CAPÍTULO 21

Milagros no descansó bien, el cuerpo le pesaba. En la casa el movimiento era incesante. Por la mañana se dedicaron a ultimar todos los detalles de la comida, a preparar la vajilla, a acondicionar la sala… Tomás, Augusto y Salvador no tenían nada que hacer en esa vorágine femenina, así que optaron por tomar distancia del hogar con algún pretexto. Hasta Panchito se fue con ellos, se sentía cada vez más cerca de su padre y le gustaba compartir la mayor parte del tiempo con él y con esos hombres que había conocido.

Doña Beatriz y Visitación estaban terminando de decorar unas confituras, silenciosas y concentradas, hasta que la mayor se atrevió a preguntar algo que le intrigaba.

—¿Entre vos y el señor Azcuénaga hay una relación más… profunda?

Visitación no quería mentir, pero le incomodaba hablar del tema con su suegra; de hecho, era la única a quien no le había confesado la verdad. Ya lo había hablado con su hermana, sus sobrinas y con su hija, y en cuanto le permitieran ver a Lucio, también se lo contaría. Pero confesarlo a la madre de Gustavo era raro.

Sin embargo, tomó coraje y afirmó:

—Sí, nos queremos y cuando pase todo esto de Milagros es probable que nos casemos —sintió que el cuerpo entero se le brotaba de vergüenza. Rápidamente aclaró—: Y su apellido no es Azcuénaga, sino Baltazares. Ésa es una larga historia que ya le contaré.

Las dos volvieron a sus menesteres. Pasado un rato, Beatriz le dijo:

—Me alegra, es un buen hombre. Merecés reconstruir tu vida, Visitación.

—No voy a olvidar a Gustavo nunca —Tuvo ganas de llorar al nombrarlo.

Beatriz se acercó hasta ella y la tomó de los hombros con cariño maternal.

—No te justifiques. Fuiste una gran esposa, una gran madre, una gran nuera. Puede que me duela un poco, no voy a mentirte. Pero soy una vieja y estoy segura de que ese hombre será un buen compañero. No necesitás mi bendición porque sos una mujer adulta y libre, pero quiero que sepas que la tenés.

—Gracias, Beatriz, gracias —la abrazó con cariño—. Sí necesitaba su bendición, usted es como una madre para mí —no pudo contenerse más y se largó a llorar.

Las lágrimas le sabían a alegría, pero también a nostalgia.

* * *

Se miró en el espejo y le costó reconocerse. El cabello recogido y adornado con azahares, y en sus orejas unos diminutos aros con turquesas. Pensó que en ese cuello quedaría bien el corazoncito de madera que no había vuelto a sacar a la luz. Pero expulsó esa idea… Se concentró en su vestido aguamarina, le sentaba a la perfección.

Volvió a mirarse en el espejo y se preguntó cuánto había realmente de ella en esa imagen. Se sentía entusiasmada, era una fiesta en su honor. Y Milagros, que siempre había aceptado quedarse en un costado, mirar de lejos, pasar desapercibida, ahora disfrutaba del protagonismo. Regina entró en ese instante con un frasquito de perfume. También estaba hermosa. El verde esmeralda la favorecía y su rusticidad quedaba escondida entre tantos volados y adornos.

—Unas gotitas y ya estamos. Han llegado los invitados, los Campbell… En fin, sólo faltamos nosotras. Es hora de bajar —alentó—. ¿Estás lista?

—Sí, vamos —respiró hondo y al espirar tuvo miedo de que con el aire se le escapara también la dicha.

* * *

Peter quedó impactado al verla. Milagros era una mujer hermosa, de estilo aindiado. Su boca carnosa, su nariz fina y sus ojos alargados en color verde selva combinaban a la perfección con su piel terrosa.

La recibió y todos aplaudieron y ovacionaron a los novios. El clima era extraño, había un exceso de felicidad, como si todos sintieran la necesidad de estar más contentos de lo normal. Entre los Rojas y Costa era inevitable pensar en Lorenzo. El pobre estaría destrozado. “Debe andar por ahí borracho como un loco”, meditaba Piedad con dolor de madre.

Por esos días tenía el corazón partido en dos: sufría por su hijo, e intentaba acompañar con entusiasmo a Milagros, quien de alguna manera era también como una hija.

