CAPÍTULO 6

El comedor de los Rojas Costa era un alboroto. Piedad había logrado instalar el domingo como un día familiar. Y allí estaban todos sus hijos, los cuatro que había recogido de un convento cuando eran unos pequeños huérfanos y que había adoptado como propios junto con su difunto esposo, Benito.

Lorenzo era el mayor, con sus veintiún años era quien portaba el rol de ser “el hombre de la casa”. Le seguía Regina, con diecinueve, también de cabellos rubios y tez clara, como él. Su belleza no pasaba desapercibida. Tomás y Augusto, los mellizos, eran más bien trigueños. Se parecían mucho en su aspecto físico: nariz gruesa y ojos marrones. Pero sus personalidades eran contrapuestas. A Tomás le costaba hablar en serio, para él todo era broma. Augusto, en cambio, era de los que habían nacido con la cabeza lúcida y la lengua precisa. Sabía expresarse y desbordaba inteligencia.

Completaban la mesa su sobrina Milagros y Soledad, la morena que había sido su nana desde siempre. Ella se encargó de cuidarla y quererla en los momentos más duros de su vida. Para Piedad, Soledad era como su madre.

En el último año había tomado bajo su protección a tres criaditas que ayudaban en la casa a cambio de techo y comida. No eran buenos tiempos… En realidad, ellos no sabían lo que eran los buenos tiempos. El sacrificio de los arreos y las cosechas, la pesca y la chacra, eran parte de los agotadores ritos cotidianos. La situación política y bélica no ayudaba demasiado, todo era inestabilidad e incertidumbre en la zona. Sin embargo, los domingos eran días especiales. Entonces las penurias y las preocupaciones se edulcoraban con cariño y risas. Ése era el pequeño paraíso familiar de cada semana.

—Ya tenemos gobernador nuevo, ¿qué me dicen de Aulestía? No me da una mierda de confianza —Tomás era desbocado.

Todos lanzaron una carcajada ante el exabrupto, menos Piedad, a la que le gustaban poco y nada las malas palabras en la mesa.

—Cuidá la lengua, vos.

Los jóvenes se sosegaron en señal de respeto. Pese a su silla de ruedas, Piedad inspiraba autoridad. Era una mujer madura, sólida y hermosa que había superado toda clase de pérdidas: materiales, humanas y afectivas.

Ya no era tan jovial como antes, pero sentía que su vida era buena pese a las muertes de su amado esposo y de su adorada hermana Lucía. Por suerte aún le quedaba en Corrientes Visitación, otra hermana con la que se querían mucho, y en Córdoba Desolación, con la que si bien eran más distantes se enviaban cartas cada tanto.

Durante ese almuerzo los muchachos no paraban de hablar y opinar sobre el tema que se había instalado en todos los pueblos del territorio: las intrigas que se habían gestado entre Aguirre, Gómez y Aulestía.

Félix de Aguirre había gobernado los pueblos misioneros durante esos años y tenía buena relación con los Cabildos indios, pero algunos levantamientos, problemas por la guerra con el Brasil y el saqueo por parte de originarios de San Roquito de los bienes de un extranjero llamado Blas Despouy, le hicieron perder autoridad. Por eso había dejado su cargo y se había instalado en Mandisoví. En su reemplazo había quedado Mariano Aulestía, quien se suponía iba a continuar con la política de Aguirre. Sin embargo, el hombre ya había empezado a generar sospechas entre los guaraníes dado que su relación con el gobernador correntino era cada vez más estrecha. Varios lo tildaban de “traidor”, y hasta el Segundo Jefe Comandante General Pedro Toribio Gómez —conocido como Perico Gómez— había empezado a mostrar su malestar ante la actitud de Aulestía. La discordia se olía en el aire.

—No sé hasta qué punto vale la pena tanto enfrentamiento para independizarnos de Corrientes. Los caciques Cumandiyú y Tacuabé están empecinados en no aceptar ningún pacto, pero tampoco saben muy bien qué hacer con estas tierras —afirmaba Augusto, quien no compartía del todo la posición de los guaraníes.

—Tampoco podemos vivir bajo los designios de Ferré o de los entrerrianos. A fin de cuentas, aquí hubo hombres que dieron su vida por esta independencia —declaró Lorenzo.

—Independientes o dependientes nosotros vamos a seguir pasando necesidades. Los correntinos quieren estas tierras para su beneficio, y la mitad de los indios viven saqueándonos —respondió el otro.

—Cumandiyú y Tacuabé tienen sus razones…

—También las tenían los de aquí, los de San Miguel, Loreto y San Roquito que vienen desde hace ya unos cuantos años pidiendo la protección de Corrientes. Acá cada uno tiene sus razones, y así estamos, viviendo del contrabando y en la pelea permanente —Augusto era discutidor y lo suficientemente locuaz para fundamentar sus ideas. Lorenzo, en cambio, era más pasional a la hora de dar razones. Pocas veces llegaban a un acuerdo, pese a que se querían con un profundo cariño fraternal.

Como para evitar que la discusión se extendiera, Regina intentó cambiar de tema con una pregunta poco feliz:

—¿Cómo anda Margarita, Lorenzo? ¿Es verdad que le andás prometiendo casamiento?

