CAPÍTULO 11

Cuando tuvo la certeza de que su sobrino se recuperaría, Visitación regresó a Corrientes. Tenía muchas cuestiones por resolver, y además quería ser ella misma quien le diera la noticia a Milagros.

Antes de marcharse, le consultó a su hermana:

—Seguramente, Milagros querrá venir. ¿Qué hago?

—Si quiere volver, que lo haga. Yo no la confiné a Corrientes, se fue por su voluntad, y si regresa también será por su voluntad.

Durante el viaje pensó en varias cosas: en Lorenzo y ese semblante sesgado de dolor y rabia, en la muerte de Margarita tan joven y fecunda, en Augusto herido, y en los problemas que tendría su hermana después de semejante escándalo. El hecho de que el comandante estuviera metido en el medio era una gran complicación. También pensó en Milagros, ¿qué diría al enterarse de la muerte de Margarita? Seguramente se pondría triste, pero también le significaría cierta liberación… No le gustó pensar de esa manera, pero le fue inevitable.

Como Visitación regresó a la casa antes de lo previsto, Milagros y Beatriz se sobresaltaron. Algo había ocurrido.

Su suegra no tardó en preguntar:

—¿Qué ha pasado?

—Una desgracia —afirmó Visitación.

Milagros quedó paralizada, no tuvo ni siquiera el coraje de averiguar.

Al ver que las dos mujeres estaban expectantes, prosiguió:

—Atacaron la casa justo el día de la boda. Los muchachos intentaron defenderse, pero hubo tiros y… —la pausa fue breve, pero Milagros creyó que iba a perder la estabilidad— hirieron a Margarita y a Augusto. Él se encuentra mejor, pero la otra… pobrecita, murió.

Milagros tuvo una sensación encontrada. Durante el relato había temido por Lorenzo y por el resto de su familia, pero al escuchar el nombre de Margarita sintió cierto alivio que no tardó en transformarse en pesar.

—¡Dios mío! ¡Qué horror! —doña Beatriz estaba espantada.

—Todo fue un horror —brevemente, Visitación les hizo un recorrido cronológico de los hechos. Al finalizar, y viendo que su sobrina no abría la boca ni reaccionaba, le consultó—: ¿Estás bien?

—Es que ella tenía una linda noticia para contarte y pobrecita, ha quedado conmocionada —se apresuró a aclarar Beatriz.

—¿Qué noticia? —Visitación se puso inquieta.

—Ha aceptado la propuesta de compromiso con Peter —agregó la mujer.

Visitación y Milagros se miraron, y sin mediar palabras lograron entender el peso de esa decisión. El compromiso con Peter; con Lorenzo fuera de juego era un escenario, pero ahora todo parecía cambiar. Milagros sentía que lo de la proposición era algo tan lejano. Visitación no dijo nada al respecto, simplemente le preguntó:

—¿Querés viajar para Loreto?

Milagros asintió con la cabeza. A los pocos días salió rumbo a su hogar con el espíritu enmarañado.

* * *

Lorenzo hizo la tentativa de asistir al velorio y al entierro de Margarita, pero tanto don Martín como sus familiares se pusieron intransigentes. Hubo escándalos, insultos, discusiones. Piedad intentó interceder pero ni siquiera así logró revertir la situación. Lorenzo andaba endemoniado.

Cuando esa tarde sonó la campana, Piedad tuvo la certeza de que era Milagros. Al asomarse por la ventana confirmó su intuición. Se alegraba de tenerla nuevamente de regreso, pero sabía el efecto que eso causaría en su hijo.

Regina, que andaba por afuera, fue la primera en recibirla. Corrió hacia ella y la abrazó con emoción.

—¡Qué suerte que estás aquí! Te extrañábamos.

—¿Cómo está Augusto? —preguntó.

—Por lo menos, no ha empeorado. Anda dolorido y todavía en cama, pero calculo que va a recuperarse. Lo peor no es él, lo peor es Lorenzo.

Milagros no dijo nada y caminó hasta la casa. Allí la esperaban Piedad y Soledad con los brazos abiertos. Tomás y Lorenzo no estaban, habían ido hasta la estancia de don Cosme.

