CAPÍTULO 11

—Don Onofre, el Costa suele irse solo cerca del mediodía a una zona de la laguna que está en las inmediaciones de los campos de don Cosme. Si quiere, organizamos todo para mañana o pasado.

El hombre asintió, pero no dijo nada. Al fin podría terminar con aquel infeliz que había arruinado su carrera y su vida.

Campbell padre e hijo arribaron a media mañana a la casa de Piedad. Ella los recibió con buena predisposición, aunque tenía muy en claro que no se trataba de una visita de cortesía. Seguramente, la ruptura del compromiso los había llevado hasta allí.

—Supongo, Piedad, que sabrá que ya no hay compromiso entre mi hijo y Milagros —dijo don Pedro con su acento irlandés.

—Sí, lo sé —Piedad no tuvo el coraje de mirar al muchacho.

—Mi hijo ha venido hasta aquí porque quiere hablar con Lorenzo.

—Él no le ha faltado a Milagros, si eso es lo que le preocupa —aclaró la mujer un poco nerviosa.

—Él ha faltado a todos y a todo —respondió Peter de mal modo. Su padre le hizo un gesto para que se aplacara.

—Peter sólo quiere hablar con Lorenzo a solas, de hombre a hombre.

—No quiero que terminen a los puños, es mejor que regresen y dejemos las cosas así.

—No, necesito verlo —manifestó con vehemencia Peter, y para tranquilizar a Piedad prometió—: No voy a agredirlo, será una charla y nada más.

Piedad sabía que no doblegaría la intención del irlandés.

—Anda por los campos de don Cosme —dijo, preocupada.

Ellos agradecieron el dato y partieron.

* * *

En los últimos tiempos andaba distraído, extrañaba a Milagros, y la dicha de saber que finalmente estarían juntos lo tenía como en el aire. Disfrutaba de ese momento de descanso en soledad, cerca de laguna. Se refrescaba, pensaba y fantaseaba con su Ñasaindy.

Se disponía a regresar, cuando escuchó unos pasos. Seguramente ya alguno había descubierto su refugio y se acercaba a consultarle algo, o quizá fuera su hermano Tomás. Raro, porque él conocía muy bien que Lorenzo disfrutaba de esos pequeños momentos de retiro. Al darse vuelta, descubrió a dos hombres que avanzaban hacia él con actitud amenazante.

Palpó su arma como para cerciorarse, y luego sacó su facón. En ese mismo instante, les preguntó:

—¿Qué andan buscando?

—A vos te buscamos —la voz se dejó escuchar detrás de unos matorrales. La reconoció, pero le costó unir ese timbre con el hombre greñudo, sucio y desprolijo que asomaba con una pistola en sus manos.

—Onofre… —susurró Lorenzo.

—Sí, el mismo al que le cagaste la vida. ¿Qué pensabas? ¿Qué me iba a ir sin dar pelea?

—Dispare entonces, si eso es lo que quiere —expresó Lorenzo con aire bravucón.

—No, Costa, primero estos dos te van a dar la tunda de tu vida… o tal vez de tu muerte, y después quizá te otorgue el tiro de gracia.

—Cobarde —Lorenzo masticó esas palabras, y luego, con su habitual coraje inconsciente, lo desafió—: Pero para darme esa paliza me van a tener que agarrar.

Tuvo la tentación de huir, seguramente no lo alcanzarían, pero su orgullo pudo más y se quedó, alentándolos a que largaran con la pelea de una buena vez.

Los hombres se le tiraron encima. Lorenzo recibía tajos, golpes, pero los otros también. Eran corpulentos y hábiles y obviamente estaban en ventaja. Lograron desarmarlo, el facón cayó en el piso junto con él. Estaba dolorido, intentó buscar el arma pero una patada en el estómago lo dejó inmovilizado. Le sangraban la cabeza, la nariz y no podía incorporarse. No lograba abrir los ojos, sólo percibía el dolor intenso de la violencia que se descargaba en cada parte de su cuerpo. Escuchó decir a Onofre:

—Basta, el resto es para mí.

Se odió por ser tan pendenciero, debería haber huido. Ahora estaba a la merced de esos tipos, y no había escapatoria. No pensó en su muerte sino en Milagros, ahora que podían ser felices le tocaba ese final, tan estúpido, tan injusto.

Pese a que permanecía tirado sobre la tierra y sin poder abrir los ojos, supo que alguien se acercaba. ¿Sería Tomás? No, su andar era diferente. Tal vez algún otro peón de la estancia… Sin embargo, al oírlo hablar supo al instante que era el irlandés. Su acento era inconfundible.