Soledad, en cambio, había sido más inflexible. Cuando Piedad le solicitó que dejara de lado las tareas de la casa para sumarse a la fiesta como una integrante más de la familia, la morena replicó:

—No, nada de eso. Lucía no hubiera aceptado esta boda, yo sé muy bien que ella y Andrés querían a Lorenzo para la Mili. Estaré vieja pero los recuerdos no se me quitan. Fue él quien las acompañó a las dos hasta la selva cuando el Comandante se marchó a morir.

—Hablás como si al novio lo hubiera elegido yo.

—No, pero vos y tu hermana bien que la alentaron con el irlandés. En el fondo no te gustaba la idea de que ella y Lorenzo estuvieran juntos, le dabas vueltas al cuento ese de que fueron criados como hermanos.

—No es así.

—A mí no me engañás… Yo sé cómo fueron y son las cosas. Te agradezco la invitación, pero no quiero ser cómplice de este compromiso al que le falta lo fundamental: el amor. Los ojos deben derretirse cuando se mira al hombre que se ama, y eso a Mili no le pasa con el irlandés.

La discusión culminó ahí, pero Piedad no pudo evitar sentir algo de culpa.

El novio dijo unas palabras, puso el anillo en el dedo de Milagros y pasado ese momento todo comenzó a distenderse para dar inicio al baile.

* * *

Salvador estaba subyugado por Visitación. Se la veía tan preciosa. Él también se había puesto elegante, y cada tanto la anfitriona lo miraba de reojo tratando de que el deseo no se hiciera tan evidente. Lejos estaba el peón y más lejos aún el hombre de los campos de batalla. Era otro, tal vez el de estirpe española y portuguesa que podía ser un caballero si se lo proponía. Alternaban miradas, con la esperanza de que la fiesta terminara pronto para ir a saciar esa excitación que les crecía desde las entrañas.

Él se excusó ante los hombres y se dirigió hacia ella. Sin embargo, a medio camino, fue interceptado por Leticia, quien había sido invitada junto con la familia para la que trabajaba como maestra.

—Salvador, ya estás de regreso.

—Sí —no reparó casi en ella, sino que desvió su mirada hacia Visitación, que ya comenzaba a poner mala cara.

Se dio cuenta de que estaba siendo descortés con la muchacha, así que de compromiso preguntó:

—¿Cómo has estado?

—Bien, aunque extrañándote —La intención fue evidente, pero Salvador intentó hacerse el desentendido.

—¿Recibiste alguna carta de mi familia? —No sabía cómo cambiar de tema y evitar las indirectas.

—No —y de mal modo agregó—: Veo que no me estás prestando demasiada atención. Sigues detrás de la viuda, parece.

Salvador decidió ser sincero, a fin de cuentas con Leticia se conocían desde chicos y era una buena mujer.

—Leticia, estoy enamorado de Visitación y ella de mí. No quiero que alientes sentimientos erróneos… Podemos ser buenos amigos.

Ella podía enojarse, ofenderse, pero prefirió reírse con aires de dignidad.

—Ya, ve tranquilo a buscar a la viuda. Puedo vivir sin ti. Te avisaré cuando lleguen noticias de los tuyos y te agradezco lo de la amistad, pero no me interesa demasiado —No esperó a que él se marchara, lo hizo ella antes.

—De tanto buscarte te va a encontrar —le recriminó Visitación cuando Salvador llegó a su lado.

—No seas tonta, acabo de desalentar sus intenciones y lo ha entendido bien. De todas maneras, si hubiera sabido que los celos te sentaban tan bonito tal vez habría continuado con el juego… —le susurró eso en el oído, y para ella fue como si le deslizara una catarata de pasión por todo el cuerpo—. ¿Me concederías un baile?

—No sabía que bailabas.

—Claro que sí, y lo hago muy bien —sin reparar en nada ni en nadie, la tomó de la cintura y la llevó hasta la pista.

—No es lo que demostraste el año pasado en Navidad.

—Era otra situación —y la hizo girar con destreza.

* * *

Piedad miraba a Augusto y a Tomás. Sus mellizos eran parecidos físicamente, pero muy distintos en sus modos.

Tomás, apocado, estaba al lado de don Cosme y su hija María, quienes habían sido especialmente invitados a la fiesta. Era obvio que estaba loco por la muchacha, y ella —asunceña hasta la médula— coqueteaba, se reía y hacía sonar sus alhajas en cada movimiento. Él no terminaba de encajar en el mundo de María, pero se mantenía cerca, atento. A Piedad le daba pena que se entusiasmara con una chica que ni siquiera reparaba en él. Sin embargo, luego de un rato, observó algunas actitudes de ella para con Tomás que le hicieron desestimar esa primera impresión.