—¡¿Qué?! —Piedad no pudo ocultar su sorpresa.

Apreciaba a Margarita, ella y su padre eran vecinos. Estaba al tanto de la relación, un noviazgo bastante informal, por cierto. Pero de ahí a hablar de casamiento le parecía demasiado.

Como todos lo miraron expectantes, Lorenzo hizo un ademán como para levantarse de la mesa, tratando de restarle importancia a la pregunta.

—Calculo que andará bien. No la veo desde hace días…

—¿Seguro? ¿Y se puede saber entonces por qué anoche te fuiste tan vestidito y volviste recién al amanecer? —Tomás era otro de los que no conocían el sentido de la palabra discreción.

—¿Qué te metés en mis cosas? Si te digo que no la vi es porque no la vi.

En medio del silencio, Milagros —conocedora de la mentira de Lorenzo— aprovechó para ponerlo en una situación aún más embarazosa.

—¿Y lo del casorio, qué? No creo que Margarita ande mintiendo algo así.

—Vos sos muy chica para indagarme —ahora sí que Lorenzo tenía pensado levantarse, pero se vio frenado por las palabras de Piedad.

—Lorenzo, vamos un minuto al escritorio, quiero hablar con vos, ahora.

Los dos partieron, y en la mesa todos empezaron a mirarse, hasta que Regina dijo:

—No debí preguntar —ninguno respondió, y como para redimir su error, agregó—: Sólo lo hice porque la pobre Margarita anda loca por éste, es una buena chica y no quiero que sufra.

—Si fuera una buena chica no estaría revolcándose a escondidas —Milagros dijo eso sin medir las palabras, y Augusto y Tomás le hicieron un gesto para que hablara bajo.

—Una señorita de bien no debe hablar así —sentenció Soledad, quien irrumpió en la conversación dejando sobre la mesa una canasta llena de frutas.

* * *

—¿Es verdad que le propusiste casamiento a Margarita? —A Piedad no le habían caído nada bien los comentarios.

—Yo no le propuse nada, Piedad. Esa otra se pone hablar pavadas con Regina, pero por ahora yo no tengo pensado casarme con ella.

—Entonces, si no lo tenés ni pensado, dejá de ilusionarla y de visitarla por las noches. Eso es indecencia, Lorenzo, un buen hombre no va contra el honor de una chica de bien.

—Yo no la obligo a nada.

—Igualmente, si mañana viene el padre a decir que la deshonraste te vas a tener que casar sí o sí, porque yo no voy a permitir que mi hijo no cumpla con sus deberes. Te lo digo para que te hagas cargo de las cosas, ya no sos un mocoso, sos un hombre.

Piedad salió del cuarto, Lorenzo se quedó pensativo. No quería volver a la sala, ni tampoco ir a pescar. Prefería permanecer un rato allí, esperando hasta que todos desaparecieran. Prendió un cigarro y empezó a dibujar círculos en el aire.

No pasó más de media hora cuando alguien llamó a la puerta.

—Pase —dijo, casi en un acto reflejo.

—Venía a preguntarte si querés un té —Milagros no se atrevía a mirarlo abiertamente.

—Cerrá la puerta, Ñasaindy, quiero consultarte algo.

Ella hubiese preferido salir huyendo, pero en ese momento no le quedaba otra que sentarse frente a Lorenzo y escucharlo. “Por Dios, que no me hable de sus romances con Margarita”, suplicaba por dentro. Se sentía vulnerable, más aún cuando la llamaba Ñasaindy. Pero sus ruegos no fueron escuchados.

—¿Qué te parece Margarita?

—Es bonita… —Milagros desvió la vista al ventanal.

—¿Y qué más?

—No sé, Lorenzo, yo la veo poco y nada, y además qué sé yo lo que les gusta a los hombres.

Milagros no sabía adónde iba a terminar esa charla, así que decidió ponerle fin lo antes posible.

—Voy a ser sincera. Hubo un tiempo en el que nosotros estábamos siempre juntos y yo te admiraba profundamente… después… no sé qué pasó…

—Tal vez crecimos. Ya no somos gurises, sino un hombre y una mujer.

Que lo dijera así la puso nerviosa, pero sobreponiéndose admitió:

—Puede ser. Cualquiera que sea la razón, ya no existe entre nosotros esa confianza. No me interesa saber de tus cosas con Margarita, y no creo que a vos te interese lo que yo opino de ella. Es tu vida y si esa gorda campechana te gusta, cosa tuya —Eso último lo dijo con despecho. Se le escapó por impulso, sin pensarlo.

—Hace un rato me dijiste que era bonita y ahora le decís gorda campechana, no te entiendo —ya estaba cayendo en sus enredos.

—Es una bonita gorda campechana, ¿ahora me entendés?

Estaba por marcharse, ofuscada, pero él encontró la manera de retenerla.

—Veo que llevás el corazón que te regalé. No te lo sacás nunca.

—Es hermoso —su voz se dulcificó.

—Puse empeño y amor en hacerlo. 

Ella no tuvo el coraje de devolverle la mirada.

Se marchó sin decir nada, con el cuerpo cubierto de sensaciones nuevas.