CAPÍTULO 16
Milagros
Lorenzo y Regina me habían contado sobre la situación en la que vivían los habitantes de Bella Unión, pero no imaginé que la desolación sería tal.
Ellos eran los herederos de esos guaraníes de la selva y de los ríos, los que habían tenido todo lo necesario al alcance de sus manos, los de las reducciones, los que lucharon en los ejércitos de mi padre, los que resistieron al avance de Corrientes, los que habían protagonizado una diáspora titánica… Puede que no se tratara de las mismas familias, ni menos aún de las mismas personas, pero sí provenían de esa misma raza que por siglos había perseguido una quimera.
—Está peor que cuando nos fuimos —me susurró Regina al oído.
Era evidente que tanto ella como nuestros esposos no podían ocultar el desánimo al ver el sitio así, tan desguarnecido.
La familia de Arandú nos recibió con entusiasmo. Karuguá, su madre y su hermana Namarú estaban fascinados con Arami. Su abuela, en cambio, me miraba a mí. No sabía qué decirle, hasta que finalmente fue ella quien habló:
—Él se ha transformado por tu amor, deberán cuidarse hasta el final.
Lorenzo, que estaba a mi lado, le sonrió. Yo quedé como atrapada en sus palabras, en ese modo que usó para decirlas.
Pese a que la sangre guaraní corría por mis venas, jamás había logrado mimetizarme con ellos. Sin embargo, al transitar ese lugar, descubrir esas miradas, observar esas manos curtidas y esas pieles ajadas, sentí un soplo en el alma. Era como si en lo más profundo de mi ser bramara la voz de mi padre. Era como si en un rincón del corazón me arrullara la voz de mi madre.
“Pobre comandante Andrés Guacurarí”, pensé al recordar las hazañas que la familia repetía una y otra vez sobre él. “Si viera lo desamparados que han quedado los nuestros.” Decir “los nuestros” me hizo trepidar la piel. Olvidé mis reparos y mis miedos; dejé de lado mis prejuicios y mis dudas, y sentí orgullo de ser hija de guaraníes.
* * *
Pronto nos fuimos acomodando en unas tiendas muy improvisadas, y lo que parecía tremendo al principio se volvió llevadero a fuerza de cotidianidad.
Pasados varios días, una mañana, los cascos de unos caballos hicieron vibrar el suelo. Venían unos cuantos jinetes, serían cerca de diez.
La alteración de las mujeres y la presencia inminente de los hombres fueron suficientes para darme cuenta de que no se trataba de visitas.
—¿Qué está pasando? —pregunté a Regina que tenía a Arami en sus brazos.
—No sé, parece que han venido a hablar con el cacique.
—¿Tantos son los que tienen que venir?
En ese momento se nos sumó Namarú.
—Han venido a darnos un último aviso.
—¿De qué? —no terminaba de entender.
—Es que algunos han tenido que…
—¡¿Qué?! —preguntamos con Regina al unísono.
—Algunos han tenido que adueñarse de cosas que no les pertenecen. En los últimos tiempos han sido ellos los que han traído las semillas y animales para comer. La gente acepta esas cosas porque tiene necesidad.
—¿Y ustedes? —consultó Regina, temerosa de la respuesta.
—A veces, pero no le digas a mi hermano. No quiero que se enoje con nosotros ni menos que se pelee con Roque.
—¿Ese tal Roque anda detrás de eso? —Regina hizo un gesto de malestar.
Namarú tardó en responder. Hasta que finalmente dijo con firmeza:
—Yo sé que mi hermano piensa que Roque está haciendo todo mal, pero él y quienes lo siguen son los únicos que nos ayudan.
—Cuidado con ése, lo andás defendiendo mucho.
La muchacha se sonrojó y yo salí en su defensa.
—Dejala en paz, Regina, ella no tiene nada que ver con esto.
—Parece que se están yendo —indicó Namarú señalando a los intrusos.
Acompañando al cacique y al consejo estaba gran parte de los hombres de Bella Unión, entre ellos, Arandú y Lorenzo. Se decidió que al atardecer todos asistieran a una reunión general a orillas del Cuareim para encontrarle una solución al problema.
Lorenzo caminó hasta mí y me abrazó sin decir ni una palabra. Arandú llegó junto a su mujer reclamando por su hija.
—¿Y? ¿Qué pasó? —consultó Regina.
—Esta tarde vamos a juntarnos todos con el consejo. Creo que lo mejor es parar con el robo a las estancias, pero también tenemos que pedir una reunión con las autoridades, necesitamos que nos ayuden, ellos nos trajeron acá y es hora de que se hagan cargo —manifestó Arandú.
—Deberían convocar a Roque —dijo, titubeante, Namarú.
—No lo han podido encontrar todavía, pero el cacique quiere que esté presente; a fin de cuentas, él ha ocasionado parte de este lío.
—¿Y el cacique no te contó que hace un tiempo, cuando los gurisitos estaban desmayándose de hambre y los viejos enfermándose, fue Roque quien trajo las batatas, las mandiocas y esas vacas que están allá para la leche?
Arandú se quedó mirando estupefacto a su hermana. Pocas veces la había escuchado hablar así, con ese tono y con tantas palabras a la vez.
