CAPÍTULO 3

El lucero aún brillaba en el firmamento. Todavía no aclaraba, pero quería aprovechar el fresco del amanecer para iniciar la travesía. Estaba terminando de preparar sus alforjas, cuando sintió los pasos de su mujer.

—Parda, ¿qué hacés levantada a estas horas?

—Quería acompañarte con unos mates, antes de que te vayas.

La mujer se instaló junto a él en la galería y se dispuso a comenzar con su rito cebador, mezclando yerba y yuyos.

—Te hubieras quedado a descansar un rato más.

—Igual tengo que madrugar, quiero alimentar temprano a los animales. Va a estar caluroso hoy.

—No quiero que trabajes tanto, para eso contamos con Tuco, Tinto y Chapero.

—Ah, el Chapero ese no me cae.

—El primo sí te caía.

—Valentín Chapero era un buen hombre, pero este primo que nos dejó de yapa cuando se fue… es harina de otro costal. En el pueblo hablan pestes de él.

—A nosotros en este tiempo no nos ha faltado en nada.

—Gracias a tus ojos largos y a mis riendas cortas. A tu regreso le decís que se vaya, vamos a buscar a otro para que nos ayude —agregó La Parda con resolución.

—Sos desconfiada, Parda.

—Como vos confiado, Portugués.

—Tratá de no llamarme así, ésta no es una buena época para llevar ese apodo.

—Nunca ha sido buena época para ese apodo —bromeó.

Desde hacía dos años, la región estaba inmersa en lo que se conocía como la guerra Cisplatina; Argentina y Brasil se disputaban el dominio por la Banda Oriental.

A Salvador Baltazares le había tocado acompañar a su gente desde el inicio de la contienda, y su última participación había sido meses atrás durante el triunfo de la batalla de Ituzaingó, que en términos reales había marcado casi el final del enfrentamiento. Luego, había pedido un permiso para regresar con su familia; retorno que poco y nada tuvo que ver con esos acontecimientos bélicos y políticos. Había sido la tragedia la que lo había hecho retornar.

Cuando La Parda le convidó el mate, Salvador sintió la necesidad de atraerla de un tirón hacia su cuerpo, su calor le ayudaba a borrar la amargura que le acicateaba la memoria. Prefería no pensar en las pérdidas. Ella, consciente de ese dolor que aún les costaba superar, lo abrazó con ímpetu. Su mujer era apetitosa, podía sacarlo del infierno con la fuerza de sus brazos de lancera, o llevarlo al deseo abrasador con la lisura de sus piernas.

Batallando se habían conocido, y batallando vivían cada día. Las causas ya no eran las luchas territoriales ni los sueños de la Patria vieja. Éstas eran otras batallas, más pequeñas, más personales, más profundas.

Era tal el amor que los unía que ambos renunciaron a sus familias. La Parda no se fue con sus negros, que siguieron a Artigas al Paraguay. Y Salvador, al perder a su padre, vio desde la distancia cómo su madre y su hermana se embarcaban rumbo a España.

Desde entonces el Arapey se transformó en su lugar. Allí tenían esos campos a los que les costaba prosperar a causa de los enfrentamientos fronterizos e internos de la región. Pero igual no dejaban de trabajar a sol y a sombra… Si no hubiera ocurrido lo de Manolo, si tan sólo la maldita viruela no se lo hubiera llevado, habría sido más sencillo levantarse cada día, sonreír al final de la jornada, esperar con ansiedad el nacimiento de un potrillo, mirar con esperanza hacia el futuro.

¡Qué felices habían sido! Y pensar que tal vez en ese momento no lo sabían… Pero se esforzaban, intentaban volver a reconstruir otra felicidad pequeña con aroma a nostalgia.

Esa mañana Salvador había madrugado con la intención de trasladar unos animales a una estancia del Brasil, no sería algo bien visto por los chacareros y estancieros de la zona, pero la paga por esas cabezas de ganado representaba un ingreso importante.

Cuando el esposo terminó de besarla apasionadamente, Eunice se separó y con sobreactuado enojo le recalcó:

—Cualquiera diría que vas a extrañarme…

—¿Creés que no, acaso?

—Y si tanto me extrañás por qué no le vendés las vacas a Ramallo Chico, ya sabés que viene hace tiempo tratando de negociarte los animales.

—¿Otra vez con lo mismo? —Salvador se mostró ofuscado—. Ya te dije: en primer lugar paga poco, en segundo lugar apoyó a Ramírez cuando fue lo del Pacto, y en tercer lugar se ha dedicado a ensuciar mi nombre diciendo que tiro para el lado de los portugueses.

