CAPÍTULO 16
El Cambá Cuá explotaba en adornos y flores. Aquel asentamiento se había creado a fuerza de exilios y luchas. Allí vivían los negros, los mulatos y los pardos que habían acompañado a Artigas en su proyecto independentista. Eran los que con orgullo portaban el título de “lanceros”, eran los que henchían su pecho al presentarse como “fieles seguidores del Protector”, eran familias enteras que habían confiado en el sueño revolucionario de la emancipación y la igualdad. Eran los que habían acompañado a su líder al Paraguay, cuando éste debió dejar la Banda Oriental. De pronto, el Paraguay se transformó en la nueva tierra. Allí, Gaspar de Francia los recibió otorgándoles ese pedazo de territorio en el que intentaban mantener sus costumbres y sus sueños intactos, siempre cerca de Oberá Pacaraí, como lo llamaban en guaraní a José Gervasio.
Pese a que el Supremo —Gaspar de Francia— tenía mala fama, el Paraguay era una especie de fortaleza cerrada al mundo en el que la comida y la educación no faltaban. Ellos habían adoptado esa tierra impulsados más por la fidelidad que por el deseo, y en aquel enero caluroso y húmedo se disponían a vivir su gran fiesta de San Baltazar.
El rey mago negro era el patrono del Cambá Cuá; su carita oscura intercedía por sus ruegos. El amarillo y el colorado eran los colores elegidos para vestirlo, y los tambores los encargados de dar inicio a una ceremonia que tenía cierta mezcla de cristianismo y candomblé. Lo pagano y lo místico se mixturaban allí, con el encanto propio de lo que lleva consigo la marca de la autenticidad.
Fue en el día previo al festejo guazú que Salvador llegó al lugar. Aunque aún no podía quitarse la rabia y el dolor, el corazón le pesaba menos que en aquel ingreso nefasto de meses atrás.
Los ranchos no se parecían a la imagen que se había llevado en sus ojos cuando partió, todo era más alegre.
De pronto, lo vio: no había pasado tanto tiempo, pero estaba más alto, más despierto, más vivaz. Correteaba con un grupo de niños llevando cuerdas y flores, y tuvo la certeza de que Panchito pertenecía más a aquel sitio que a la crudeza de las cuchillas y las pampas.
No se atrevió a llamarlo, se limitó a mirarlo. Quería observar cómo se reía, cómo jugueteaba. A La Parda le hubiera gustado verlo así, “entre su gente”, como solía referirse a los habitantes del Cambá Cuá.
Fue Panchito quien lo reconoció y con un grito entusiasta lanzó al aire “mi papá”, para indicárselo a los demás niños y disparar hasta donde estaba él.
Salvador sintió una mezcla de culpa y emoción. Durante el largo trayecto había pensado en muchas cosas; entre ellas, en la posibilidad de que su hijo lo rechazara por haberlo abandonado. Pero no, allí estaba: sonriéndole.
Bajó del animal, y cuando tuvo al niño cerca lo abrazó con fuerza. Nunca lo había amarrado de esa manera, con tanto fervor.
—Mamá me dijo que pronto ibas a venir a buscarme —comentó Panchito con naturalidad.
Salvador al principio no entendió, pero el niño aclaró:
—No es que vino como alma en pena. Al contrario, estaba bonita y sonriente, vino a visitar mi sueño y me dijo que vendrías pronto.
Salvador no pudo evitar pensar en La Parda. Ella siempre había tenido una sensibilidad especial para conectarse con los muertos. Cuando hacía ese tipo de comentarios, El Portugués le recriminaba —en tono de broma— que la quemarían en una hoguera por hereje. “Primero tendrían que atraparme”, respondía ella desafiante.
Estaba aún tratando de comprender a su hijo, cuando Cruz se acercó para aclarar el comentario:
—Parece que tu Panchito tiene el don: puede hablar con los dos mundos…
Definitivamente allí, en el Cambá Cuá, no imperaba la razón. Sentir las fuerzas del mal, tener visiones, hablar con las ánimas y otras cosas similares, eran moneda corriente. “Tener el don” era visto como un privilegio.
