II
Después de comer, una energía inagotable se apoderaba siempre de Publio y le entraban ganas de salir al aire libre y trepar a los árboles del jardín. Pero ahora tenía catorce años, y sabía que su principal deber era el estudio, y ya no el juego. Por deseo de su padre había empezado a participar en las charlas familiares, durante las cuales se hablaba de arte, política y de las nuevas modas, así como de los juegos escénicos que, también aquel año, entretendrían a los ciudadanos romanos.
Publio ya había leído los textos de algunas de las representaciones más en boga, como el Anfitrión de Tito Marcio Plauto, y se había quedado desconcertado por el modo en que se denigraba a Júpiter, presentándolo como un vulgar jovencito que no conseguía resistir la tentación de la carne y que, con tal de conquistar a Alcmena, se ponía en ridículo hasta el punto de invocarse a sí mismo y hacer sacrificios en su propio nombre. Publio estaba convencido de que las mejores obras eran las de Quinto Ennio, que contaban la historia de Roma, por no hablar de los grandes autores griegos, y no le importaba si ahora el público prefería las vulgares comedias de Plauto. Los poemas de Quinto Ennio estaban impregnados de la sabia cultura helénica que tanto lo fascinaba, y en más de una ocasión, mientras se encontraba con su padre, el tío Cneo y algunos de los más fieles amigos de la gens Cornelia, había realizado una encendida defensa de la cultura griega y las enseñanzas de Eurípides, con el único resultado de divertir a sus huéspedes y recibir las miradas compasivas de su padre.
Sólo con Versilio conseguía hilvanar una conversación seria sobre la escuela griega, y no pocas veces se sorprendía al quedarse escuchándolo encantado, mientras le explicaba lo animado que era el clima cultural de Siracusa, tratando argumentos como el teatro, las matemáticas y la filosofía.
Los relatos más interesantes de Versilio concernían a una figura que para Publio ya se había convertido en legendaria, aunque se imaginaba que su esclavo se divertía exagerando un poco: un tal Arquímedes, uno de los mayores matemáticos e inventores de su tiempo, que había ideado una cantidad increíble de máquinas de guerra y de instrumentos para el cálculo matemático y de la hora.
Pero aquel día, después del ientaculum, Publio se sintió presa de una agitación nueva y decidió aplazar el momento del estudio. Corrió donde Versilio, que estaba comiendo junto a los demás esclavos, y le hizo señas de que lo siguiera: le urgía hablar con él, lejos de oídos indiscretos.
El joven siracusano se metió en la boca un trozo de pan bañado en vino y abandonó la mesa de los esclavos para seguir a su amo hacia el peristilium, el jardín interior de la gran casa de los Escipiones, que una cuadrilla de siete esclavos dirigidos personalmente por Pomponia se ocupaba de mantener siempre cuidado y al máximo de su esplendor.
—¿Qué pasa? —preguntó Versilio con la boca aún llena. Publio no respondió, limitándose a mirar a su alrededor con aire circunspecto, como si temiera que alguien lo vigilase. Agarró a Versilio por un brazo y lo arrastró hasta el gran olivo que decían que surgía en aquel lugar incluso antes de que Roma hubiera terminado de someter a los sabinos.