CAPÍTULO 12
—¿Te das cuenta de por qué te pedí que vinieras? Te la tenés que llevar, Visitación, lo antes posible —Piedad sonaba nerviosa.
—A lo mejor estás exagerando, es común que la cele, son como hermanos y esas cosas ocurren en una familia.
—Visitación, no puedo creer que sigas siendo tan ingenua. ¿De qué te han valido los años? Primero, que ellos no son hermanos, y segundo, que el escándalo de esta noche ha sido más que elocuente.
—¿Pero Lorenzo no está con la muchacha esa que es vecina?
—¿Margarita? Así parece, pero no hay entusiasmo allí. Tal vez al principio le interesaba, pero ahora lo veo apático. Además esa tensión que hay entre él y Milagros no me gusta. Yo no digo que mi hijo esté enamorado de ella, pero…
Visitación consultó con curiosidad:
—¿Y Milagros? ¿También sentirá algo por él?
—No lo sé. Mili es cerrada, no muestra sus sentimientos. De todas maneras, lo de ella es diferente, vive en este sitio, puro campo, casi no ve a otros muchachos, no tiene para elegir. En todo caso, lo de ella es algo más bien pasajero. Fijate ahora lo entusiasmada que está con Peter… Por eso creo que se tiene que ir con vos a Corrientes, le va a hacer bien tomar distancia, estar en la ciudad. Quiero que viva otras cosas, Lucía estaría de acuerdo.
—¿No la vas a extrañar?
—Sí, pero están Regina, Soledad y las muchachitas que nos ayudan con la casa. Yo puedo arreglarme, es importante que Mili se vaya, va a ser bueno para los dos.
—De todas maneras, hay que preguntárselo. Si no quiere irse, va a ser imposible, es una chica muy obstinada.
En eso apareció Pura, la mayor de las criaditas, con unos tés de yuyos para que las hermanas compartieran. La infusión las relajó, y dejaron de lado las dudas que las acechaban minutos antes. Se dedicaron a recordar los años pasados, cuando Lucía aún vivía. Recuperaron el buen humor.
* * *
Esa mañana todos habían ido al pueblo. Milagros se había quedado en la casa y estaba en la cocina ayudando a Soledad a pelar unas gallinas. De pronto apareció Piedad, quien le pidió que la acompañara a la sala porque debía hablar algo con ella.
Milagros estaba tensa, temía que su tía sacara el tema de Lorenzo, estaba segura de que intuía algo; sin embargo, lo que dijo la sorprendió.
—Visitación quiere invitarte a que te vayas una temporada con ella a Corrientes, le haría bien un poco de compañía.
—¿A Corrientes? Por Dios, empieza el verano y no quiero morirme de calor en la ciudad. Además, ella vive con doña Beatriz y Manuela, ¿qué compañía puede necesitar de mí?
—Es tu tía y también tiene derecho a disfrutarte un poco.
—¿Y qué voy a hacer yo allá? No conozco la ciudad, no sé cómo es la gente, además extrañaría muchísimo. No, decile que me necesitás acá, inventá algo, lo que sea, pero no voy a ir.
—Por favor, Mili, no es para toda la vida. Es bueno salir un poco.
—Ah, pero miren quién me lo dice. Cuando decidimos irnos de Santo Tomé casi te da un ataque de tristeza. Y además, casi nunca te has ido de la casa.
—Soy una inválida, ¿qué pretendés?
—Claro, como si esta silla te hubiera sido un gran impedimento… Si vos no necesitaste nunca irte para ser feliz, ¿por qué yo sí?
—Porque a tu madre le hubiera gustado que vivas otras experiencias, que conozcas a otra gente. Con tus primos lo vas a pasar bien, y además va a estar Peter.
Piedad era una mujer persistente, Milagros lo sabía, y aunque en el fondo no tenía intenciones de viajar a Corrientes, trató de dar por acabada la charla con un poco creíble: “Está bien, voy a pensarlo”.
