PRÓLOGO

“… y te clavé a mis besos, y te miré como jamás

volverán a mirarte ojos humanos.”

Pablo Neruda

—Si la seguís mirando así hasta los búhos se van a dar cuenta —el soldado dijo aquello en tono burlón al percibir cómo su compañero observaba atento a la morena que se dirigía al arroyo con un alto de bultos para lavar.

Sin embargo, no desistió. Siguió mirándola con ferocidad. Ella, lejos de amedrentarse, meneó sus caderas con intención, dejando caer un lado de su blusa para exhibir la piel tersa y chocolate de su hombro.

Se habían cruzado varias veces en los últimos tiempos. Era una lancera que integraba la comitiva de negros que acompañaba al Protector. Él fantaseaba con esa amazona, si así galopaba en los campos cuánto mejor lo haría sobre su cuerpo.

El soldado comprendió que poco y nada tenía que hacer allí y emprendió el retorno hacia las tiendas. El otro ni se percató de su alejamiento, estaba deslumbrado con la imagen que se erigía ante sus retinas.

Finalmente tomó coraje y avanzó hacia la orilla del arroyo. La muchacha estaba de cuclillas, simulando concentración en su tarea. No lo miró, pero sonrió como para sí, a sabiendas de que él se acercaba. El gesto lo alentó.

—¿No le da miedo andar así de noche? Hay demasiados hombres en el campamento y nunca falta un advenedizo —quedó de pie; desde allí podía hurgar sin reparos por la camisola que dejaba ver sus pechos, libres de corsé y sostenes. Éstos se bamboleaban enérgicamente con el accionar de sus manos. Era una buena visión.

—Sé defenderme. Además, si pego un grito, los míos vendrán en mi ayuda. Los negros podemos ser bravos si se nos provoca.

Ella esperó su reacción y le gustó que rasgara su mirada con cierto aire desafiante.

—¿Qué hace metida en esta guerra?

—Lo mismo que usted, con la diferencia de que yo tengo poco para perder. En cambio…

—¿En cambió qué? —la cortó.

—En cambio usted es todo un señorito, se viste de gaucho montaraz pero en el fondo destila alcurnia. Yo conozco a los que son así, vienen a hacerse los encantadores con mulatas como yo para quitarles su virtud y luego desaparecer —al decir eso lo descubrió curioseando por el escote de su camisa y se puso de pie, para evitar que continuara—. Es guapo, con ojos de felino, pero si busca algo más esta noche le sugiero que vaya rumbeando para otro lado… Ya bastante descarado ha sido al estar mirándome los pechos de esa manera —completó.

Se avergonzó un poco al saberse desenmascarado en su indiscreción, pero no lo demostró. Consciente de que ella estaba por marcharse, intentó detenerla:

—Al menos me puede decir su nombre…

—Eunice, pero todos me llaman La Parda —la muchacha volvió a enfilar rumbo al campamento y, ya de espaldas, le consultó:

—¿Y el suyo?

—Salvador, pero todos me dicen El Portugués.

—¡Qué conveniente! —comentó en tono burlón, y lo dejó envuelto en el deseo.

Realmente, dadas las circunstancias, no era el mejor apodo. El enfrentamiento con el Imperio de los portugueses era una contienda de años que se estaba complicando.

Su padre siempre había peleado junto a Artigas, el Protector, pero por razones de salud estaba en Montevideo cumpliendo una misión diplomática. De él había heredado su amor por la causa de la Revolución, aunque si tenía que elegir prefería la tranquilidad del campo a ese ambiente de la guerra en el que se mezclaban la incertidumbre y la exaltación.

* * *

Los negros habían empezado a batir sus tambores, y tuvo la certeza de que Eunice andaría bailoteando por allí. Sin pensarlo llegó hasta el rincón donde éstos se juntaban. Unos tocaban, otros bailaban, y allí en esa envolvente negritud la encontró. Se movía con una sensualidad que le quitó el aliento, bramaba por el cuerpo de esa hembra… quedó suspendido en su sonrisa blanca y en esos ojos oscuros y procaces.

Le molestaba que los mulatos la rodearan casi cortejándola, pero contenía la ira porque sabía que no debía intervenir, era un terreno que no le pertenecía.

Fue tal la persistencia de su contemplación, que ella reparó de pronto en su presencia y por un instante se le fue lo de audaz y provocadora. A Salvador le gustó que, pese a su desfachatez y su cuerpo exuberante, aún mantuviese esa candidez… Eunice dejó el círculo y buscó una reemplazante para que continuara con la danza. De manera sutil se arrimó hasta él.

—¿Qué hace acá? No es sitio para blancos —le advirtió.

—Sentí los tambores y no pude evitar la tentación de venir a verla.

Eunice se puso seria y le indicó que tomaran distancia buscando reparo tras un árbol. Si el resto de los negros la veía junto con El Portugués habría problemas.

—¿Piensa que porque soy mulata y ando metida en esta contienda puede revolcarse conmigo cuando quiera? —disparó cuando estuvieron al resguardo.