—Si se entera que le vendés las vacas a los del otro lado, va a tener razones para justificar sus blasfemias.

—Yo se lo vendo a gente que paga lo que corresponde, no miro su origen.

—No mirás el origen, pero sos rencoroso. Ésa es tu mayor miseria, Portugués.

—¿Acaso te parece bien lo que hizo y sigue haciendo Ramallo?

—Ya, ya, ya, no voy a seguir discutiendo. Vos y yo no vamos a ponernos de acuerdo nunca en ese punto. Viajá hasta el otro punto del mundo con tal de no hacer negocios con Ramallo Chico.

—Además… —Salvador iba a agregar otra cosa pero se quedó mudo.

Eunice lo miró y con picardía le dijo:

—Ah, ya veo. Además le tenés celos…

—Él me tiene celos a mí, me cela por tener a la más linda a mi lado —volvió a abrazarla y a besarla. Eunice lo dejó hacer con sumisión. En algo tenía razón su esposo, aunque no se atrevía a admitírselo. Ese Ramallo Chico a veces se propasaba con las indirectas. Ella trataba de esquivarlo cada vez que se lo cruzaba, pero el muy sinvergüenza solía interceptarla a solas para decirle frases que siempre guardaban un doble sentido. Como buena mujer criada entre hombres rústicos, sabía interpretar pero se hacía la tonta, como para no darle crédito y evitar disputas mayores.

Salvador volvió a soltarla para terminar de preparar sus cosas. La Parda rápidamente le recordó:

—A tu regreso quiero que me lleves al Cambá Cuá, quiero ir a visitar a mi gente, y de paso ver a mi padrino.

—Sí, además siempre piden que les llevemos a los niños… —los dos se quedaron petrificados.

“Los niños”… Aún no se acostumbraban a la ausencia de Manolo. Los asaltó una tristeza árida, sin lágrimas, de esas que se van cubriendo con silencios extensos, con pupilas perdidas en la nada.

Eunice, mujer acostumbrada a los infortunios, solía conformarse diciéndose: “Todavía tenés mucho”. Por esa razón fue que logró recomponerse para corregir el desliz:

—Al niño, tenemos que llevarles a Panchito.

Su marido aún no lograba salir del mutismo, así que acercándose lo abrazó y le susurró:

—Sé que un hijo no cubre la ausencia de otro, pero… creo que estoy preñada.

Él se dio vuelta y de pronto un brillo intenso iluminó esos ojos azules enmarcados de cejas y pestañas tupidas.

—¿Segura? ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Por eso, porque no estoy segura. Quería esperar a tu regreso, pero te lo digo ahora como para que vayas sabiendo —Él se agachó para besar su vientre.

Eunice era de las mujeres que evitaban emocionarse, lo suyo era la fortaleza. Así que casi obligando a su esposo a ponerse de pie le reconvino:

—Emprendé el viaje de una buena vez. Que entre tanta charla, cuando salgas a vender esas vacas este niño que llevo en el vientre ya andará jineteando.

—Ay, Parda, ¡sos el amor de mi vida! —confesó, conmovido.

—Y vos el mío, Portugués. Andá, para que no te agarre tanto el calor.

—Sí, los hombres me están esperando —volvió a besarla para luego advertirle—: No te esfuerces; que trabajen los otros tres que para eso les pagamos. Cualquier cosa te vas para el rancho de Deolinda.

—Soy fuerte, ya sabés que he trabajado hasta el último día y a mis hijos los he parido en menos de dos horas…

—Y a los tres días ya estabas de nuevo en el campo —le recriminó él.

—No estoy enferma. También se preñan las vacas y mugen —retrucó.

Él estaba por marcharse, pero rápidamente se volvió, y quitándose la cadena en la que portaba un dije con un cisne y una rosa, se la entregó. Ésa era la cábala cada vez que se separaban.

—Tomá, para que no te olvides de mí.

La Parda rio con sus dientes blancos y sus labios carnosos.

—Como si pudiera… Y vos, Portugués, llevá mi cruz de madera. No vale tanto como tu joya, pero un Cristo es más poderoso que estas niñerías de cisnes y rosas.

—Cuidá al gurí.

—Tranquilo, vamos a estar bien.

Él empezó a caminar hacia los corrales. Ella observaba su partida mientras tomaba un mate que ya le sabía a desasosiego.

* * *

A media mañana, Eunice vio llegar a los tres peones que habían contratado. Tuco era un hombre más bien mayor, del que poco sabían, pero que siempre había sido respetuoso con ellos. Tinto era un muchachón atontado al que había que explicarle mil veces lo mismo.