Del otro lado, Augusto, tan cómodo en el mundo de los hombres, hablando de política, de comercio… ¿De dónde le había salido así? Piedad no lo sabía, lo que sí tenía en claro era que no sólo ella había reparado en su potencial. También Ferré, y por eso quería que trabajara para él.

Se sentía orgullosa, sus hijos les habían salido buenos y nobles, y para una madre eso era suficiente para henchir el pecho.

Se volvió a los novios, parecían contentos hasta que el rostro de Milagros se cubrió de sombras. Desvió su vista hacia la puerta de ingreso de la casa y comprendió el porqué del cambio de actitud.

Lorenzo y Arandú arribaron sin preámbulos. Los dos con el pelo tirante en una coleta, una camisa blanca, un pañuelo al cuello y unos chiripás oscuros.

Las mujeres no tardaron en reparar en el primero, con los cabellos aclarados por el sol y la piel tostada. Sus ojos brillantes, su boca perfecta y una barba nutrida, pero prolijamente cortada, podían transformarse en el delirio de las damas. El otro también sobresalía, todo oscuridad. Sus pómulos prominentes, los ojos de pantera y unos labios a los que era imposible no asociar con la voracidad. Contrastaban, y tal vez por eso captaron la atención de los presentes. Se hizo tal silencio, que hasta los músicos dejaron de tocar. Salvador y Visitación les indicaron que continuaran con la ejecución y se acercaron a saludar.

—¿Qué hacen aquí? —Visitación estaba sorprendida.

—¿Importunamos? —No era el recibimiento que Lorenzo esperaba. Arandú, en cambio, miraba hacia Regina que estaba esperando sacarse de encima a una mujer mayor que le hablaba sin parar para poder ir a su lado.

—Para nada, adelante, sólo que pensábamos que no vendrían.

Para ese momento, Piedad se había acercado también.

—¡Qué gusto, hijo, que estés aquí!

—Gracias, madre —respondió él, y se agachó para besarla con cariño.

—Pasen, vengan a comer algo —los invitó Visitación.

Mientras avanzaban, Salvador se acercó a Lorenzo y le advirtió:

—Evite los problemas.

—Tranquilo, no he venido con esas intenciones.

Milagros no podía creer lo que veía. Por un momento fue como si entrara en un sueño: le hablaban, respondía, se movía de un lado a otro con la mayor naturalidad posible, pero todo se le volvía lejano. La música, las voces, eran como resonancias distantes. Su ser estaba suspendido y concentrado en una sola imagen: Lorenzo. Escuchaba en su cabeza un solo nombre: Lorenzo. Su corazón había empezado a latir desmedidamente por una sola razón: Lorenzo.

No supo si Peter se dio cuenta o no de lo que le pasaba. Por el momento se mostraba inalterable, como si todo siguiera igual. Vio al irlandés venir hacia ella y comprendió que ya no lo encontraba tan apuesto, ni tan perfecto.

Se sobresaltó cuando sintió por detrás que una mano le rozaba el brazo y una voz conocida le decía:

—Felicitaciones, Ñasaindy.

Se dio vuelta y lo miró sin siquiera atinar a abrir la boca. Quiso decir gracias, pero sólo pudo proferir un suspiro entrecortado. Peter le ayudó a sortear la embarazosa situación.

—Gracias —extendió su mano, en un gesto cordial.

Lorenzo tuvo el deseo de golpearlo, pero se había preparado para ese momento, así que con la misma actitud apretó la suya.

—Felicitaciones para vos también, Peter. Espero que la cuides como se merece.

—No tengas dudas, así será.

La escena era seguida atentamente por todos los que conocían el triángulo amoroso. Milagros continuaba paralizada.

—Me alegra mucho que tu situación se haya aclarado —agregó Peter, inclinado a distender el encuentro.

—Sí, por suerte todo ha quedado resuelto. Ahora puedo volver a lo mío, al campo, al trabajo y a proteger a mi familia. Permiso —se marchó.

A Milagros la embargó una sensación de congoja que se le instaló en el centro de la garganta.

—¿Estás bien? —consultó Peter con intención.

—Sí, claro. Vamos a bailar —Estaba nerviosa, con deseos de llorar. Debía enterrar esas sensaciones.

A Peter le dolió la respuesta. Ellos, que siempre habían sido sinceros, empezaban a mentirse, justo ahora, en el día del compromiso.

