CAPÍTULO 14

La mañana del 24 de diciembre amaneció radiante. Desde hacía varios días, las mujeres se dedicaban a preparar confituras y otras exquisiteces que acompañarían los cerdos que los hombres comenzarían a asar en las llamas tras la siesta, en un rito signado por el fuego y la escasez de palabras.

Los sectores de trabajo estaban claramente definidos: ellas entre la cocina y la despensa, y ellos al aire libre, viendo caer la tarde.

Las criaditas Ignacia y Flor, junto con Manuela y Soledad, se encargaban de adornar el pesebre y el oratorio.

—Esto de no tener ni un cura en la zona es una pena —decía la negra, que se dedicaba a tejer cuidadosamente un rosario con flores silvestres—. Por suerte, parece que nos van a mandar algún padrecito de paso para el Corpus Christi.

Aunque la Navidad era sagrada, aquello del Corpus Christi había quedado marcado a fuego en la región. La influencia de los jesuitas se mantenía latente, la herencia del rito de las ofrendas en el río, de los cantos, e incluso de algunas danzas, había hecho de la celebración algo especial.

—Es una lástima que ni siquiera haya podido venir mi hermano —agregó Manuela, un tanto entristecida porque Lucio había tenido que quedarse en el convento, y por ende su abuela Beatriz había decidido permanecer en Corrientes, junto con Felicitas y su familia.

—La verdad que sí, porque nos hubiera venido bien un aspirante a cura, aunque sea. Pero bueno, Dios escuchará igual nuestros ruegos —sentenció Soledad, concentrada en su labor.

Pasada la media tarde, las mujeres se reunieron en el oratorio familiar para compartir el rosario. Los hombres se excusaron diciendo que tenían que terminar de asar la carne. Era un buen pretexto, pese a que Piedad no pudo evitar una mirada reprobatoria.

Horas después ya estaban todos sentados a la mesa que habían montado bajo la galería, al aire libre. Había sido un día caluroso, y en la noche no había refrescado demasiado.

Piedad estaba sentada en la cabecera y el resto de los comensales se desplegaba por la larga mesa. Lo cierto es que nadie estaba conforme con las ubicaciones y los gestos iban cruzándose de un lado al otro: Margarita sonreía cada tanto a Lorenzo; Lorenzo miraba de reojo a Milagros; Milagros buscaba la manera de evitarlo y se mostraba mínimamente interesada en las anécdotas que le contaba don Martín; Karuguá estaba incómodo ubicado justo entre su hermano y Regina; Visitación no dejaba de sorprenderse con la pulcritud con la que Salvador se había presentado esa noche; y éste se hallaba perturbado por la belleza de esa mujer cautivante.

En cuanto Flor, Pura e Ignacia terminaron de traer los platos, se sentaron junto al resto. Soledad no pudo evitar el comentario:

—Ya somos diecisiete, el número de la desgracia.

—Ay, por Dios, no seas supersticiosa, Sole, y menos aún en una noche como la de hoy —se santiguó Visitación.

Más allá de la incomodidad, en el ambiente imperaba cierta excitación.

Los corazones se agitaban ante miradas encontradas, el cruce de palabras o silencios elocuentes. Era como si los embriagara un elixir extraño, de esos que rompen los miedos y las barreras. Pese a que era costumbre en la época de adviento y en la Nochebuena evitar toda clase de pecado, incluyendo los de la carne, allí imperaba una agitación que los ponía en una situación vulnerable. Era como si de pronto un embrujo los llevara a creer que en esa velada, y sólo por esa única vez, todo estaba permitido: mirar, rozar, decir, callar, inquirir…

Cuando la comilona terminó, y empezó a reinar el clima de sobremesa en espera de la medianoche, Lorenzo aprovechó para levantarse, pasar cerca de Margarita y susurrarle algo al oído. Ésta no respondió, pero se sonrojó. El gesto no pasó inadvertido para Milagros.

Regina, conocedora de sus confusos sentimientos, le susurró:

—Dejá de mirarlos así que todos se van a dar cuenta.

—Deberías decirle lo mismo al indio, que cada vez que puede te observa con desparpajo.

—¡¿Qué decís?! —expresó la otra, acalorada.

—Cuidado, Regina, esos indios son como el yaguareté, no te dan tiempo a protegerte del zarpazo.