* * *
—Disculpe, estaba buscando a mis sobrinos —Visitación llegó al establo y se encontró con el silencioso peón que siempre estaba junto a Lorenzo.
—Ellos no están aquí. ¿Puedo ayudarla en algo?
Sólo con escucharlo intuyó que no se trataba de un gaucho pobre e ignorante. Su acento le resultó extraño, y no pudo evitar la curiosidad:
—¿De dónde viene? Por su modo de hablar se lo pregunto.
—De la Banda Oriental, de las cercanías del Arapey. Pero mi madre era portuguesa y mi padre, español.
—Extraña mezcla en estas tierras…
—Mi acento es raro; de hecho, algunos me llamaban El Portugués —No supo por qué contó aquello, era algo que guardaba para sí, era la llave que abría el cofre secreto de su pasado, de una identidad que supuestamente debía ocultar.
Ella lo miraba intrigada, y él se detuvo un momento a deleitarse con su belleza. No era quizás el tipo de mujer en la que hubiera reparado en su juventud, pero allí, en ese instante, le resultó encantadora. Tan delicada, tan suave, tan grácil. Visitación rompió el embeleso al solicitarle:
—¿Usted podría ensillarnos dos caballos? A mi hija y a mí nos gustaría salir a pasear.
—Hay mucho lodazal por la lluvia, debería tener cuidado —le advirtió Salvador.
—Conozco como nadie los ríos, las lagunas, los esteros… No tema por mí. Soy una buena jinete y mi hija también.
La declaración lo sorprendió. La hacía más bien temerosa, y hasta débil. Pero no, era segura de sí misma, sólo que todo lo hacía con exquisitez.
—Quédese tranquila, señora, ya les preparo los alazanes.
—Le agradezco, y no me diga señora, llámeme Visitación. Con su permiso, voy a buscar a Manuela y regreso.
Salvador la observó marcharse y en su cabeza no logró comprender qué diablos hacía una mujer así en esas tierras. Por un instante le recordó a su madre.
Visitación, por su parte, tuvo la certeza de que esos ojos intensos y peligrosos escondían mucho más de lo que decían.
“El Portugués”, se dijo a sí misma y le gustó como sonó aquello en su boca, en sus oídos y en su piel.
* * *
—Usted es una bruja. Tengo la pierna casi perfecta.
—Primero era un ángel y ahora soy una bruja, avíseme cuando me vea como una mujer, y entonces le permitiré retomar su vida normal. Por el momento, tengo la sensación de que todavía delira —Regina le decía aquello con media sonrisa, mientras terminaba de limpiar la herida que había cicatrizado rápidamente, sin mayores complicaciones.
—Prefiero verla como un ángel o como una bruja, si la viera como mujer sería peligroso para mí y más peligroso aún para usted.
Regina se puso colorada, el corazón le palpitó torpemente, y se alejó un poco para ocultar su abatimiento.
—No he querido importunarla —Arandú comprendió que se estaba excediendo.
—No es usted quien me importuna; en realidad, todos los hombres me importunan. Me da vergüenza que me adulen, que me miren, que me digan algo bonito, soy demasiado rubia para estas tierras.
Él se puso de pie, con esfuerzo, y acercándose le habló con ternura:
—No debe avergonzarse de ser porã (bella), ni mucho menos avajuvá y blanca como el amanecer.
—Los hombres me dan miedo. Por eso prefiero quedarme en la casa, protegida por mis hermanos. Soy así… —Regina rara vez hablaba de sus miedos, pero ahora, con ese muchachón moreno que tenía al frente, sentía la necesidad de poner en palabras ese pánico que le generaba la presencia masculina.
—Hace muy bien en temer a los hombres, a veces no son buenos. Pero quiero que sepa que yo jamás le haría daño. Más aún, prometo no decirle nunca más algo bonito aunque se lo merezca.
