II
El viento levantaba el polvo árido y los rastrojos quemados de aquella tierra abrasada por el sol. Publio alzó la mirada hacia el cielo claro, casi blanco, y entornó los ojos en el deslumbrante reflejo de luz, preguntándose cómo estaría dentro de algunas horas, cuando el sol liberara toda su fuerza. Ahora, poco después del amanecer, ya hacía calor, y él sentía las palmas de las manos sudadas mientras apretaba las riendas del caballo. El viento era un alivio, pero no sabía cuánto duraría.
—¿Por qué Emilio Paulo nos ha ordenado permanecer aquí? —preguntó Apio Claudio Pulcro, moviéndose a disgusto sobre el lomo de su caballo. Era un tribuno militar como él, y Emilio Paulo lo había puesto a su lado para comandar dos escuadrones de caballería en apoyo de algunos manípulos de refuerzo, sobre la ribera derecha del río.
—Debemos impedir que los cartagineses pasen a este lado para rodear a los nuestros —respondió Publio poco convencido. Tampoco a él le había hecho gracia la decisión de su suegro de ponerlo al mando de aquellas escuadras de refuerzo. Por un momento, había tenido la impresión de que Emilio Paulo trataba de protegerlo, manteniéndolo en la ribera opuesta del Aufidus y, por tanto, lejos del campo de batalla principal. Pero luego se había calmado y había intentado convencerse de que el suyo era un cometido muy importante: debían vigilar la orilla oriental del río, para impedir que con una audaz maniobra la caballería de Aníbal consiguiera rodear a la formación romana, atacándola por la espalda.
—¿Y tú te lo crees? —le preguntó Apio Claudio con una mueca.
—Naturalmente —mintió Publio—. Cumplamos con nuestro deber. Luego, cuando tengamos clara la situación y estemos seguros de que nadie pasa por aquí, iremos a apoyar a los nuestros.
Apio Claudio señaló con el mentón hacia los dos ejércitos alineados, mientras el viento desordenaba las crines de los caballos.
—Somos mucho más numerosos —dijo, con una sonrisa de satisfacción—. La victoria será nuestra.
Publio lo miró y no dijo nada. Una arruga profunda le atravesó la frente, mientras escrutaba con aprensión las filas de sus adversarios.
Al contrario de Apio Claudio, él ya había visto a los cartagineses alineados en formación de batalla. Pero lo que recordaba era completamente distinto de lo que veía ahora. Las columnas púnicas estaban dispuestas de manera ordenada, con criterio; incluso las unidades celtas permanecían inmóviles y en silencio, imitando a los legionarios romanos en su compostura y concentración, listos para moverse a las órdenes de sus comandantes, y esto hizo pensar a Publio que la batalla sería más difícil de lo previsto.
Los gigantescos galos, con el torso desnudo pintado con los colores de guerra, estaban en el centro de la alineación enemiga, junto a las unidades escogidas de guerreros libios.
—¿Has visto cómo están alineados? —le preguntó aún Apio Claudio, poniendo una mano de visera para poder mirar mejor—. En tu opinión, ¿qué tienen en mente?
Publio negó con la cabeza.
—No lo sé —respondió, y esta vez era sincero. Hasta la disposición de las tropas había cambiado mucho, respecto de la batalla en el Ticino. En vez de alinearse en un frente compacto diametralmente opuesto al romano, los cartagineses estaban formados con la parte central más avanzada, en arco, y las alas ligeramente retrasadas, como si estuvieran listas para replegarse y cerrarse en un círculo en torno al grupo central del ejército, compuesto por manípulos de infantería con galos e ibéricos interpuestos, precedidos por unidades de honderos. En la alineación estaban también aquellos que Publio supuso que serían los comandantes cartagineses. Intentó entornar los ojos para ver si conseguía vislumbrar a Aníbal, pero estaba demasiado lejos. El flanco derecho enemigo había sido confiado a jinetes númidas.