Regina no dijo nada, pero en lo más profundo de su ser admitió que era cierto.

Él se había presentado impecable, oliendo rico, ataviado con una camisa clara que remarcaba sus brazos y espalda torneada. Regina —aunque temerosa del sexo masculino— no había podido evitar la tentación de estudiarlo. Le gustaban sus ojos rasgados, pequeños, de un negro intenso. También su nariz ancha, firme. Pero lo que más le atraía era su boca, grande, apetitosa. Le gustaba escucharlo hablar, no era de los que decían demasiado, pero era de los que se ganaban el silencio a fuerza de palabras justas, precisas, expresadas como si una voz ancestral habitara en él.

—Ahora la que está mirando más de la cuenta sos vos —la reprendió Milagros. Ambas sonrieron.

Salvador estaba conforme de haber asistido a esa reunión familiar. En un principio pensó que se sentiría incómodo, pero lo estaba pasando bien. Veía a Visitación regresar de la cocina junto con las otras mujeres trayendo unos dulces, y de nuevo lo embargó la culpa al dejarse invadir por tan indómita atracción.

Al pasar a su lado, ella se detuvo y le señaló con calidez:

—Veo que no lo está pasando tan mal —Él hizo el intento de responder, pero la mujer le ganó de mano y le preguntó—: ¿Ya tomó una decisión?

En esos días Salvador había pensado mucho, lo suficiente. Había tomado una determinación, pero aún no se lo había contado a nadie. Sin embargo, a Visitación no pudo ocultárselo.

—He aceptado su propuesta. Mañana hablaré con Lorenzo, y luego saldré para el Paraguay a buscar a mi hijo.

—Me alegra. En mi hogar usted y el pequeño serán bien recibidos.

Quiso agradecerle, pero una vez más le ganó el mutismo. Por un instante pensó en Panchito y sintió nostalgia, saudade, diría su madre.

En ese momento, el trote de unos caballos los sobresaltó. Lorenzo se levantó para ir hacia la tranquera, pero los tres jinetes ya estaban en el predio. No tardó en reconocer a Miguel Onofre y a dos de sus laderos.

—Buenas noches, o mejor, buena Nochebuena.

Lorenzo no respondió, lo miró molesto. ¿Qué hacían esos hombres interfiriendo en una cena familiar?

Piedad, empujada en su silla por Soledad, se acercó seguida por Tomás.

—Comandante Onofre, ¿qué hace por estos lados y en una noche como ésta? —A Piedad tampoco le gustaba verlos allí, temía que pudieran representar algún peligro para sus hijos, en especial para Lorenzo.

—Estábamos con mis hombres, solitarios, tratando de pasar la celebración, cuando recordé que muy cerca tenemos a esta buena familia que seguramente nos hará un lugar en su mesa… —Ese hombre, imperativo por naturaleza, se invitaba sin dar lugar a ninguna réplica. Piedad, hábil, respondió al instante:

—Claro que sí, acérquense. Tomás, hagan un lugar para don Onofre y sus soldados.

El destino quiso que a los dos más jóvenes los ubicaran junto a Arandú, y a Onofre junto a Salvador. Poco a poco el buen ánimo fue desplazado por un clima tirante.

—¡Pero cuánta gente, doña Piedad! Si sabía que eran tantos, no me atrevía a venirme sin aviso.

—No se preocupe, comandante, en mi mesa siempre hay lugar.

—Y veo que tiene comensales de todos los colores —Coronó ese desafortunado comentario con una carcajada sonora que sus secuaces festejaron. Al resto le pareció fuera de lugar, y Piedad sólo atinó a señalar:

—En mi casa no hay distinción de razas, colores, ni orígenes. Lo único que vale es ser gente de bien —En ese momento Flor llegó con unos platos de comida que los tres recibieron con entusiasmo.

Arandú y Lorenzo se miraron molestos.

—¿Y cómo es que ustedes no tienen familia por estos lados? —consultó Salvador, como para evitar que los invitados no se dieran cuenta de que no eran bienvenidos.

—Nos trasladaron acá con una misión, para sofocar el levantamiento de esos indios ladinos.

Salvador tuvo la certeza de que ese comentario de Onofre desembocaría en un problema.