El Chapero nuevo en nada se parecía al otro, al primo. Éste tenía mirada ladina, como bañada en resentimiento. De pocas palabras y muy apto para las labores pesadas. A Eunice no le gustaba, pero tampoco tenía nada para decir en su contra. Igualmente, no le quitaba los ojos de encima. Estaba segura de que más temprano que tarde lo encontraría en una trastada.

—Buenos días, doña Eunice —saludó Tuco. Los otros dos no dijeron nada, sólo se limitaron a bajar el ala del sombrero.

—¿Cómo anda, don Tuco? Aquí hay mate y unas tortillas recién hechas. Ya anduve por los corrales, así que necesito que se concentren solamente en lo del campo.

—Como usté mande, doña Eunice —agregó Tuco.

—¿Y el patrón? —consultó con curiosidad inusitada Chapero.

—Ha tenido que irse unos días —respondió Eunice, cortante—. Los dejo porque me voy a lo de mi comadre Deolinda. Estamos haciendo dulces para el casorio de la hija de don Echegaray.

—¿Quiere dejarnos al gurí? —preguntó Chapero. 

Eunice aclaró de mal modo:

—El gurí se va conmigo, que para eso soy la madre.

* * *

La mujer y el niño partieron a lo de Deolinda y se quedaron allí hasta la tarde. Eran buenas amigas, aunque Eunice no llegaba a los treinta años, y Deolinda era una mujer mayor que seguramente pasaba de los cincuenta. Hablaban de todo un poco, y la vieja era buena para dar consejos. Para Eunice era como una madre. El haber crecido sin una había sido por momentos complicado. Su padre, Francisco, nunca había querido contarle nada al respecto, pero años atrás, en su lecho de muerte, le había confiado que era producto del gran amor que había tenido con una bonita chica blanca de Montevideo. Cuando los progenitores de la joven la supieron embarazada la mandaron al campo a parir. Ellos querían entregar al bebé a una familia acomodada, pero Francisco se escapó de sus amos y la halló. Con la complicidad de la joven, que se llamaba Gertrudis, logró robarse a la niña. Pasado un tiempo intentó buscar a Gertrudis, pero no pudo dar con ella nunca más. Lo último que supo fue que la habían encerrado en un convento de clausura. Entonces Francisco se juntó con otros negros artiguistas en busca de la libertad, pues se lo debía a su hija que dependía sólo de él.

Así creció La Parda, en un mundo de negros y mulatos, en medio de batallas que le permitieron acabar en los brazos del Portugués.

Su vida era intensa, había experimentado de todo, más que cualquier otra mujer. Aunque joven de edad sus aventuras eran tantas que, cuando las contaba, Deolinda solía decirle: “Parecés de mil años, m’hija”.

Esa tarde, sin ir más lejos, se sentía dichosa. Hacían dulces y contaban anécdotas, mientras el pequeño Panchito jugueteaba entre naranjas. A veces se le contraía el pecho por la ausencia de su Manolo, pero se reponía repitiendo: “Todavía tenés mucho”.

Cerca de las cinco se despidió. El viaje le llevaría poco menos de una hora, pero no quería regresar con oscuridad. Además, debía controlar la tarea de los peones.

Durante el trayecto pensó en su hombre, seguramente andaría por andurriales y caminos extensos, poniéndole el cuerpo al cansancio y a la soledad. La vida campera era dura, pero ése era el mundo de Salvador. Ella, en cambio, prefería la batalla, los campamentos y las veladas de candombe de sus negros. No era más fácil, pero sí menos solitaria.

Iba montada a lo varón en su yegua, con el niño sentado adelante, cuando creyó ver algo extraño. Tras unos árboles divisó a Chapero hablando con uno de los matones que siempre acompañaban a Ramallo Chico. No escuchaba lo que decían, pero una idea se le fijó en la cabeza: “Nos quieren perjudicar”. Frenó la marcha y permaneció oculta, observando la escena. Trataba de decodificar sus gestos, pero ni siquiera así lograba comprender. De pronto, el caballo se alteró. En su corcoveo, Panchito cayó al piso. Ella, atenta como estaba a la escena, no tuvo los reflejos para sostenerlo. El relincho del animal y el llanto del niño los dejaron al descubierto ante los ojos de los dos hombres. Eunice bajó con premura, subió a Panchito, lo aseguró a la montura y espoleó a la yegua que salió hecha una furia con el pequeño aún bramando por su madre.

La mujer quedó frente a frente ante los hombres. Ellos avanzaron, facón en mano. Ella los imitó, con entereza.

Miró al animal con su hijo ya lejos, rumbo al rancho de Deolinda, y sólo atinó a pensar: “Todavía tenés mucho, Parda”.