Los ancestros de los africanos les habían dejado la única herencia que podía sobrevivir a la esclavitud y a la opresión: ver más allá de los mortales. Los indios tenían comportamientos similares. Y él —lleno de sangre europea en sus venas— no terminaba de entender la naturalidad con que ellos asumían esa espiritualidad.
—Venís más liviano, aunque todavía te sangra el corazón —sentenció Cruz—. En el novenario al santito recé por La Parda, pero más recé por vos.
El Portugués ya no tuvo dudas: en el Cambá Cuá, lo espiritual y lo terrenal convivían en absoluta armonía.
—Vamos a tomar algo fresco, está caluroso. Llegaste justo para la fiesta de San Baltazar; ya te concederá algo mi santo, solamente hay que saber pedir —recalcó Cruz. Salvador alzó a Panchito y lo llevó en sus brazos hasta el rancho de esa enigmática mujer a la que había visto varias veces, pero que recién ahora empezaba a conocer.
—¿Cómo te ha ido con los guaraníes? —preguntó Cruz mientras servía una limonada fresca.
—No pude dar con Tacuabé ni con Cumandiyú. En realidad, cuando llegué me arrepentí, y justo había un muchacho en problemas y un herido a los que decidí ayudar. Ellos peleaban por la misma causa de los caciques, pero no les ha ido bien. Los correntinos se han quedado con Misiones nomás.
—Bueno, si no diste con Tacuabé ni con Cumandiyú será porque ya estaba escrito así. Y si diste con los otros, es porque también ya estaba escrito así.
—El muchacho y su familia resultaron ser muy buena gente… De hecho, una de sus tías tiene una estancia en las afueras de Corrientes y me ha contratado. La paga será buena y hasta me permite llevarme a Panchito conmigo.
Cruz frenó lo que estaba haciendo y lo observó con seriedad.
—¿Cómo es ella y en qué situación está?
La pregunta lo desconcertó. No lograba entender muy bien a qué se refería, pero igual le respondió.
—Es más bien joven, debe tener unos pocos años menos que yo. Es una linda mujer, muy educada… En cuanto a su situación, creo que tiene un buen pasar; si no, no me contrataría.
—No me refiero a su situación económica, me refiero a si es soltera, casada, viuda…
—Ah… es viuda —A Salvador no le gustaba que lo interrogaran, pero era imposible evitar a alguien como Cruz.
—Bien, entonces andá para Corrientes. Si era casada, te hubiera dicho que no, pero viuda es otra cosa.
—No pienses tonteras, yo no estoy para eso. Mi corazón pertenece y pertenecerá por siempre a La Parda.
—“Por siempre.” Uh, por siempre es demasiado tiempo.
Al recordar a Visitación, llamó a Panchito y buscando en su alforja sacó el animalito de madera.
—¿Para mí? —al niño se le iluminaron los ojos.
—Sí, te lo manda la señora de la casa donde voy a ir a trabajar. Vas a venir conmigo, ya la vas a conocer, es muy buena.
—¿Entonces vamos a volver a estar juntos?
—Sí, hijo, volveremos a estar juntos.
Cruz se acercó a mirar el regalo y con sorna comentó:
—Quiere conquistar al niño para luego ir por el padre…
—No, Cruz. Si la conocieras, no dirías algo así.
—Es una chanza, y además, si así fuera, ¿qué tiene de malo? Es viuda y vos viudo…
Salvador dejó pasar el comentario y volvió a abrazar a su hijo.