Quiso ver a Augusto, pero como supo que estaba descansando lo dejó para más tarde. Las cuatro mujeres se reunieron en la sala, dispuestas a ponerse al día con todos los sucesos.

Milagros dudaba de contarles lo de su compromiso con Peter. Antes de partir, había hablado con él. El muchacho se mostró contrariado, el contrincante que creía ya vencido volvía a reaparecer, pero Milagros le había prometido que todo seguiría igual. Tal vez no fue convincente al decirlo porque a él le costó creerle.

Cuando Piedad, Soledad y Regina agotaron todos los detalles de lo ocurrido, Milagros lanzó su noticia sin demasiado preámbulo:

—Decidí aceptar la propuesta de Peter, vamos a comprometernos.

Esas frases solían generar muestras de alegría, pero allí nadie dijo nada. Todas se quedaron pasmadas. Piedad intentó recomponerse y expresó con una sonrisa fingida:

—Me alegro mucho, ¿estás contenta?

—No es éste un buen momento para estar contenta —respondió Milagros, vacilante.

Regina no pudo ocultar lo mal que le había caído la noticia. Se levantó, molesta, y le recriminó:

—Un golpe más para Lorenzo. Espero que no hayas venido a decírselo justo ahora, tiene bastante con lo suyo —y abandonó la sala de mala manera.

Más tarde, en el cuarto, Milagros enfrentó a Regina.

—¿Por qué me dijiste eso?

—Porque es la verdad. Justo ahora que está libre te comprometés con el otro.

—¿Libre? Hace una semana estaba casándose con Margarita. ¿Cómo iba yo a saber lo que pasaría?

—Tenés que romper ese compromiso —Regina había bajado la beligerancia al decir aquello.

—No —La negativa de Milagros fue contundente.

—¿Por qué? ¿Acaso no querés más a Lorenzo?

—No se trata de eso, se trata de que tengo palabra y no voy a traicionar a Peter.

—Bueno, para el caso ya traicionaste a Lorenzo, ¿no?

—Claro que no, porque jamás le prometí nada. Además, ¿qué puede construirse sobre la desgracia ajena? Me sentiría una mísera al sacar ventaja de una mujer y su hijo muertos; no está en mí.

—Vas a desgraciarte y vas a desgraciarlos a los otros dos, al irlandés y a mi hermano —le recriminó Regina.

Con el anochecer, Lorenzo y Tomás regresaron. El primero envuelto en el mutismo, el otro tratando de sobrellevar la situación con el mejor ánimo posible.

En cuanto entraron, Soledad le dijo al mayor:

—Piedad te espera en el escritorio, quiere hablar con vos.

Éste supo que un nuevo problema había, aunque no imaginó las causas.

Al entrar la percibió nerviosa.

—¿Qué pasa? —consultó con parquedad.

—Voy a ser breve y directa: Milagros está en la casa.

Aunque desde hacía días no lograba conectarse con los sentimientos, se sintió reconfortado al escuchar eso.

—Pero sólo ha venido por unos días, tiene que volver a Corrientes.

No es que Lorenzo fuera muy lúcido, pero evidentemente Piedad no lo había citado allí para decirle solamente eso.

—¿Hay algo más? 

Su madre asintió.

—Sí, ella va a comprometerse con Peter Campbell —Ése sí era un revés inesperado. Lorenzo había creído que ya no habría más heridas, pero se equivocaba. Ésta lo atravesaba de manera lacerante.

No respondió y se dejó caer abatido. Piedad se acercó arrastrando su silla y acarició sus cabellos rubios y revueltos. Él comenzó a sollozar.

—No llores, hijo. Si las cosas no se han dado es porque no tienen que ser. A veces hay que aprender a resignarse.

—Pero es que yo lo resigné todo, madre, todo —Ella bien lo sabía. A los doce años se había puesto a trabajar como si fuera un hombre, desde entonces había cargado con cada uno de los problemas de la familia. Nunca quejándose, siempre dispuesto.

Era cierto, él lo había resignado todo.

