algo.

—Ah, sos una gurisa valiente.

—Sí, a lo único que le tengo miedo es a mi padre.

Se enterneció al oír aquello. En ese instante supo, en lo más profundo de su ser, que no podría hacer nada en contra de Carlota. Se odió por esa debilidad. Tanto andar, tanto perder, tanto arriesgarse para que una niña tonta y medio loca derribara todos sus planes. No, tenía que quitarse de encima la sensibilidad, conectarse con La Parda, con su crimen, con su agonía…

Se esforzaba para combatir esa piedad estúpida que le cubría al alma, hasta que tuvo la percepción de que Carlota —quien seguía frente a él— miraba con dulzura por encima de su hombro.

Se dio vuelta, pero no había nadie allí. La situación lo tensionó.

—No tenga miedo, era sólo un niño… y muy parecido a usted —la pequeña salió corriendo, y Salvador empezó a mirar de un lado a otro.

¿Y si era verdad que hablaba con los muertos? ¿Sería su Manolo? ¿Todavía deambularía por esos campos amados? Desechó la idea, él no era de creer en esas cosas.

* * *

Tanto tiempo deseándolo, y nunca ocurrió. Ahora, que prefería no pensar en nada, ella se aparecía en sus sueños. Estaba bonita y se le escapaba entre los árboles y los arbustos. No lograba alcanzarla… Se despertó justo en el momento en que La Parda se paraba frente a las margaritas, esas que volvían a renacer en la entrada de la antigua casa.

Se despertó conmovido. Sintió el sueño como una señal. Tomó esa pequeña bolsita de cuero que llevaba escondida como un tesoro entre sus alforjas y empezó a esparcir entre las flores las pocas cenizas que quedaban de su Parda amada.

El sol ni siquiera asomaba aún, pero él necesitaba concretar ese rito con urgencia.

Aquel nefasto día en el que tuvo que calcinar su cuerpo putrefacto, le había prometido que al menos parte de sus restos volverían al Arapey. No podía quitarse de la mente ese aroma, ese efecto devastador de verla arder. Llevaba ese recuerdo sellado en su alma e impregnado en sus fosas nasales. Era algo que guardaba para sí, al igual que la bolsita con cenizas. Finalmente estaba allí, tratando de cumplir con su palabra.

Se sintió vulnerable, las lágrimas le brotaron como si un nudo añejo de pesares fuera desarmándose lentamente.

Los sollozos despertaron a Azucena, quien se levantó y salió a ver qué ocurría.

Lo encontró quebrado entre las margaritas. Un impulso la llevó a su lado. Él sabía que la mujer lo observaba, pero no podía frenar su llanto; no quería ni tenía nada que explicarle.

Cuando lo vio más calmo, Azucena, también conmovida, le confió:

—En cuanto lo vi, supe que era usted. 

Él se sobresaltó, ¿de qué hablaba? 

Ella prosiguió:

—Hace tiempo que pienso en los que vivieron aquí. No los conocí, pero su tragedia estuvo en boca de todos. Se lo pregunté a mi marido en varias oportunidades, pero la última vez me dio tal golpiza por averiguar lo indebido que no volví a referirme al tema. Cuando perdió los animales, pensé que podría ser el marido de la difunta, pero cuando ocurrió lo de los campos tuve la certeza de que así era. ¿Y sabe qué? Me alegré, me alegré de que alguien lo golpeara donde más le dolía.

Los dos se miraban con los ojos enrojecidos.

Ella pudo leer sus deseos, sus odios, sus culpas, fue por eso que rogó:

—No dañe a mis hijos, por favor —cayó de rodillas implorando—. Ellos son buenos, no tienen la crueldad de Ramallo.

Él comprendió lo que refería. Él era el hijo de un mal hombre, y seguramente Teresa, su madre, habría dicho lo mismo.

Intentó ayudarla para que se pusiera de pie, pero la mujer siguió rogando:

—No les haga daño. Cóbrese con mi vida la de su mujer, pero a ellos no los toque. Si me mata, lo único que le pido es que los lleve con mi familia, no quiero que vivan con él. Es malo, Ramallo es un ser malo.

¿Qué locura había pensado en todo ese tiempo? ¿Cómo creyó que asesinar a una mujer y a unos niños podía ser un plan factible? ¿En qué lo había convertido el dolor para elucubrar algo así?

—Vamos, Azucena, levántese. No voy a hacerles nada —la tomó de los brazos para ayudarla a erguirse.

—Es un buen hombre; sus ojos dan miedo, pero yo sé que es un buen hombre. Prometo que algún día le devolveré esta tierra.

—No es la tierra lo que me importa, lo único que me interesa está esparcido sobre esas margaritas.

—No, lo que interesa está en su corazón.

—Quiero que sepa que si vine hasta aquí fue con el deseo de terminar con su vida y la de sus hijos —Salvador se avergonzó al escucharse decir eso.

—Lo sé.

—¿Por qué me dejó quedarme cerca, entonces?

—Porque confié. Además porque mi hija… —Azucena no sabía cómo le caería aquello a un hombre como Salvador—. Ella me dijo que el niño muerto le habló durante el camino, le dijo que se encontraría con un extraño y que no temiera. A mí me asustan esas cosas, pero a Carlotita no; ella es así, rara.