Más por orgullo que por recuperación, intentó ponerse de pie y vio a los dos Campbell envueltos en la lucha. Sacó fuerza de un lugar lejano, recuperó su facón y se les sumó. Quedó frente a frente con Onofre, y fue atizándolo hasta dejarlo desarmado. Él también se despojó del arma y comenzó a golpearlo. Cada golpe tenía su causa. “Por Margarita, por mi hijo, por mi hermana Regina, por mi familia, por los guaraníes, por…” Pero no pudo seguir, Campbell padre lo detuvo:

—Ya basta, hoy no vamos a matar a nadie.

Los otros dos yacían golpeados en el piso, y Onofre también. Buscaron las cuerdas que solían llevar siempre en sus caballos y los maniataron a unos árboles.

Recién en ese momento Lorenzo se dio cuenta de que el ojo se le hinchaba, y que le dolía cada parte del cuerpo. Peter propuso:

—Padre, vaya a buscar a las autoridades. Nosotros vamos a quedarnos acá a cuidar que éstos no se nos escapen.

Don Pedro dudó en dejar a los dos muchachos solos; sin embargo, supo que no pelearían. Aceptó la propuesta.

Mientras que Onofre y sus matones insultaban y despotricaban, Lorenzo y Peter se alejaron un poco para recuperarse y, sobre todo, para no escucharlos. Ambos sabían que una charla se imponía entre ellos.

—¡Gracias por salvarme la vida! —expresó Lorenzo con una gratitud auténtica.

—Es lo que corresponde. Hubieras hecho lo mismo por mí… ¿o no?

—Supongo que sí… —Era el momento de hablar de aquello que los separaba o los unía, según como se viera—. ¿Qué hacen vos y don Pedro por aquí?

—Necesitaba hablarte… Imagino que ya sabes de qué.

—De Milagros, supongo.

—Sí. No te voy a negar que me indigna que te haya elegido, y estoy convencido de que yo le hubiera podido dar una mejor vida.

—No tengo dudas de eso —Lorenzo hizo un gesto de dolor, y buscó sentarse al reparo de un arbusto—. Para serte sincero, siempre me creí poco para Milagros.

—Ella no lo ve así, te considera su héroe.

—¿Un héroe?

—Sí… Si hubieras visto cómo te defendió la última vez que hablamos. Yo le dije que eras un bruto, y ella dijo algo que para mí fue contundente.

—¿Qué?

—Que habías dejado todo por ella, por la familia, que hasta le habías procurado el pan que se llevaba a la boca cuando niña.

Se emocionó al escuchar aquello, pero intentó no demostrarlo.

—Después de eso ya no tuve nada más con qué competir —se sinceró Peter, que sonrió al agregar—: Bah, nunca fui una competencia.

—No te confundas, irlandés, ella te quiso. Pero lo nuestro ha sido tan inmenso, uno al lado del otro desde chicos…

—Y así es como debe terminar —no lo miró con rencor; a fin de cuentas, siempre habían estado en el mismo bando, eran familia aunque la sangre no lo dictaminara así—: Prométeme que vas a cuidarla, que vas a hacerla feliz, que no le va a faltar nada.

—Prometido —se dieron un apretón de mano fuerte, intenso, cargado de sentido.

—Podríamos haber sido buenos amigos, como alguna vez lo fueron tu padre, Andrés, Benito, Gustavo…

—Tal vez en el futuro. Esto va a pasar, voy a irme un tiempo a Irlanda y seguramente allí conoceré a alguien…

—Sí, seguramente el destino te tiene reservado una buena mujer.

—No es tan grave volver a enamorarse.

Sonrieron y se quedaron en silencio por un largo tiempo. Onofre y los otros seguían despotricando a lo lejos.

Campbell llegó junto con Zenón Báez y otros hombres, entre ellos un juez de paz. Se tomaron algunas declaraciones, y se llevaron presos a los tres. Mientras se iban, Lorenzo le remarcó a Onofre:

—Nadie que se mete con mi familia sale ileso. 

El otro no respondió, sólo lo miró con desprecio.

Ya en casa de Piedad, la cena reunió a todos en la mesa. Obviamente que lo ocurrido ese mediodía captó la atención de los comensales.

A Piedad le dio gusto ver cómo las asperezas entre Lorenzo y Peter se habían limado.

Los Campbell se fueron a la mañana temprano, se ausentarían por un año, con la promesa de regresar.

Mientras ellos retornaban a Corrientes con la intención de culminar con los preparativos para viajar a Irlanda, Milagros recorría el camino inverso y regresaba a Loreto.

No sospechaba que su antiguo prometido le había salvado la vida a su gran amor.