Piedad se enterneció al verlo así. Estaba segura de que pocas veces había llorado de niño, y nunca de adulto. Ahora era como un pequeño que se acurrucaba doliente entre sus brazos.

Cuando lo sintió serenarse, le pidió:

—No te dejes abatir.

Él no dijo nada, suspiró como si parte de la vida se le escapara en la exhalación.

Todos se reunieron en la mesa. Tomás se instaló junto a Milagros y le dijo algunas bromas referidas a lo bien que le sentaba la vida citadina. Augusto aún no podía levantarse de la cama, por lo que Regina decidió acompañarlo en el cuarto.

Lorenzo fue extremadamente frío con Milagros; ni siquiera respondió cuando ella le dio el pésame.

Piedad y Soledad no podían probar bocado, el clima era tenso. Milagros trataba de parecer natural y hacía preguntas banales que únicamente respondía Tomás. Lorenzo casi no comía y bebía agua como un baleado. Se estaba desmadrando, todos podían presentirlo.

—Vamos a brindar por el compromiso, ¿hay algo de vino en la bodega? —Milagros empalideció. No imaginaba que Lorenzo ya lo sabía. Tomás, sin tener la menor idea de a qué se refería, consultó:

—¿Qué compromiso?

—¿Nadie te lo dijo todavía? Nuestra primita encontró marido, un extranjero que la va a sacar de esta vida de mierda.

—¡Lorenzo! —lo reprendió Piedad.

—¿Qué? ¿Acaso no es así? El tal Peter Campbell va a pasar a formar parte de la familia…

—Ya lo intuía yo —expresó Tomás, quien se levantó a felicitar a Milagros, aunque era evidente que Lorenzo no pensaba igual. Nunca se había detenido a pensar sobre el vínculo que había entre ellos, pero ahora todo se hacía claro ante sus ojos.

Milagros miraba a Piedad como interpelándola. ¿Por qué le había contado eso a Lorenzo?

—Voy a buscar una botella, la noticia lo amerita —Lorenzo se levantó con brusquedad.

Cuando dejó el comedor, Milagros le recriminó a su tía:

—No deberías haberle dicho nada.

—Era mejor que se enterara de una vez. 

Milagros se levantó.

—¿Adónde vas? —le consultó Soledad.

—A aclarar las cosas, es lo que corresponde.

Lo que ellos llamaban la bodega no era más que una extensión de la despensa. Lo encontró allí, echado sobre una mesada, refregando sus manos por la cabeza y la cara. Estaba tan ensimismado que ni siquiera la escuchó llegar.

—Hubiese preferido que te enteraras por mí —la voz casi no le salía.

Él levantó el rostro y la observó con desprecio.

—Da lo mismo, la noticia es mala igual.

—Quiero que sepas que no lo hice con ánimo de revancha.

—Peor entonces, lo hiciste porque te enamoraste de ese señorito.

—No sé si es amor, pero su compañía me hace bien y necesito reencauzar mi vida —Milagros trataba de excusarse.

—Rompé el compromiso —Lorenzo masticó esas palabras con autoritarismo—. Con Margarita viva tal vez lo entendería, pero ahora que ella está muerta…

—¿Cómo podés hablar así? Recién la entierran y ya estás buscando mujer nueva.

—Vos no sos una mujer nueva, vos sos la mujer de siempre —al decir aquello Lorenzo se le acercó intempestivamente.

—El cuerpo de la difunta aún está tibio… —balbuceó ella.

—No fue un matrimonio elegido por mí —sus labios estaban pegados a los de Milagros.

—Cualquiera diría que la muerte te vino bien —disparó la joven. A Lorenzo la frase lo perturbó. La culpa lo asolaba día y noche.

Se miraron con intensidad. Milagros percibió cómo toda su piel se estremecía.

—Bastante mortificado estoy con todo lo que pasó —se excusó Lorenzo. Y en ese momento volvió a tomar distancia, se quedó de espaldas intentando serenarse—. Pero hay algo que sé muy bien y es que no voy a volver a perderte.

—Es tarde, ya me perdiste —No era que estuviera tan segura, pero debía decirlo así, para que todo eso acabara de una buena vez. Una nueva vida la esperaba en Corrientes.