—Disculpe, pero yo no he dicho nada impropio —se defendió.

—Éste no es un salón de ciudad, y yo no soy una señorita remilgada. No necesito que me diga ni sugiera nada, basta con verle esos ojos buscones para saber lo que quiere. Tiene una idea errada de mí.

—¿Y si la pretendiera seriamente? —aventuró.

—Los hombres como usted no pretenden seriamente a las pardas como yo —dijo con cierto resentimiento.

—¿Por qué?

—Porque usted aspira a ser alguien y tiene con qué, y yo no formo parte de esas aspiraciones.

Él acarició su cabello y ella sintió un cosquilleo que se le extendió por la columna.

—No tenga miedo, vamos a la orilla del arroyo, no voy a hacer nada impropio —le prometió, y ella le creyó.

Se sentaron atraídos por la luna llena que se reflejaba en el agua. Como para superar la incomodidad, Salvador aclaró:

—No piense mal de mí. Soy un hombre como cualquiera que se siente atraído por usted, pero no hay malas intenciones —mintió en parte, porque lo cierto es que deseaba hacerla suya en ese preciso instante.

—Yo lo vengo observando desde que se nos unió, cuando todavía su padre estaba con nosotros —se sinceró Eunice.

Empezaron a contarse sus cosas con una familiaridad que mitigó las tensiones.

La Parda era bonita e inteligente, tenía casi la misma edad que Anita, la hermana de Salvador, y sin embargo parecía mayor. Seguramente, la vida y las circunstancias la habían obligado a crecer antes de tiempo.

Casi sin querer la noche fue transcurriendo, el campamento se volvió silencioso y a lo lejos una bruma cubrió el arroyo y la floresta.

—¿Está comprometida con algún hombre?

—No —y al responder bajó la vista azorada.

—Bonita como es, debe tener muchos pretendientes.

—Ninguno de mi agrado —aunque no se atrevía a mirarlo, consultó con timidez—: ¿Y usted? ¿Es casado, tiene alguna prometida?

—Ni lo uno, ni lo otro.

—Qué raro.

—Es que ninguna es de mi agrado… Bah, ninguna era de mi agrado, hasta ahora —Salvador coronó esa frase acercando su rostro al de Eunice. Rozó sus labios y ella le correspondió.

Supo que no la tomaría allí. Pero igual la recostó sobre la mata verde y mientras que con una de sus manos acariciaba su cabello ondulado, con la otra peregrinó por su cuello, por sus pechos, por su vientre. Allí se contuvo y bajó hasta sus piernas, fibrosas y torneadas. Al rozar sus muslos la sintió gemir, arquearse ante su tacto. Ya no tenía dudas: a la hora de amar, sería la amazona que había imaginado.

Tal vez podría haber utilizado sus encantos para poseerla en ese mismo instante, pero prefirió dejar el deseo sobrevolando el amanecer. Era su manera de decirle que no sólo buscaba su cuerpo, era una forma de confirmarle que habría más tiempo juntos, era una señal de respeto para hacerle saber que ella tenía derecho a anhelar lo mismo que cualquier mujer buena y que no estaba sólo para aplacar los deseos indómitos de un hombre.

Ella valoró el gesto, aunque tuvo la certeza de que sería al Portugués a quien le entregaría, llegado el momento, su virginidad.

—Es un caballero, Portugués —le deslizó al oído como si fuera un ensalmo. Él sonrió y volvió a besarla.

De pronto un ruido ensordecedor los alertó. Provenía del otro lado del arroyo.

En pocos minutos el campamento era sorprendido por las fuerzas de los lusos brasileños. Las tropas independentistas, comandadas por Latorre, no podrían contra las de José de Castelo Branco Correia.

* * *

Dicen que esa batalla, la de Tacuarembó, marcó el final de la lucha artiguista. Latorre fue derrotado, Pantaleón Sotelo —quien años antes había peleado junto a Andrés Guacurarí— murió en la contienda, y Fructuoso Rivera se alió a los enemigos.

Fueron los tiempos en los que Artigas cruzó al Paraguay para exiliarse con sus negros lanceros. La Parda no los siguió, se unió al hombre que le había robado un beso con pocas palabras, que la había enamorado con sus ojos ardientes y que la había hecho vibrar sin siquiera penetrarla.

Ese hombre le había pedido casamiento. Era demasiado para ella, lo sabía, y sin embargo lo aceptó. Aceptó no sólo porque su presencia la embrujaba, sino porque no olvidaba que en aquel amanecer de enero la defendió del enemigo. Salvador había cruzado el campamento como una ráfaga para levantarla del suelo en el que se hallaba tirada tras recibir un lanzazo en la pierna; ese hombre había cuidado de su herida con dulzura; ese hombre le había prometido el amor eterno. Supo también que la eternidad no sería para ellos, pero agradeció al cielo la oportunidad de tenerlo a su lado al menos por un tiempo.

Mientras los sueños de aquella Revolución se derrumbaban, ellos cabalgaban hacia el Arapey para enfrentar otras revoluciones.

Para La Parda, El Portugués era su revolución.