Salvador ya no tuvo dudas, era su Manolo. El que era alegre como La Parda, el que había jineteado a su lado, el que había sido la luz de sus ojos. Su hijo amado había estado allí, confiando en su lado bueno.

No podía dominar las lágrimas, estaba emocionado, era como si no estuviera en el mundo real, era como si de pronto habitara en otro sitio etéreo, angelical.

—Es hora de irme —expresó con la voz ronca de tanto dolor desatado.

Ella asintió, pero al mirar el horizonte el rostro se le puso pálido.

La infamia avanzaba raudamente hacia ellos.

—¿Qué es esto? ¿Para eso dejás la casa, puta de mierda? Para encontrarte a escondidas con este malnacido —Ramallo Chico bajó de su potro hecho una furia.

—Nada de esto es lo que parece —atinó a decir Salvador—. Pero me alegra tenerlo frente a frente. ¿No me recuerda? —El dolor de minutos antes se había transformado en una mueca mordaz.

El hombre que se disponía a sacar su facón, se detuvo. ¿Quién era? Sus ojos… Allí estaba el acertijo.

—Salvador Baltazares, el dueño de estas tierras, el marido de la mujer a la que cobardemente mataron.

El tipo rio con una mueca cruel, y agregó con intención:

—Y que antes de matar se la gozaron también. Eso le pasó por meterse en lo que no se debe.

Fue como si un viento helado le recorriera la espalda. Volvieron el odio, la ira. La ternura de momentos atrás retrocedía, y la fiera adormecida se apoderaba nuevamente de él.

Comenzó la lucha entre ambos, con avances y retrocesos de cada parte. La satisfacción del mal, la dignidad de la certeza. La destreza del demonio, la entereza del amor.

Ramallo Chico de chico no tenía nada. Era grandote y fuerte, por lo que logró imponerse ante el brazo lastimado de Salvador. Éste trastabilló y fue a parar con su caída entre las margaritas. En ese instante pensó que sería una buena muerte, allí, en su lugar, entre las cenizas de La Parda. Pero no era el momento. La hoja de su daga, la que su tía Francisca le había regalado diciendo que “siempre lo ayudaría a dirimir lo justo de lo injusto”, clamaba por cumplir su misión.

No supo de dónde sacó semejante vigor. Se abalanzó sobre Ramallo y logró alcanzar el arma que estaba a unos pocos metros. Cuando éste se le vino encima, la ensartó en sus entrañas. En ese mismo instante, un disparo lo atravesó.

Ramallo Chico cayó al piso, sangrando por el estómago a causa de la daga, sangrando por la espalda a causa del tiro… Fueron unos segundos hasta que comprendió lo ocurrido, pero ya no pudo hacer nada. Fue muriendo lentamente hasta que su rostro adoptó el rictus de la muerte.

Detrás, Azucena emergía con la escopeta humeante en sus manos. Estaba junto a sus dos hijos que permanecían silenciosos, sin demostrar ni el más mínimo gesto de dolor.

Pronto arribaron Robustiana, Ciriaco y los otros dos negros.

—¿Está bien, doñita? —consultó el viejo.

—Ahora sí, ahora sí —las manos le temblaban—. Ayúdenme a deshacernos del cuerpo, ya encontraremos qué decir.

Los empleados se pusieron en movimiento, y la mujer dijo a sus hijos:

—Ya no tendrán más miedo. Despidan a su padre, háganle la señal de la cruz. Malo o bueno es quien los concibió.

Salvador miraba extrañado ese rito. Azucena le había parecido débil, y sin embargo había disparado certeramente.

—Siento haberle quitado el placer de matarlo usted solo, pero yo también tenía mis deudas para cobrarme —luego agregó—: Váyase, esto ha concluido. Cuando quiera volver, búsqueme en la estancia y le devolveré sus tierras. Que no sea pronto, no quiero levantar sospechas.

Salvador no dijo nada. Empezó a juntar sus cosas con la intención de emprender la partida. Quiso decirle algo a Azucena, pero ya no estaba allí. La única que quedaba era Carlota mirándolo con insistencia.

Sus pupilas eran intrigantes, y finalmente se atrevió a preguntarle.

—El niño que viste, ¿te dijo algo más?

La pequeña, aún conmocionada por los hechos, asintió con la cabeza.

—¿Qué te dijo? —quiso saber él.

—Que él sabe que usted lo ama, pero que su hermanito es quien lo necesita ahora.

Salvador se cubrió el rostro con las manos y se quedó así un rato, con su dolor emanando a borbotones por dentro.

Cuando sintió que su garganta ya no estaba anudada, miró al horizonte, recorrió con la intensidad de sus ojos esos campos y volvió a detenerse con devoción en las margaritas. Casi sin querer se despidió de todo aquello que había pertenecido a su vieja vida.

Subió al caballo, y empezó a transitar lentamente tierra adentro.

Esa noche, cuando traspasó la frontera de la Banda Oriental, creyó divisar en el horizonte una loba. Aullaba a la luna, y él supo que era La Parda despidiéndose definitivamente de él.

En su interior escuchó una voz que repetía: “Todavía tenés mucho”.

Apuró el galope. No necesitaba dormir, todo su ser había estado adormecido durante ese tiempo.

Era la hora de despertar.