—¿Ladinos los indios? ¿Y la gente de Ferré, qué? Pasan y arrollan pueblos enteros como si nada, no respetan los derechos. ¿Sabe lo que hicieron en San Roquito? —Lorenzo sopesó tarde el alcance de sus imprudentes palabras.

—Ah, ya me parecía que a usted se le daba por esas ideas, además de la juerga, según me dijeron las muchachas —Onofre clavó su mirada en Regina y en Milagros, quienes no pudieron ocultar su perturbación. De pronto se impuso un silencio abrumador.

Salvador hizo un nuevo intento de apaciguar las aguas.

—Hombres buenos y malos hay en todos los bandos, por suerte esta noche y en esta mesa todos los reunidos somos buena gente, así que por respeto al Nacimiento de Nuestro Señor les sugiero dejar la política de lado y compartir un brindis, en señal de buen augurio.

Piedad agradeció la intervención de ese peón que les había caído del cielo, mientras que Visitación quedó pasmada ante la oratoria de un hombre que, pese a parecer parco y callado, era evidente que a la hora de hablar sabía hacerlo.

—Tiene razón, señor, dejemos las asperezas —dijo Onofre, quien hizo un intento por ocultar su malestar ante las palabras de Lorenzo y los ojos penetrantes del indio que tenía enfrente.

—Tomás, andá a buscar tu guitarra y tocá algo —sugirió Piedad, con la intención de que la música disipara la tensión.

—Karuguá ha traído su violín, madre, lo ejecuta muy bien —agregó Lorenzo.

Poco a poco el baile se instaló en la galería, mientras esperaban la llegada de la medianoche.

Lorenzo sacó a bailar a Margarita, Augusto se aprestó a danzar con su prima Manuela, uno de los soldados jóvenes se arrimó a Milagros y el otro a Regina. La primera se excusó diciendo que no le gustaba bailar, mientras que la otra no tuvo siquiera tiempo a responder porque Arandú la tomó de la mano para llevársela con él.

Las tres parejas giraban, y pronto se sumaron dos más, ya que los milicos jóvenes decidieron no perderse el baile por nada y se integraron con Flor e Ignacia. Pura batía sus palmas ubicada junto a los músicos.

Los mayores miraban la escena: Piedad estaba feliz de ver a sus muchachos divirtiéndose, aunque lo estarían pasando mejor si el impertinente y grosero de Onofre no se les hubiera adosado con ese modo imperativo.

Visitación se mantenía pendiente de Salvador, mientras compartía algunos comentarios con su sobrina. Soledad, por su parte, charlaba animadamente con don Martín.

El comandante observaba el baile, un tanto molesto de que la muchachita rubia que le quitaba el sueño estuviera girando de la mano de ese indio al que ya consideraba su enemigo. En un acto de atropello y a causa de los vasos de caña que había tomado antes de llegar a lo de las Rojas, más un vinito dulce que se mandó después sin darle tiempo al garguero, se abalanzó hacia la pareja y —tirano como era— trató de arrebatar a Regina de los brazos de Arandú.

—A ver si me permite darle clases de baile a tan linda guaina —Regina se estremeció al contacto de la piel de ese hombre y Arandú, conociendo los temores de la muchacha, se impuso con dureza:

—La señorita es reticente a bailar con desconocidos.

—No sabía que se conocieran tanto —respondió el otro, envalentonado y casi zamarreando a la muchacha, que se agarraba con firmeza de Arandú.

—Soy como un hermano para Lorenzo, es decir que soy como alguien de la familia.

—Un indio pobre y bandolero no puede ser parte de una familia de bien —agregó Onofre, ya desbocado en improperios y autoritarismo.

—Soy indio, y eso para mí no es indignidad sino orgullo. De bandolero no tengo un pelo, yo no ando robando ganado, arrasando las chacras pobres, ni mucho menos violentando a las mujeres.

Arandú sabía muy bien por qué decía aquello: en San Roquito se habían propasado.

—Claro que no, simplemente anda matando y fusilando autoridades —Regina aprovechó el entrevero de los hombres para alejarse. Con el miedo adosado en la voz se disculpó:

—Permiso, quiero preparar unos dulces para la medianoche —y salió hacia la cocina alterada. Milagros, que seguía de cerca la escena, acudió por detrás en medio del desconcierto de Visitación y Piedad.

