CAPÍTULO 22
Piedad
Los hijos no nos pertenecen, o más bien nos pertenecen a su manera. Pegaditos al alma pero en otros caminos. El amor intacto, pero a veces con los cuerpos distantes. Y los míos fueron encontrando en esos días otros cielos que los alejaban del cobijo de mis alas.
La primera fue Regina. Se presentó junto con Arandú y, con más orgullo que vergüenza, me dijo que estaban esperando un hijo. No me enojé ni me sorprendí, he vivido lo suficiente para angustiarme por las cosas realmente graves, y eso no lo era.
Me gustó el indio, firme y dulce a la vez. “Los guaraníes son buenos hombres, saben amar sin lastimar”, pensé. La tenía tomada de la mano, y yo —que conozco el corazón de mi Regina— supe que allí había amor. Seguramente pasarían hambre y pesares, pero amarrados.
Decidieron marcharse por un tiempo a Bella Unión. Prometieron venir para las fiestas, a fin de organizar la boda.
Arandú me tranquilizó:
—Quiero que conozca a los míos, por eso me la llevo. Pero vamos a regresar, mi idea es quedarme a trabajar para don Cosme. Durante la fiesta de compromiso en Corrientes pude hablar con él y me dijo que va a tomarme al inicio del próximo año. Así estaremos mejor y cerca de ustedes. No vamos a quedarnos allá, no quiero que pase necesidades ni menos aún soledad.
Le sonreí y evité las lágrimas, ya bastante lloraba Regina, conmovida por la distancia y también por la preñez. La que sí lloró como una loca fue Sole, ella tenía adoración por mi muchacha y la tuvo abrazada por largo rato diciéndole vaya a saber uno qué cosas al oído. Eran medio brujas, se entendían de esa manera, con palabras raras y conjuros.
Los hermanos recibieron la noticia con alegría moderada, incluyendo lo del gurisito, aunque Lorenzo no se cansó de advertir una y otra vez a Arandú que la cuidara bien.
Era evidente que Mili ya lo sabía. Y aunque parecía preparada, le costó desprenderse de su amiga, de su hermana.
Cuando se fueron, todos sin excepción lloramos. Nuestra kuñataí, rubia y angelical, se nos iba, con la promesa de volver.
Tomás ya había regresado a Loreto junto con don Cosme y su hija. Y ahora éramos nosotros, Lorenzo, Sole y yo, quienes nos preparábamos para volver a nuestra casa.
Augusto se instalaría en Corrientes. Ferré le había pedido que se quedara, lo ayudaría con sus estudios a cambio de trabajo. Milagros también había preferido quedarse con su tía, tal vez para estar lejos de Lorenzo.
—Voy a extrañarte, hermana —me dijo Visitación, y yo no pude evitar la broma:
—Ya tenés con qué entretenerte, no creo que me extrañes tanto. Cuidá a Augusto y a Mili, por favor.
—Claro que sí. Andá tranquila y nos vemos pronto.
Mili no dijo nada, me besó en la frente y prometió ir a Loreto en cuanto resolviera lo de su casamiento, quería que fuera lo antes posible.
Era obstinada, se estaba marchitando lentamente y no hacía nada para remediarlo. Luego se acercó a Lorenzo y le pidió que nos protegiera. Él, con la mirada lastimada, ni siquiera le respondió.
—No somos tan viejas ni achacadas —agregó Sole, tratando de desdramatizar un poco—. A fin de cuentas, estamos cerca, y ustedes van a ir pronto para allá. Así que basta de tanto llanto y despedida.
Cuando la carreta que nos llevaba empezó el trayecto, miré a Lorenzo que iba en su caballo a nuestro lado, cabizbajo, distante. Me enterneció verlo así, tan derrotado. Sin embargo, una ola de esperanza me invadió. Volvía a mis campos, a la correntada de los ríos, a la tranquilidad de la laguna, al calor agobiante de la siesta, a la humedad asfixiante, al verde de mis plantas, al colorido de mis flores… Había dejado a algunos de mis hijos en el camino, pero ellos regresarían. Porque el hogar es mucho más que una casa, es un sitio habitado por los amores más primarios, más incondicionales, más hermosos.
Es, irremediablemente, el destino final de todo andar.