Regina volvió a sonreír, bajó su cabeza, y luego dictaminó:
—Ya está listo para seguir con sus cosas. Cuide de no volver a lastimarse allí.
—Nunca en un mismo pedazo de carne se hacen dos heridas.
A ella le gustó que hablara así, como si fuera viejo… Su nombre, Arandú, significaba eso, sabiduría.
Se miraron un instante, un tiempo indeterminado, un tiempo lo necesariamente extenso como para que Regina se marchara sin decir nada más. Él la observó en su andar y volvió a sentir miedo: no la miraba como a un ángel, no la miraba como a una bruja… La miraba como a una mujer.
* * *
Era un domingo luminoso, y todos decidieron ir a pasar el día a la laguna. Manuela disfrutaba de la vida al aire libre, mientras Tomás y Augusto le enseñaban a pescar con una lanza. “Siempre con cosas de indios, ésos”, decía Piedad, mientras recordaban con Visitación y Felicitas anécdotas del tiempo pasado. Cada tanto, se colaba el nombre de Lucía y la nostalgia las dejaba silenciosas.
Soledad había preferido quedarse en la casa. Regina también se había excusado diciendo que tenía que ayudar a preparar la cena, aunque en el fondo estaba un poco apagada por la partida de Arandú, quien, en cuanto estuvo mejor, se marchó sin dar demasiadas explicaciones.
Lorenzo era otro del que hacía unos cuantos días no se sabía nada. Salía muy temprano, y regresaba cuando ya todos estaban durmiendo.
Peter y Milagros estaban bajo la sombra de un naranjo, charlando sobre algunas costumbres características de sus lugares. Él le contaba historias de su tierra, y Milagros le enseñaba el nombre de los yuyos, de las flores, de las aves. Era evidente que disfrutaba compartir tiempo con él. Nunca había conocido a un hombre así, no era impulsivo como Lorenzo, ni desbocado como Tomás, ni serio y pensativo como Augusto. Le fascinaban sus formas, parecía un hombre fino pero muy masculino a la vez.
Por un momento, el ulular de un ave la hizo desconcentrarse de la charla. Ella sabía que no era un pájaro, era Lorenzo con ese flautín de barro que imitaba a los zorzales y que por años había sido una contraseña entre ellos para escapar y vivir aventuras en los recodos de los ríos y lagunas; en aquellos sitios que sólo ellos conocían y en los que solían nadar sin que los mayores estuvieran acechando y diciéndoles toda clase de advertencias. Milagros no pudo evitar la tentación de ir junto a Lorenzo, así que se excusó con Peter y le dijo a Piedad que regresaría a la casa para buscar una manta.
—¿Tenés frío? Esta chica debe tener fiebre, si hace un calor bochornoso —Visitación decía esto mientras le tocaba la frente.
—Es que es muy friolenta —agregó Piedad—. Que Peter te acompañe, no quiero que andes sola.
—No, por favor. Dejalo, seguro que quiere reunirse con los muchachos y aprender algo de la pesca, hasta don Pedro se les ha sumado.
Antes de que alguien pudiera sugerir algo más, desapareció. Cuando ya el grupo estaba lejos, se desvió para cruzar al otro lado de la pequeña lomada que escondía aquel enigmático sitio. Entonces lo vio, de cuclillas, con la mirada hacia el horizonte, rumiando entre sus dientes un pasto verde, jugueteando con la arena de la orilla. En el fondo se arrepentía de haber acudido, incluso tuvo la tentación de irse.
Estaba por darse vuelta para emprender el regreso, cuando escuchó su voz:
—¿Ya te vas? Fue corta la visita…
Dudó, pero finalmente caminó decidida hacia él. Intentó mirarlo con desprecio, pero no pudo. Le dio ternura su rostro. Estaba triste, y más allá de todas las peleas de esos días, se trataba de Lorenzo. No podía dejarlo solo y sufriendo. Se sentó a su lado.