Salvador tenía la sensación de que eso acabaría mal si no intervenía una vez más, así que acercándose al comandante, invitó:

—Venga, don Onofre, deje que los jóvenes se diviertan mientras nosotros compartimos un buen vino.

El hombre volvió a la mesa, ofendido. Arandú salió en busca de Regina.

Al llegar a la cocina, la vio cuchicheando por lo bajo con Milagros. Aunque en un primer momento dudó, finalmente se atrevió a intervenir:

—Disculpen, señoritas, simplemente quería saber si se encontraba bien Regina.

Ésta asintió con la cabeza, y Milagros no tardó en recriminarle:

—No es bueno hacer escándalos con el comandante Onofre. Cuando ustedes se marchen, cosa que es habitual, seremos nosotras las que debamos enfrentar los avances de ese desconsiderado. No nos meta en problemas, que ya tenemos bastantes.

—Disculpe, no fue mi intención. Simplemente quise preservar a Regina. Me pareció que… —Arandú no pudo terminar porque la muchacha tomó la palabra:

—Gracias, Arandú, sé que lo hizo por mi bien, pero no quiero que se exponga.

—Yo no quiero generarle inconvenientes.

—Quédese tranquilo, el problema no es usted sino esta gente que cree que puede hacer lo que quiera, hasta presentarse en una casa y sentarse a la mesa como si fuera de la familia.

Milagros tuvo la sensación de que no tenía mucho más que hacer allí, pero tampoco le parecía correcto dejar a Regina y a Arandú solos. Éste, al que poco le interesaban las convenciones sociales, no tuvo reparos en proponerle:

—Venga, acompáñeme al patio interno. Fumo un cigarro mientras usted bebe un poco de agua, se tranquiliza y regresamos a la mesa, ¿quiere? —fue avanzando hacia ella, quien asintió con la cabeza.

Milagros los vio salir juntos y, por un momento, sintió algo de envidia por Regina. Salía de allí con alguien que evidentemente le interesaba, en cambio ella debía conformarse con observar cómo Lorenzo coqueteaba con Margarita. Se tenía que tragar aquello poniendo buena cara, simulando desinterés. En ese instante se consideraba desdichada.

—¿Todo está bien? ¿Dónde andan Regina y Arandú? —la voz de Lorenzo la sobresaltó.

—Salieron al patio interno, hubo un altercado con Onofre.

—Sí, me pareció. No veo la hora de que ese aña memby (hijo de puta) se vaya. ¿Y vos, qué hacías acá? Evitando el baile, tal vez…

—No me gusta bailar y vine a ver cómo estaba Regina —Milagros hizo el intento de irse, pero él se interpuso.

—¿No bailarías conmigo tampoco?

—Ya tenés pareja, y parece que lo están pasando muy bien…

—¿Bailarías conmigo? —volvió a preguntarle desestimando sus niñerías.

Ella no pudo responderle, estaba agitada, y Lorenzo —que sólo se regía por sus impulsos— la acorraló contra la pared y, sin darle tiempo a nada, la besó. Fue breve, intenso, con un deseo de esos que llevan tiempo reprimidos. Milagros quiso negarse, pero no pudo. Se mantuvo inerme, odiando esa sensación placentera que le recorría el cuerpo. Él la soltó diciendo:

—Ya me llegó el regalo del Niño Dios.

Y ella no pudo evitar empujarlo y golpearle el cuerpo, con enojo. Salió casi huyendo de la cocina en el mismo momento en el que Arandú y Regina aparecían, dispuestos a volver a la fiesta.

—¿Qué pasó? —consultó Regina, quien intuía que la huida de Milagros estaba relacionada con la sonrisa que se dibujaba en el rostro de su hermano. Sin esperar respuesta, fue tras ella. Los dos muchachos se quedaron mirándose.

—Espero que no hayas hecho una de las tuyas —comentó Arandú.

—Miren quién habla… Venís del patio solitario con mi hermana. Cuidado, que puedo achurarte si te sobrepasás.

—Yo respeto la amistad y las buenas costumbres, irũ (compañero) —respondió el otro, aunque en una humorada no pudo evitar el comentario—, pero parece que me he portado bien, y el Niño Dios me dio un regalito lindo…

—Somos dos, entonces —agregó Lorenzo, y los dos se rieron a carcajadas.