* * *

Arandú ya andaba cerca de Regina, y Lorenzo se sentía más solo que un perro. Había gastado buen dinero en esa camisa y en ese chiripá nuevos. Pensaba que iba a encandilar a Milagros, pero al llegar a la fiesta se dio cuenta de que al lado de esa gente siempre sería un pobre gaucho. Incluso Milagros estaba deslumbrante. Ese vestido finísimo, esas joyas, ese perfume. Él, que había conocido la piedra en bruto, debía admitir que el pulido y el tallado le sentaban. Era realmente hermosa, pero era de otro. De un otro que vestía como noble, hablaba como noble, se movía como noble. Recién en ese momento se dio cuenta de las escasas posibilidades que tenía de competir con Peter, y de las más escasas aún de ganarle. No entendía para qué diablos había ido allí. Estaba destrozado.

Recorrió con su vista el salón y se sintió tan fuera de lugar. En ese preciso instante tomó una decisión: no regresaría a la ciudad más que para cuestiones de trabajo. Se quedaría en el campo, protegiendo a los suyos. Los suyos… Ni siquiera tenía ya a quién cuidar. Sus hermanos eran hombres con aspiraciones propias, Regina tenía a Arandú, Milagros a Peter. Sólo le quedaban Piedad y Soledad. Se dedicaría a ellas, entonces.

Se visualizó en el futuro, ¡y se vio tan solo!

* * *

La casa tenía dos patios, el primero cerca de la sala y el otro en la parte trasera. En ése se escabulló Lorenzo. De fondo sonaba la música, se escuchaba el parloteo. Tanta alegría hacía aún más virulento su dolor. La luna blanqueaba la noche, lo alumbraba todo. Repitió suavemente “Ñasaindy”, y llamarla fue lo mismo que hundirse en el desconsuelo.

—Estás elegante.

Se sobresaltó. Era Milagros. Giró hacia ella sin ocultar su incomodidad, temía que lo hubiera visto repitiendo su nombre como un tonto.

Cuando tomó conciencia de la frase de Milagros, no pudo evitar sonreír con cierta pena.

—Gracias por el halago, pero yo sé bien que de elegante no tengo nada —bajó la cabeza, avergonzado.

—Todo salió mal entre nosotros —a Milagros las lágrimas la asaltaron sin aviso.

—Por algo será —hubiese deseado besarla, poseerla, hablarle con su ímpetu habitual, pero prefirió ser medido—. No es bueno que te vean acá en la noche de tu compromiso, los dos solos…

Milagros se sorprendió por esa reacción.

—Claro —respondió, azorada. Ella, que siempre lo había reprendido por buscarla y asediarla, era ahora quien se había escapado del baile para encontrarlo—. Algún día vas a hallar a una buena mujer.

—No te preocupes por mí, voy a estar bien. He sobrevivido a todo, a la orfandad, a las guerras, a la pobreza, al desamor…

—No creo que alguna vez pueda olvidarte —se sinceró.

—Hacé el esfuerzo; hay que olvidar para seguir —Lorenzo estaba conmovido, pero por fuera se mantenía inalterable.

Milagros había empezado a sollozar. Lorenzo evitó contenerla.

—Vos me olvidaste, entonces —susurró ella.

—No, pero voy a respetar tu decisión. Si te comprometiste con otro, yo no tengo nada más que hacer ni decir. Siempre vas a tener en mí a un primo, o más aún, a un hermano.

—Antes no éramos hermanos y ahora lo somos —expresó con ironía.

—Ahora sí, ésa es la única relación que podemos mantener. Pero, tranquila, prometo que cuando vayas a visitar a Piedad voy a hacer lo posible para estar esos días fuera de la casa.

—Vas a evitarme.

Lorenzo empezó a perder la compostura, ¿qué diablos quería esa mujer?

—No seas cruel, Ñasaindy, tengo derecho a cuidar mi corazón.

Se le acercó más de la cuenta, y hasta tuvo la impresión de que ella le ofrecía sus labios, pero se abstuvo y se marchó.

Al volver a la sala, tomó una copa de vino y la bebió sin pausa. Se cruzó con Regina y le dijo:

—Mili está llorando en el segundo patio, andá a verla.

—¿Qué le hiciste?

—Nada, esta vez te juro que nada.

Peter lo observó con cierto malestar. Era evidente que buscaba a su prometida y estaba seguro de que Lorenzo tenía algo que ver con su ausencia. Pero éste no acusó recibo. Se acercó a un grupo de señoritas y pidió en baile a una de ellas.