Llegada la tarde empezó el ritual. Los únicos autorizados a bailar eran los negros. El resto sólo podía oficiar de espectador. Los tambores dieron inicio a sus ritmos hipnóticos, y mientras dos filas enfrentadas —hombres de un lado y mujeres del otro— se movían acompasadamente, las parejas iban pasando por el medio con movimientos enérgicos y sensuales. Salvador recordó años pasados, cuando en varias oportunidades había llevado a Eunice al festejo. Mirarla bailar era perderse en el terreno del deseo. Antes de su boda habían participado de un festejo similar en el que habían anunciado el casamiento. Esa noche la había hecho suya por primera vez. No parecía una virgen temerosa ni novata. Por el contrario, fue audaz al darle vía libre para hacer y deshacer sobre su cuerpo. Estuvo largo tiempo mirando su perfecta desnudez, luego sus labios fueron marcando cada centímetro de su piel oscura, y cuando la sintió dispuesta y excitada, la tomó sin reparos. Antes de que ella perdiera los estribos, se recostó y la ubicó con firmeza sobre sí, quería verla jinetear sobre él, ésa había sido siempre su fantasía.
Había pasado mucho tiempo de aquello, pero no podía borrar el frenesí que le causaba esa imagen. Estaba aturdido, envuelto en una ensoñación signada por el batir de los parches, el calor de enero y la luz tenue de las velas. Ese santo negro, mitad rey mitad esclavo, se erigía ante sus ojos como inquiriéndolo. Ese Baltazar sabía de su alma enferma.
De nuevo se dejó embriagar por el sopor cadencioso de la celebración. Descubrió a Panchito que se movía con otros niños y daba palmas entusiasmado. A diferencia de Manolo, él tenía más acentuados los rasgos mulatos y una manera de andar y moverse propia de la sangre africana.
Dejó de resistirse y se entregó al rito. En un arrebato se dejó seducir por los ojos de una negra. Mientras la gente daba vueltas, rezando, pidiendo, cantando y bailando, se fue con la muchacha de la mano hacia una zona alejada y oculta entre las matas. La tomó en forma mecánica, sin intercambiar palabras, sin siquiera detenerse a acariciar sus senos o besar su boca con ternura. Fue casi un desquite, corto, breve, urgente. El orgasmo llegó rápidamente, dejándolos exhaustos y sin nada que decirse. La chica acomodó su ropa y se esfumó en la noche. Él se quedó confundido, sin saber si eso había ocurrido realmente o si sólo había sido producto de ese estado alucinado al que lo habían llevado el son de los tambores y la excitación por el recuerdo de La Parda.
Retornó incómodo.
Al llegar a la ronda sus ojos se cruzaron con los de Cruz. Sintió vergüenza, presentía que ella sabía de aquel encuentro sexual concretado más por instinto que por deseo.
Al amanecer, lentamente, la gente se fue marchando. Cruz le dejó su rancho a Salvador y a Panchito. El niño dormía plácidamente, mientras se escuchaban los últimos tambores.
Antes de irse, la mujer le preguntó:
—¿Cuándo te vas, Portugués?
—En dos o tres días.
—Voy a extrañar al niño…
—Vamos a venir a visitarte.
—Dejate de tantas promesas. Si pueden, vienen, y si no, ya veré la forma de colarme en los sueños de Panchito.
Cayó rendido y durmió profundamente.
Lo despertó un nuevo día, lluvioso, fresco. No recordaba lo que había soñado, pero sí supo algo: seguramente estaba asociado con Ramallo Chico. Sentía la necesidad de diseñar nuevamente su plan para acabar definitivamente con ese hombre y con todo lo que él amaba. Casi sin querer se había distraído demasiado, pero la venganza bramaba y pugnaba por recuperar el terreno perdido en su interior.
Tres días después, padre e hijo partieron rumbo a Corrientes.
—Tía Cruz, la quiero mucho —dijo Panchito rodeando su cuello.
—Tomá, muchachito, llevá esta pulsera con dientes de yaguareté para que te cuide. Ven a mis sueños, a contarme cómo estás —agregó en un susurro. Luego se dirigió al padre—: Tu alma aún no está purificada, Portugués, te queda un largo camino y una encrucijada por resolver.
Salvador no respondió, agradeció con un gesto y ambos dejaron el Cambá Cuá.
“Tardarán un tiempo en regresar”, se dijo Cruz.
Tuvo la tentación de llorar, pero no se lo permitió.