I

Aníbal respiró a pleno pulmón el aire seco y candente de Africa, y se sintió tan bien como no le ocurría desde hacía mucho tiempo. Habían pasado dieciséis años desde que había dado inicio a aquella aventura, sometiendo a asedio la pequeña ciudad de Sagunto, y durante quince años se había ensañado contra Italia, un suelo que los romanos habían intentado defender con obstinado valor. ¿A cuántos ejércitos había derrotado? ¿A cuántos soldados había matado? Una cantidad tan grande que resultaba incalculable. Cualquier otro pueblo, ante semejante masacre, habría caído desde hacía tiempo a sus pies.

Sin embargo, Roma había seguido combatiendo, respondiendo golpe tras golpe a las victorias que él había acumulado gracias al sabio uso del arte de la guerra. Y ahora estaban aún allí, con las legiones alineadas sobre un vasto frente compacto, listas para enfrentarse a él por enésima vez, con un comandante nuevo y la sorprendente capacidad de regenerarse que él creía que sólo pertenecía al fénix, un animal mitológico en el que nunca había confiado.

Pero debía cambiar de opinión. El fénix existía, y tenía las alas robustas de los estandartes romanos, que se agitaban en el viento señalando a las cohortes de legiones surgidas de la nada, como si un dios se hubiera divertido devolviendo la vida a todos los guerreros que él había matado en batalla.

Ahora se encontraban en Africa, y el viento cálido que soplaba sobre ellos tenía el perfume de su tierra, aunque no traía consigo el olor de nuevas conquistas.

Aníbal se arrodilló, aferró un puñado de polvo y lo sopesó con una sonrisa. Al fin Publio Cornelio Escipión había obtenido lo que quería: sus ejércitos volvían a encontrarse, se enfrentaban en aquella que sería la última y memorable batalla, y paradójicamente Aníbal no podía sino mostrarse satisfecho por la elección del lugar del choque que había realizado su enemigo.

Aunque no había sido él quien había elegido el campo de batalla, debía admitir que Escipión le había leído el pensamiento, disponiendo las legiones sobre aquella llanura de arena y roca barrida por un viento cálido, sin elevaciones en las que una de las dos alineaciones pudiera instalarse, y con amplios espacios de maniobra para la caballería.

De algún modo, aquel sitio le recordaba Cannae, donde había obtenido su victoria más clamorosa, si bien el hecho de hallarse en Africa cambiaba un poco la perspectiva y atenuaba la sensación de victoria inminente y el deseo de conquista que siempre lo habían animado en aquellos años.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó una voz a sus espaldas. Aníbal se volvió hacia Himilce, que lo miraba desde la entrada de su tienda. Al observarla, sintió que el corazón se le abría, volviendo a palpitar de una pasión que nunca se había aquietado en su interior.

—He deseado durante mucho tiempo este momento —respondió—. Pero tenía una idea distinta de cómo sería.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó ella, abrigándose con los brazos por debajo del pecho, como si tuviera frío incluso entre las caricias lánguidas de aquel viento que sabía a tierra y arena.

Aníbal sonrió, luego volvió a mirar hacia el este, donde las legiones romanas, como todas las mañanas, se alineaban diligentemente, listas para recibir la señal de que había llegado el momento de la batalla.

—Publio Cornelio Escipión —dijo—. Todo comenzó con un hombre que tenía el mismo nombre, y al que derroté en la primera gran batalla contra Roma. Ahora está de nuevo aquí, aunque es más joven y está más seguro de sí, y pronto cerraremos el círculo de esta aventura.

—El hijo no siempre se parece al padre —constató Himilce, abrazándolo.

Aníbal aspiró su perfume y asintió.

—En este caso, creo que tienes razón. El Escipión que tenemos enfrente, hoy, es de una pasta muy distinta de la de su padre.

Ella se apartó y lo miró con sorpresa.

—¿Crees que es un buen comandante?

—¡Oh, puedes decirlo en voz alta! Y también creo que vencerá esta batalla.

Durante un momento se hizo el silencio, mientras Aníbal volvía a escuchar en su mente las palabras que había pronunciado. Tenía esa sensación profundamente arraigada dentro de él desde hacía tiempo, pero sólo ahora, con el consuelo de Himilce, había conseguido exteriorizarla, concretándola en un pensamiento que lo hería y, sin embargo, extrañamente, no lo inquietaba.

—Tú lo derrotarás —rebatió Himilce, resuelta—. Tal como has hecho con todos los demás comandantes romanos.

Aníbal suspiró.

—Me gustaría creerlo, pero ahora sé a qué destino nos enfrentamos. Haré lo posible por evitarlo, y quizá muera en el intento, pero no puedo cambiar la realidad de los hechos.

—¿Por qué lo dices? —lo interrogó Himilce—. Vuestras fuerzas son más o menos equivalentes y, por lo que me han dicho, los romanos han mandado a combatir a los desechos de su ejército, las tropas que tú ya venciste. ¿Por qué estás tan convencido de que perderemos?

Aníbal la miró, sorprendido: aquella mujer era una continua fuente de estupor para él. No sabía dónde obtenía sus noticias, pero desde que se había dirigido a Cartago, para volver a verla y poder abrazarla otra vez junto a su hijo, parecía estar perfectamente informada de lo que hacía y de los propósitos que lo habían impulsado a volver a Africa. Y cuando él fue a despedirse, para dejarla a solas entre los muros de Cartago, mientras iba a enfrentarse a su enemigo, ella no quiso atender a razones y se unió nuevamente a él. Esta vez, Aníbal ni siquiera intentó protestar. Sentía que la necesitaba, que necesitaba su presencia reconfortante, los debates que mantenía con él, de manera inteligente, siempre constructiva. Y así, a pesar de todo y quizá con la sensación de que ella podría aportarle aquella pizca de suerte que necesitaba, había aceptado llevarla consigo, aunque no le permitiría asistir al momento de su muerte.