* * *

—¿Qué pasó, Mili? —Regina la encontró sentada bajo un árbol, gimiendo con desconsuelo.

—Soy una boba que no ha parado de cometer errores.

—Entonces tenés que empezar a repararlos —la reprendió la otra mientras la ayudaba a levantarse y trataba de quitarle la tierra al vestido—. ¿Lorenzo volvió a molestarte?

—No, se ha portado como un caballero…

—Y eso te duele. Te hubiera gustado que se propasara un poco, ¿no?

—Tal vez —Milagros empezó a calmarse lentamente—. Lo amo, Regina, por más que me esfuerce, lo amo como nunca voy a amar a nadie.

—Tenés que hablar con Peter, te lo he dicho ya mil veces.

—Y yo te dije otras miles que ya es tarde.

—No es tarde.

—Sí lo es. ¿Escuchás ese ruido de fondo? Es una fiesta de compromiso. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Pararme frente a todos y decirles que el compromiso queda sin efecto?

—No sería una mala idea.

—No seas estúpida.

—A la mayoría de los que están acá ni siquiera los conocés, y el resto, los que te queremos de verdad, vamos a entender.

—¿Peter también? ¿Creés que realmente me va a entender? No puedo hacerle algo así.

—No, claro, porque es muy lindo lo que le estás haciendo ahora. Te encontré tirada, llorando por otro. A ver si te da el coraje para contarle esto.

—No puedo contarle una cosa así.

—¿Sabés qué, Milagros? Estás cansando a todos. Y lo que es peor aún es que hasta Lorenzo se está cansando. ¿Te besó, te propuso algo?

—No —admitió, dolida.

—Entonces dejalo en paz, y empezá a buscar la manera de enamorarte del otro, porque si no la vida de los tres va a ser un desastre. Volvamos a la fiesta que Peter te anda buscando.

—¿Se nota que lloré?

—Sí, pasá por tu cuarto así te arreglás un poco antes de volver. Si querés, le digo que te fuiste a descansar un rato porque te sentías mareada.

—Decile eso mientras yo me voy a componer un poco.

Se miraba en el espejo nuevamente. No era la misma que había salido de allí, orgullosa, unas horas antes. Era una mujer triste, apagada. Había comprendido que hay muchas cosas que pueden parecerse al amor, pero cuando se tiene enfrente al verdadero las máscaras se caen y las certezas se revelan.

Alguien llamó a su puerta y tuvo miedo de que se tratara de Peter, o peor aún, que fuera Lorenzo. Pero no, era Piedad.

—Me dijo Regina que estabas descompuesta.

—No, sólo un poco mareada, pero ya estoy bien, regresemos —hizo un esfuerzo por no transmitir lo que realmente le ocurría.

—Cuando era muy joven llegué al convento de Candelaria con la intención de sanar mi alma, llegué golpeada por un mal de amores, Benito había decidido irse para ser cura y yo sentía que el único hombre que amaba y que me amaba se alejaba para siempre. Estaba destrozada; sin embargo, había unos niños para cuidar, entre ellos una muy chiquita, recién nacida…

—Era yo… —Milagros sonrió. Su madre siempre le recordaba esa anécdota.

—Sí, te habían robado de mi pobre hermana y te habían dejado allí, sin saber que yo sería quien te cuidaría. Cosas raras que tiene el destino. Recuerdo tus ojos, no el color, sino la mansedumbre. Irradiabas paz, dulzura, y casi sin querer llenaste de alegría mis días tristes.

Milagros no quería llorar de nuevo, pero tenía las emociones a flor de piel.

—¿Para qué me contás eso ahora?

—Porque creo que la paz y la dulzura son tus grandes dones… Y el verdadero amor hace renacer esos dones, no te los hace perder.

—No quiero hablar de amor esta noche —manifestó Milagros, resuelta.

—Está bien, no voy a inmiscuirme en tus cosas, pero te aclaro algo: la infelicidad y el desamor son malas elecciones, siempre.

—Volvamos a la fiesta —dijo aquello con rudeza.

—Pensé que habías perdido la paz, pero veo que también estás perdiendo la dulzura.

Cuando regresaron, los asistentes estaban comenzando a marcharse. Peter y Milagros se ubicaron en la entrada para despedir uno a uno con cordialidad, hasta que no quedó más que la familia. Él sólo le consultó si se sentía mejor, ella dijo que sí sin dar demasiadas explicaciones. No volvieron a hablar del tema.