“Si él me llamó, que sea él quien hable, entonces”, pensó. Y se mantuvo callada.
—Escuché por ahí que te vas a Corrientes.
Las noticias volaban, Milagros ni siquiera lo había pensado y él ya hablaba del viaje.
En un arrojo de sinceridad le aclaró:
—No voy a irme, le dije a Piedad que lo pensaría para que no siguiera insistiéndome, pero Corrientes no es lo mío. A mí me gusta acá.
—Pero dicen que la ciudad es linda.
—Vos fuiste algunas veces, ¿no?
—Sí, pero fui por otras cosas, no a pasear. Una princesa como vos merece vivir en una ciudad y aunque mal me pese… también merece un príncipe.
Milagros se conmovió con esas palabras. Por un instante deseó olvidarse de que eran primos, de que vivían bajo el mismo techo, de que él tenía novia. Tuvo deseos de abrazarlo y de que la abrazara, quería decirle que no lo dejaría nunca, y que ningún príncipe podría cuidarla como él. Instintivamente apoyó la cabeza en su hombro. A Lorenzo lo enterneció el gesto y comenzó a acariciar su espeso cabello negro.
Se quedaron así, muy juntos, con la respiración agitada.
—Ese Peter no sería un mal partido, ni siquiera tendrías que plantar batatas y mandiocas por el resto de tu vida —algo de humor se colaba en esas palabras.
—Peter es un buen muchacho, pero somos amigos, nada más —manifestó Milagros con serenidad.
—Estuve mal la otra noche, ¿no? —Cuando se ponía así era como un niño.
—Pésimo —Dudó en preguntárselo, pero finalmente lo hizo—: ¿Por qué armaste ese escándalo?
—Por celos —Su sinceridad no le dio tiempo a nada, ni siquiera se dio cuenta de que le tomaba la cara con sus manos, mientras repetía en un susurro—: Me están pasando cosas, Ñasaindy, no sé muy bien qué, pero no lo puedo evitar… No encuentro paz, y no quiero a nadie revoloteándote.
“Debería irme de acá”, pensó Milagros. Pero ya era tarde, sus labios se rozaron, un poco sin querer y otro tanto buscándolo. Ella se apartó, alarmada, pero no tuvo el valor de alejarse. La tierra la retenía, le aprisionaba los pies.
—Lorenzo, es evidente que algo nos está pasando pero no puede ser. Olvidemos todo, por favor.
—¿Por qué? Ni siquiera llevamos la misma sangre.
—Igual, no es del todo correcto. Además, tenés una novia, ¿no?
—Eso se puede terminar, no es un impedimento.
—Para ella sería una desilusión, y para Piedad también —Esa última frase fue un susurro.
—A Margarita se le va a pasar, y con respecto a Piedad… bueno, lo tendrá que aceptar.
—No es así, al menos por gratitud deberíamos hacer las cosas bien.
—Andate, entonces, a Corrientes, porque quedándote acá nos vamos a hacer daño y vamos a dañar a los demás —Lorenzo estaba disgustado.
—Por favor, ni que estuviéramos enamorados. Es una confusión, nada más —Para Milagros lo mejor era desmerecer esos sentimientos.
—Si es algo que no tiene importancia, y que podemos olvidar tan fácilmente, andate a Corrientes, la distancia nos va a ayudar —Lorenzo estaba a punto de agregar algo más, pero la voz de Peter lo sorprendió:
—¡Ah! Estaban aquí. Me mandaron a buscarte, Milagros, vi unas huellas para este lado y pensé que tal vez te había ocurrido algo, pero veo que estás bien acompañada. ¿Cómo estás, Lorenzo?
Milagros aprovechó la intervención para ponerse de pie y alejarse. Ella y Peter se marcharon juntos rumbo a la casa.
Lorenzo volvió a sentirse desahuciado.