—Hasta nuestra abuela comió gracias a ese saqueo —agregó la muchacha, y sin esperar respuesta se marchó.
—Me parece que Namarú anda en algo con el tal Roque —dedujo Regina.
—Lo que me faltaba —Arandú y Lorenzo se miraron llenos de interrogantes.
Yo tuve la certeza de que a los dos los invadía la duda sobre qué era lo correcto. Pero algo sí era seguro: llegado el momento, pelearían a favor de Bella Unión y su gente.
Arandú
En la reunión éramos muchos y de todas las edades.
—Deberíamos armar un grupo para ir a hablar con Don Frutos —dijo el cacique.
—¿Y qué vamos a decirle? —Era evidente que los jóvenes se inclinaban por el enfrentamiento.
Los mayores, a sabiendas de que la desventaja era mucha, preferían la diplomacia.
—A este lugar nos trajeron con promesas, nos usaron contra los portugueses y ahora nos abandonan a nuestra suerte —el que hablaba no era guaraní, sino un charrúa.
Estaba por pedir la palabra, cuando un grupo de caballos se perfiló en el horizonte.
—Son Roque y los suyos —afirmó el mismo charrúa, mientras que un grupo de muchachos alentaba a los que venían al galope.
Eran como una banda de forajidos, con las alforjas llenas y arrastrando algunos animales.
—Volvieron a robar, estamos en problemas —me dijo en voz baja Lorenzo y yo asentí preocupado por este pueblo que a causa de la desesperación había sellado su sentencia.
—Aquí estamos, y traemos comida —arengó Roque entre sapucais y palmas.
—Hoy estuvieron los estancieros y sus matones advirtiéndonos, y con esto no nos va a quedar otra que pelear —manifesté con evidente descontento.
—Y peleemos, entonces —desafió Roque.
Nos conocíamos desde chicos, y no tenía intención de discutir con él, pero me fue inevitable advertirle.
—Llegado el momento si hay que pelear, voy a pelear. Pero si tengo que enterrar a una de las mujeres de mi familia porque se te ha dado por hacerte el héroe bandido, voy a perseguirte hasta el corazón de la selva.
Empalideció y ya no tuve dudas: Namarú tampoco era indiferente para Roque.
De pronto escuchamos un bullicio que en segundos se impuso de manera aterradora. Tardamos en comprender. Las corridas y los gritos se mezclaron con el chillido trepidante el fuego.
—¡Nos atacan! Néike carajo… —me escuché vociferar y aferré mi mano al facón que llevaba colgado a mi cintura. Lorenzo palpó su arma blanca y su arma de fuego y también se puso en alerta.
Roque se adelantó y, con un grito estremecedor, se puso al frente de la lucha.
En los ojos del cacique descubrí la derrota y el final.
Regina
Milagros, Namarú, mi niña y yo nos habíamos alejado un poco del pueblo. Estábamos disfrutando del fresco bajo un lapacho mientras Arami tomaba la teta. Mucho antes de que alboroto nos alcanzara, algo en mí me hizo advertirles: “Nos atacan”.
Nos pusimos en alerta. Ninguna dijo nada, pero todas supimos que Bella Unión estaba sufriendo una embestida. El pueblo era un blanco fácil, la mayoría de los hombres estaban en el Cuareim, y las mujeres y niños no iban a resistir demasiado.
—¿Qué hacemos? —preguntó Milagros.
—Yo voy con los míos —Namarú se recogió el cabello, sacó un cuchillo afilado de sus botas y empezó a correr rumbo al pueblo.
—¡Namarú, Namarú…! —le grité varias veces, pero ella siguió adelante. Luego agregué—: ¡Vamos nosotras también! —saqué a mi hija del pecho y ella empezó a berrear con furia.
—Es una locura, vas a arriesgar a la niña. Nos quedamos aquí, seguramente los hombres van a venir a buscarnos.
—No, ellos van a ir al pueblo —estaba nerviosa, no sabía qué hacer—. Hagamos lo siguiente, quedate aquí con Arami y yo los busco.
—Hagamos al revés, vos sos la madre, quedate con ella y voy yo.
—Milagros, yo puedo defenderme, no le tengo impresión a nada y voy a ser más útil que vos.
Milagros
No estaba convencida de la propuesta de Regina, pero terminé aceptándola.
La contemplé marcharse mientras la niña lloraba en mis brazos.
“Ambyasy, jasy. / Ysoindy ojepokapáva okúi. / Ñande yvy jeko ijaku’ipáta / Opáta / ha nde imemby, máva jyváreiko rejeréta?”, empecé a entonar.1
Nunca supe de dónde me vino esa canción, ni menos aún lo que decía.
Lentamente, Arami se fue calmando. La melodía nos cubrió como un manto sagrado.
A lo lejos los llantos, los gritos y los tiros anunciaban la masacre.
1 “Jasy” (Luna), poema de Miguel Ángel Meza. (Yo sufro, luna. La luciérnaga se retuerce y cae. Dicen que nuestra tierra se hará polvo, se acabará, y tú, su hija, ¿del brazo de quién volverás?)