NOTA FINAL
La señal del destino
Después de la derrota de Zama, Aníbal regresó a Cartago y participó en la discusión sobre los términos de la rendición con Roma, que puso fin a la que es recordada como la Segunda Guerra Púnica. Las condiciones que impusieron los romanos fueron durísimas: Cartago tuvo que renunciar a todas sus posesiones fuera de Africa, e incluso en su suelo natal debió ceder amplios territorios a los masilios. Además, tuvo que entregar a Roma toda su flota y pagar un considerable tributo como indemnización por la derrota, aparte de sufrir durísimas restricciones de la propia autonomía política interna y externa. En cuanto a Aníbal, que en la época de la batalla de Zama tenía sólo cuarenta y cinco años, estuvo apartado durante algún tiempo, hasta que volvió a desempeñar un papel político relevante en 195 a.C., al ser nombrado sufete, cargo correspondiente a uno de los jefes del Gobierno de Cartago. Esta estaba recuperando su vigor, a pesar de los tributos que debía a Roma y la imposibilidad de extender la propia influencia por el Mediterráneo, y Aníbal intentó resucitar aquellos valores de independentismo y de grandeza que su padre le había transmitido, y por los cuales había dado inicio a la Segunda Guerra Púnica. Sin embargo, encontró la tenaz oposición de la oligarquía cartaginesa, que nunca lo había ayudado y que no creía (o no quería) que Cartago pudiera levantar cabeza, volviendo a plantar cara a Roma. Así, Aníbal eligió el exilio, volvió a combatir a la cabeza de ejércitos de mercenarios hasta que, derrotado nuevamente, huyó a Libisa, donde se suicidó para poner fin con sus propias manos a la leyenda que se estaba construyendo en torno a su nombre. Era el año 183 a.C.
Y precisamente en ese año, después de numerosos problemas de naturaleza política, murió también su más formidable adversario, Publio Cornelio Escipión, que después de Zama recibió el apodo de el Africano. Nombrado censor en 199 a.C. y otra vez cónsul en 194 a.C., Publio obtuvo de nuevo grandes victorias batiéndose con el rey Antíoco de Siria y derrotándolo definitivamente en 189 a.C. A pesar de estos éxitos y de los inmensos botines que aportó a las arcas de Roma, las hostilidades políticas que envenenaron al Senado en aquellos años lo arrastraron a varios litigios judiciales, entre otros, también por infamantes acusaciones de corrupción, que lo indujeron a abandonar la carrera política y retirarse a la vida privada en su villa de Liternum, en Campania. Aquí, a los cincuenta y tres años, murió Publio, dejando a la posteridad esta amarga frase: «Ingrata patria, no tendrás mis huesos».
Desapareció precisamente cuando, en Libisa, en las orillas del mar de Mármara, también Aníbal decidía que el mundo ya no lo necesitaba.
Su entrelazado destino finalmente se había cumplido.
En perfecta simbiosis.