Con las doce llegaron los brindis y las despedidas. Onofre y su gente se fueron, y las mujeres se dedicaron a levantar la mesa hasta marcharse una a una a sus aposentos.

Tomás y Augusto también decidieron ir a descansar. Mientras Karuguá cabeceaba en un rincón, Arandú, Salvador y Lorenzo se quedaron bebiendo y charlando animadamente.

—Nunca más tiene que hablar así frente al tal Onofre, hay que aprender a medir las palabras, Lorenzo —lo reprendió Salvador.

—Es que no puedo, se me escapan…

—Hay que aprender, una persona inteligente tiene que saber discernir cuándo es el momento de atacar y cuándo es el momento de ocultarse, cuándo hay que huir y cuándo hay que jugarse el cuero. Ese hombre se la tiene jurada.

—No fui el único que lo hizo enojar hoy —dijo Lorenzo en clara alusión al altercado de Arandú.

—Lo de él fue distinto, ese Onofre estuvo irrespetuoso con la señorita Regina, y aquí el hombre tuvo un gesto de honor; pero usted, pelearse por pelear… no es cosa buena. No hay que olvidar que las mujeres después se quedan solas y éstos son impunes, pueden hacer cosas incorrectas.

—Para eso está usted, siempre cerca de la casa —agregó Lorenzo.

—Bueno, no quería decírselo esta noche, pero ya que saca el tema, le cuento que entre mañana y pasado me voy —explicó Salvador, un poco perturbado, se sentía en falta al plantear aquello.

—¿Por qué? ¿No está cómodo, acaso?

—No, nada eso. Tengo que ir a buscar a mi hijo pequeño que dejé en el Paraguay, es la única familia que me queda. Además su tía, doña Visitación, me ha hecho una buena propuesta de trabajo.

—Ah, por ahí viene la cosa.

—No, no crea que es sólo dinero —aclaró Salvador.

—Yo no hablo de dinero —señaló Lorenzo con una sonrisita pícara—. Mire, allá viene mi tía.

Salvador se sintió como si estuviera desnudo, había quedado al descubierto ante esos dos muchachos a los que les llevaba unos cuantos años.

—Salvador, acérquese por favor, quiero darle algo —solicitó Visitación al tenerlo cerca.

Los otros dos hicieron un gesto elocuente, que éste desestimó con ofuscamiento. Avanzó hacia ella, que parecía más bella de lo común con esa luna bañándole el rostro.

—Diga, doña Visitación.

Ella sacó una bolsita y se la entregó:

—Éste es un pequeño regalo para que le entregue a su hijo.

Salvador se conmovió, era un guazuncho tallado en madera. No era el objeto en sí, sino el gesto.

—Es un animalito de los esteros.

—Muchas gracias, Panchito se pondrá feliz —se quedó por un rato acariciando la pieza con sus manos curtidas, mientras ella lo observaba, satisfecha—. Usted tiene un gran corazón. Dios me la ha puesto en el camino.

Visitación se turbó, esos ojos podían ser inquietantes si se lo proponían.

—Permiso —intentó marcharse, pero él la tomó de las manos en un impulso para impedir que se marchara.

—Mañana o pasado parto hacia el Paraguay…

—¿Ya tiene autorización para entrar al país?

Él dibujó una sonrisa de lado que a Visitación le aceleró el pulso.

—No tengo autorización, pero conozco la forma de ingresar sin ser visto.

—Es peligroso.

—No puedo darme el lujo de hacer el pedido y esperar la respuesta. Mi hijo me necesita.

—Cuídese entonces —Visitación temía que se le notara el encantamiento que le generaba ese hombre. Estaba por irse cuando los dedos ásperos del Portugués rozaron su antebrazo para detenerla.

—Dígame dónde encontrarla en Corrientes —su voz fue oscura, podía despertar a los volcanes.

—Pídale a mi sobrino, él sabrá explicarle bien. Mi casa está a pocas cuadras de la plaza principal —Visitación no podía mirarlo ya.

—Nos veremos en unas semanas.

—Dios lo quiera, buen viaje.

Con la piel calcinada y el pecho desbordante, Salvador vio cómo un búho se posaba sobre el techo de la galería. Visitación era un buen augurio para su vida.