Él explotó de ira. Tomó la botella que tenía en su mano y la arrojó contra la pared. El lugar se tiñó de rojo.

—¿Estás loco? En estos términos no podemos hablar. 

Lorenzo estaba fuera de sí.

—Sí, estoy loco —gritó él—. Estoy loco porque nada de lo que hago es suficiente para vos. ¿Sabés que creo? Que no me amás, que nunca me amaste, que sos una…

—¿Qué? ¿Qué barbaridad vas a decirme? —ahora la que gritaba era ella. Milagros también podía expandir su fiereza si se la agredía.

—Nada, buscá amparo en tu futuro marido…

—No hables con ese tonito de él, es una buena persona.

—Claro, una gran persona… tan buena que se aprovechó de tu debilidad y tristeza para enlazarte.

—No es verdad.

—Sí es verdad, sí es verdad, sí es verdad… —lo siguió repitiendo, cada vez más fuerte, cada vez con mayor ímpetu.

Estaba a punto de abalanzarse sobre ella, cuando apareció Tomás.

—¿Qué está pasando? —al decir aquello se interpuso entre su hermano y su prima.

—Preguntale a ella. Se ha cansado de burlar mi corazón, de jugar con mis sentimientos…

Tomás le hizo un gesto a Milagros para que saliera. Cuando ella se fue, intentó calmar a Lorenzo.

—¿Qué te está pasando, Lorenzo?

—La amo y la odio a la vez, y eso me está matando —se dejó caer al piso, de rodillas. Estaba devastado.

—Milagros… —Piedad intentó interpelar a su sobrina que pasó corriendo angustiada por el comedor. Pero ésta no se detuvo, se encerró en su cuarto y se tiró en la cama a llorar.

* * *

Lorenzo no era de los solucionaban las cosas dialogando. Cuando había problemas se enojaba, gritaba y luego desaparecía. Se escondía e inventaba cualquier pretexto para mantenerse alejado de los suyos y de la gente en general.

Después de aquel episodio, por varios días casi ni pisó la casa.

Milagros consideraba que tal vez era mejor regresar a Corrientes lo antes posible, aunque no quería dejar las cosas así. Debía ponerle fin a esa historia para poder comenzar una nueva. Necesitaba apagar todo ese fuego para volver a sembrar en la tierra de su cuerpo y de su alma.

Por eso una noche, antes de acostarse, le pidió a Tomás que le dijera dónde estaba Lorenzo. A Regina no se lo podía consultar, era evidente que había tomado partido por su hermano.

—No te va a hacer bien verlo —le alertó el muchacho.

—Por favor —rogó. 

Tomás dudó, pero finalmente le indicó:

—Suele quedarse hasta tarde en el establo, con los caballos.

Esperó a que todos se marcharan a dormir y salió en su búsqueda.

Pensó que lo iba a hallar desaforado, bebido, pero no, estaba sereno. Mansamente cepillaba el lomo de un animal. Ella se quedó un rato observándolo. Supo que, aunque tuviera cien años, siempre sentiría ese revoloteo en el cuerpo al tenerlo cerca.

Él se percató de su presencia, pero no se dio vuelta. Siguió concentrado en su tarea.

—Tenemos que hablar —Milagros trató de no dejarse abatir por la situación y por ese muchacho que le aceleraba las pulsaciones.

Él finalmente se dignó a mirarla. Estaba hermosa. La sangre se le sublevaba… Debía bajar la beligerancia, así no iba a retenerla. Tal vez era hora de usar otros artilugios para mantenerla a su lado.

—Hablemos —respondió. Hizo el esfuerzo por parecer sosegado, y la invitó a que se acomodaran en un rincón despejado.

Milagros tuvo la sensación de que le sería más fácil lidiar con el otro Lorenzo, el irascible. Éste era su debilidad.

—Te escucho —no diría nada, tenía que llevar a Milagros hacia un terreno vulnerable.

—No siempre basta con sentir —No supo por qué dijo esa estupidez. Estaba nerviosa—. Lo que siento por vos, Lorenzo, es algo inmanejable pero no me hace bien. En los últimos tiempos he sufrido día y noche, y creo que eso es una señal.