—¿Y de aquéllos qué opinas? —lo interpeló aún Apio Claudio, que parecía haber seguido la dirección de su mirada—. Tienen caballos bastante pequeños, menos potentes que los nuestros.
—Desconfía de los númidas —lo reconvino enseguida Publio—. Y sobre todo no los subestimes. Yo los he visto en acción, sé cómo son de veloces y audaces. Cabalgan con una habilidad innata, y son capaces de combatir usando ambas manos, llevando los caballos con las rodillas.
Apio Claudio frunció el ceño, escrutando las formaciones de jinetes númidas. Publio lo imitó: aquellos demonios oscuros eran muchos, quizá más de cuantos Publio recordaba y, como los demás soldados de Aníbal, habían cambiado de actitud, permaneciendo quietos y ordenados a la espera de instrucciones, en vez de lanzarse en carreras desenfrenadas a lo largo de todo el frente de la alineación adversaria, aguardando para enzarzarse en la batalla.
—¿Has hablado de ellos con el cónsul? —le preguntó Apio Claudio.
—Sí —respondió Publio, sabiendo que su amigo se refería a Lucio Emilio Paulo—. He ido también a ver a Terencio Varrón, he tratado de ponerlos en guardia.
—¿Qué te han dicho?
Publio hizo una mueca.
—Terencio está convencido de la victoria. Hoy el mando le toca a él, de modo que no ha dejado escapar la ocasión para declarar batalla.
—¿Emilio Paulo no está de acuerdo?
—No importa lo que piense Emilio Paulo. Es más, a estas alturas creo que él mismo se guarda para sí sus opiniones. Está al mando de la caballería ligera sobre el ala derecha, y no creo que tenga tiempo de pensar en las consecuencias de haber tenido que dejar la iniciativa a Terencio.
—Juro que no los entiendo —estalló Apio Claudio—, ¿A qué están jugando?
Publio suspiró pero no respondió. Sabía perfectamente qué tenía en mente Lucio Emilio Paulo: la humillación de Terencio Varrón. Si luego llegaba también la victoria sobre Aníbal, acaso gracias a las estrategias de batalla adoptadas por la caballería que estaba a su mando, entonces todo iría de la mejor manera posible.
Un juego muy arriesgado, que Publio no podía aprobar, porque estaba en juego la supervivencia misma de Roma.
—Podemos perder también esta batalla —le había explicado su suegro, mirándolo con una extraña expresión—, pero Roma no capitulará. Es como el ave fénix, y su fuerza es la de saber regenerarse después de cada derrota, reconstruyendo sus legiones cada vez más fuertes y numerosas. Esto Aníbal aún no lo ha entendido.
Si sobrevive a este enfrentamiento, no habrá ganado la guerra. Lo importante es que Varrón lo debilite al máximo, y luego se aparte para dejarme la gloria del triunfo.
Publio había estado a punto de rebatir aquel razonamiento retorcido y peligroso, pero se había dado cuenta de que sería inútil. Emilio Paulo estaba allí para combatir dos batallas en dos frentes opuestos: la militar y la política. Y su adversario principal no era, necesariamente, Aníbal.
Y era precisamente en esto en lo que se equivocaba, según Publio. Una vez más la aristocracia romana subestimaba al cartaginés y daba más crédito a las disputas políticas internas que al hombre que estaba poniendo en discusión la existencia misma de la Urbe.
En aquel momento, por sorpresa, los cornicines hicieron resonar los cuernos a lo largo de toda la alineación romana, que se estremeció y se puso en movimiento, apuntando como un solo hombre al ejército cartaginés.
—Ya estamos —dijo Apio Claudio, excitado.
Publio apretó con fuerza las riendas, conteniendo la emoción que lo embargaba. En el campo de batalla, también los cartagineses y sus aliados se despertaron todos a la vez, y el aire se llenó de los gritos de batalla que miles de soldados elevaban en un coro ensordecedor.