* * *

—Vengo a despedirme, doña Piedad —sin proponérselo, Salvador se había aquerenciado, muy a su manera, a ese lugar, a esa gente.

—Pase, hoy temprano Lorenzo me advirtió de su partida.

—Ah, ya se levantaron los muchachos…

—Sí, el campo nada sabe de fiestas religiosas. Sole, traé unos mates y unas chipas para despedir a don Salvador —Ante la invitación de Piedad, Salvador se sentó a su lado—. No voy a decir que me alegra su partida, porque la verdad es que usted es un hombre bueno, sensato y trabajador. Creo que es un buen ejemplo para mis hijos, en especial para Lorenzo.

—Ellos también son buena gente.

—No tengo dudas, pero a mi Lorenzo a veces el corazón se le interpone a la cabeza y termina haciendo cosas riesgosas.

En ese momento Sole entró con una bandeja, y el mate empezó a rodar.

—Lo que sí me alegra es que se vaya a buscar a su gurisito, según me dijo mi hermana. Y también me parece muy bien que haya decidido trabajar para ella. Es una gran mujer, pero la verdad es que las cuestiones del campo no son lo suyo y siempre la terminan perjudicando. Tiene un capataz viejo y sentimental, con pocas ideas y menos autoridad. Visitación no es como yo, que le pongo el cuerpo a todo, o como Lucía, que era de carácter. Ni siquiera como Desolación, la mayor, que tiene corazón abnegado. No, ella es más delicada, demasiado benévola, a veces hasta el extremo de la inocencia. Le va a venir bien su ayuda.

—Espero —Salvador tomó una posición más intimista, y declaró—: Doña Piedad, no piense que me voy por el dinero. Ustedes fueron muy generosos conmigo…

Ella levantó su mano, como llamándolo a silencio, y luego remarcó con ternura:

—Aun si se fuera por dinero, a mí me parecería bien. Usted no es un esclavo para trabajar sólo por techo y comida, y por el momento es lo único que podemos darle nosotros. Vaya, busque a su hijo, construya un futuro. Yo no sé nada de su vida, ni pretendo que me cuente, sólo le digo que usted puede vestirse de peón y hasta jugar a serlo, pero no lo va a ser nunca. Se le nota en los modos y en los saberes. Vaya en paz, mire para adelante. Pero prometa venir a visitarnos, y traiga al gurí, a mí siempre me gustaron los niños. ¿Cómo es que se llama?

—Panchito… Francisco.

—Panchito, lo llamaré Panchito cuando pida por él en mis ruegos.

A Salvador se le llenó el corazón de emoción, un sentimiento que en los últimos tiempos no hallaba en su alma. Esa mujer postrada en una silla, aún joven pero avejentada, lograba instalar armonía en su alrededor.

—Gracias por todo, me marcho. Deje mi saludo a doña Visitación y a las jovencitas. A los muchachos pasaré a saludarlos ahora —Ya de pie, y antes de irse, prometió—: Vendré con Panchito a visitarlas muy pronto.

Antes de irse, Soledad lo interceptó:

—Tome, don Salvador, aquí hay comida, frutas y algunas otras cosas para el viaje.

—Gracias, Soledad. ¿Sabe una cosa? Mi mujer hubiese congeniado con usted, no tengo dudas.

La negra no dijo nada, y él no supo por qué trajo a colación el recuerdo de La Parda; quizá porque ambas tenían cosas en común: la piel oscura y un alma curtida de pesares.

Cuando se quedaron solas, Soledad sentenció:

—Éste todavía tiene el corazón atado al de la difunta.

—Y además carga con una cruz grande. Dios quiera que pueda quitársela alguna vez.

* * *

—Bueno, muchachos, a cuidar la chacra y la familia, nos veremos pronto si el Señor así lo quiere.

—Cuídese, Salvador. Y una vez más, gracias por haberme salvado —Lorenzo estaba por estirarle la mano, pero prefirió un abrazo, de esos que suelen darse los hombres a los que hermana la vida.

Tomás y Augusto se sumaron al gesto de afecto, y cuando emprendió la partida, Salvador tuvo la certeza de que regresaría a Loreto. Ya extrañaba aquel lugar con su tierra no tan roja como la que había conocido en otras partes, pero sí rosada como el atardecer.

Extrañaría su aroma a monte, a selva y a lagunas.