* * *

Cerca de la medianoche todos se fueron a descansar, ese fue el momento oportuno que encontraron algunos para dar vía libre a lo que habían mantenido reprimido durante la fiesta.

Regina se encontró con Arandú en la cocina. Le indicó a las empleadas que se marcharan para que los dejaran solos. Cuando supieron que ya nadie acechaba se fundieron en un beso apasionado.

Él la alejó un poco para verla de nuevo con ese vestido cautivante, y empezó a delinear sus senos con ardor.

—Extraño tu cuerpo —la afirmación sonó a pedido, y ella le hizo un gesto que lo consintió a saciar su continencia.

Entonces corrió cacharros y utensilios con sutileza, y la recostó sobre la mesada. Levantó el vestido y sorteando enaguas y calzones, fue arando un camino que luego sembraría de placeres. Desprovisto de sus ropas, hundió su cuerpo en ella. Pensó en el embarazo, en el bebé, pero no pudo moderarse. Irrumpió con rudeza. Una marea de gozo los dejó sin aliento.

Era una noche profana, sellada por la lujuria.

* * *

A pocos metros de allí, estaba el cuarto que cobijaba a Visitación y que Salvador había asaltado sin escrúpulos. Él era un hombre intenso, de esos que a la hora de amar se atreven a todo. Por eso la había acorralado contra la pared y la había puesto de espaldas para descubrir la blancura de sus nalgas, tan nutridas, tan firmes, tan prósperas.

Ese fue el terreno de su conquista. Como buen conquistador, tomó lo que le fue entregado de buena fe y saqueó todo lo demás. Ocupó lo necesario asegurándose de que el resto le perteneciera también.

La conquistada, por su parte, se rendía fácilmente. No mostraba resistencia ni hostilidad; más aún, se regodeaba con cada avance. Sin banderas blancas ni lamentos, llegó la embestida final y, a diferencia de las conquistas tradicionales, las dos partes salieron victoriosas.

Esa mujer, mitad selva, mitad río, lo estaba enloqueciendo.

* * *

Lorenzo caminó y caminó como un perdido por los rincones de la ciudad. Esa noche no hallaba consuelo, y prefirió dejarse abrazar por la oscuridad.

Regresó antes del amanecer y se fue a la cocina para prepararse unos mates que le calentaran el alma. Se sorprendió al entrar. Sentada en una silla, mirando hacia la ventana, Milagros tomaba un té. ¡Tanto evitarla para encontrarse allí, solos, en esa situación! Había tomado demasiado y temía que el alcohol lo traicionara.

Estaba a punto de irse, pero ella lo frenó:

—Sé que estás detrás, no es necesario que te vayas, me voy yo.

—Si no podemos ni siquiera cruzarnos, va a ser difícil ser parte de una misma familia.

Ella se puso de pie, se dio vuelta y se hundió en sus ojos de manera penetrante. Lorenzo no recordaba una mirada así, y el deseo se volvió a apoderar de su sangre.

—Para mí va a ser costoso, no para vos. Vos sos un hombre libre, en cambio yo…

—No soy libre, porque la libertad significa hacer lo que uno quiere y yo no puedo hacer lo que quiero —Estaban cada vez más cerca.

—¿Y qué querés hacer? —fue provocadora, lo estaba llevando a un terreno sinuoso. Lorenzo estaba a punto de caer, pero recordó que un buen árbol crece de buenas semillas. Y una buena semilla no crecía en la tierra del engaño, de la mentira, de la trampa… Se echó hacia atrás, como buscando distancia, y le remarcó con enojo:

—¿Qué querés? ¿Que vuelva a amarte, a tenerte entre mis brazos para después ver cómo te casás con otro? ¿Qué clase de juego es éste, Milagros?

Ella bajó la cabeza incómoda. Se le había ido su faceta provocadora y audaz.

—Si rompés tu compromiso, volvé por mí. Pero si seguís adelante con esta farsa, no quiero que nunca más nos encontremos a solas.

Era la segunda vez que lo veía alejarse en una misma noche.

Era la segunda vez que se sentía tan infeliz.

* * *

Peter no había logrado pegar un ojo. Sintió que el vaticinio de Lorenzo se concretaba:

“Yo soy la raíz de ese árbol, y vos sólo el clavel del aire que lo habita por un tiempo. Puede que parezcas una flor, pero vas a terminar quitándole toda su savia”.

Así había percibido a Milagros al final de la fiesta, como un árbol que ha perdido el verdor.