—¿Una señal de qué? —rozó sus manos, podía ser un estratega y rendirla ante sus encantos si se lo proponía.

—Una señal de que no es correcto.

—¿Y con el irlandés las señales son otras?

—Sí, con él me río, me siento tranquila —Lorenzo jugueteaba con sus dedos y ella no tuvo la valentía ni la intención de correr su mano.

—Yo puedo hacerte reír, como cuando éramos chicos, como cuando jugábamos en el río o en la laguna —le susurró al oído. Había abandonado sus dedos para recorrer ahora la sedosidad de su cabello azabache. Lo enroscaba con su índice, maravillado. Milagros supo que estaba al borde de perder el control. Temblaba. Cerró los ojos, casi como suplicando por dentro que se detuviera, pero él no se frenó.

Lorenzo intuyó que si la hacía suya no lo dejaría. No era lo correcto, lo sabía. Pero el deseo era tirano, y probablemente ésa era la última carta que le quedaba para ganar la partida. La jugaría.

Ella abrió los ojos y lo encontró cerca, bello, irresistible… Lorenzo la animó a recostarse, y Milagros obedeció. Las manos rudas del muchacho liberaron su piel suave y morena. Empezó a recorrerla, como si las yemas de sus dedos fueran lava volcánica… Trazó caminos en su vientre, dibujó círculos alrededor de sus pechos y al dejar sus pezones al descubierto los saboreó como si se tratara de la manzana del Paraíso, tentadora y condenatoria a la vez. Ella arqueó su cuerpo, excitada, dispuesta. Era un error, pero ya no era el momento de resistirse.

Lorenzo, con sus ojos claros, la miró de nuevo como buscando su venia para continuar. El brillo de sus pupilas y su respiración agitada fueron suficientes para sentirse autorizado. En un revoltijo de ropa y sudores, halló el camino. Rozó su entrepierna y ascendió. Se apoderó de sus lugares más secretos, más ocultos. Milagros tembló, pero le permitió la intromisión sumida en el delirio. Cuando la supo lista, la hizo suya. Se encontraron amarrados, moviéndose acompasadamente, vibrando, culminando en una exclamación ahogada.

Lorenzo cayó rendido sobre el cuerpo trémulo de Milagros. Y ella comenzó a sollozar.

En su cabeza apareció enseguida un interrogante: ¿qué había hecho?

En el momento en que Lorenzo, más calmo, se incorporó y se sentó a su lado, ella le dijo con convicción:

—Voy a contarle la verdad a Peter, y si todavía me acepta, seguiré adelante con el compromiso.

Él mostró una sonrisa sarcástica.

—No te gustó, parece. Es raro, tengo fama de buen amante —usaba la mordacidad para ocultar el dolor que le generaba esa declaración.

—Muy bueno —dijo, irónica—, tanto que me fuiste enredando porque buscabas esto. Pensaste que haciéndome caer en la tentación me tendrías atada a tu destino —ella sonaba molesta.

Se puso de pie y empezó a vestirse con enojo. 

—Como si te hubiera obligado…

—Te aprovechaste.

—Sí, me aproveché —se puso de pie y volvió a increparla—. Y no me arrepiento, fuiste mía antes que de él.

—Maldito. ¿De verdad pensás que eso es suficiente?

—Va a ser suficiente cuando al tenerlo cerca pienses en mí.

Milagros tuvo miedo de que realmente fuera así. Amagó irse, pero él la retuvo y con cinismo le recordó:

—Viniste a hablar, ¿qué tenías para decirme?

—Que sos un malnacido, un bruto que para lo único que sirve es para arrear vacas.

El rostro de Lorenzo se transfiguró. Ella se sintió mal, no era lo que quería decirle y tampoco pensaba así, pero odiaba la situación en la que la había metido. Era una joven inexperta, y él había desplegado su arsenal seductor para hacerla suya. Sentía como si le hubiera arrebatado su virginidad sin darle tiempo a nada.

Lorenzo la soltó y le dio la espalda.

Al dejar el establo, Milagros no percibió el frío de la noche. Todavía le ardía cada centímetro de su intimidad.