Extrañamente, Aníbal no sentía ningún miedo: estaba convencido de que las esperanzas de vencer aquella batalla eran exiguas, aunque no era alguien que se rindiera antes de lo previsto, pero la presencia de Himilce serviría para compensar la falta de ira, de energía y de espíritu de combate, sentimientos que había sentido escabullirse de su cuerpo, cuando embarcó para dejar Italia.

En aquel momento entendió que la guerra estaba perdida. Quizá no necesariamente sobre el terreno, pero todo el grandioso proyecto que había perseguido en aquellos años sucumbía con la decisión de regresar a Africa. Y Publio Cornelio Escipión, estaba convencido, pensaba como él. Sabía que una vez que se marchase de Italia, él perdería todo verdadero interés por aquella guerra, por los combates a muerte y las estrategias geniales que había aplicado en los campos de batalla. Ganar o perder en Zama no cambiaría las cosas: él se había retirado de los territorios conquistados en Italia, y la flota romana ya no le permitiría volver atrás.

Las legiones que tenía delante eran sólo un obstáculo para su afirmación personal, pero ya no contaban nada en el contexto general de la estrategia de expansión que su padre había imaginado muchos años atrás.

Por eso Aníbal ya no sentía arder en su interior el fuego de la conquista. Aquella batalla sería un episodio limitado a sí mismo, que decidiría la grandeza de un único comandante, pero que no tendría ningún peso en la aventura que él había comenzado dieciséis años antes, y en la cual había creído con todo el corazón.

Por eso sabía que perdería.

Pero naturalmente no habría conseguido que Himilce comprendiera ese cúmulo de emociones, así que prefirió atenerse a explicaciones más racionales y fácilmente comprensibles.

—El nuestro es un ejército chapucero —dijo—, constituido en su mayor parte por tropas no adiestradas, que nunca han servido bajo mi mando. Mis veteranos sólo son quince mil, demasiado pocos como para esperar aprovecharlos de manera útil contra las legiones de Cornelio Escipión.

—¡Pero tienes los elefantes! —rebatió ella—. Son más de ochenta, y harán estragos entre los romanos.

Aníbal respondió como si debiera dar una clase de estrategia militar a un joven guerrero.

—Esos elefantes valen menos que los chiquillos que nos ha enviado Cartago. ¿Sabes cuánto tiempo necesitan nuestros adiestradores para que un elefante sea de verdad apto para las maniobras en el campo de batalla? Al menos tres meses. A éstos los recibí hace sólo tres días.

—Pero yo... —intentó decir Himilce, desconcertada.

—De todos modos, causarán una excelente impresión —la tranquilizó Aníbal—. Los alinearé en primera fila, dejaré que se lancen contra el enemigo, y esto desencadenará el pánico en las filas más avanzadas de las legiones, pero nada más. Ya he visto cómo Escipión ha hecho formar a sus hombres, y estoy seguro de que no podremos contar con el arma de los elefantes más que en los primeros instantes de la batalla.

—Según parece, ya lo tienes todo previsto, ya tienes claro lo que sucederá —dijo Himilce—. Entonces, ¿por qué combatir? ¿Por qué llevar a una muerte segura a tus hombres? Acepta las condiciones de rendición de ese romano y acaba ya.

Se había ruborizado, mientras hablaba, y Aníbal la encontró más hermosa que nunca. Pero contuvo el impulso de abrazarla y besarla con ímpetu, porque sabía que ella tenía derecho a una respuesta. Y también él lo tenía, con relación a sí mismo, a los hombres que combatían para él y a los dioses que los observaban con sus muecas inescrutables.

—No hay paz honorable con los romanos —respondió—, Sólo la humillación de los medrosos y los derrotados. Me enviaron la cabeza de Asdrúbal en un cesto, y es con este recuerdo como me enfrentaré a ellos, para dejar claro una vez más que Aníbal no se doblega ante nadie.

—Te matarán —murmuró Himilce, bajando la vista—. En cambio, si pides negociar la paz...

—Entonces me matarán mis propios hombres, o lo hará mi hijo, cuando tenga edad para comprender —rebatió él—. No, debo enfrentarme a ellos, como siempre he hecho. Y tratar de vencerlos, a pesar de que todo esté en nuestra contra. Se lo debo a mis hermanos.

Aníbal calló, mientras se le hacía un nudo amargo en la garganta. Algunos días antes había recibido otra terrible noticia, que lo había conmocionado tanto como ver la cabeza de Asdrúbal separada del cuello, y que había reforzado su convicción de que se encontraba al final de toda su empresa, y quizá de su misma vida.

Las tropas de Magón habían conseguido unirse a él, aportando fuerzas frescas, que le serían indispensables para intentar oponer una válida resistencia a las legiones romanas, pero su hermano no estaba con ellos. Cuando pidió noticias suyas, le dijeron que había muerto durante el trayecto desde las Baleares, a bordo de una nave. Habían tenido que amputarle una pierna a causa de una fea herida, pero luego no había resistido el dolor, la pérdida de sangre y la humillación. ¿Cómo iba a poder combatir, un Barca, sin una pierna? Podía hacerlo sin una mano, sin un ojo, pero no era posible sin una pierna.

Tal vez por ello Magón se había rendido, no había luchado como habría podido hacerlo.

Y Aníbal lo entendía.

—Me lo debes también a mí —añadió Himilce, mirándolo—. Y a nuestro hijo. Combate por nosotros. Y vence por ti mismo.

Aníbal asintió.

—Trataré de hacerlo —admitió—. No pienso en otra cosa, noche y día. Aunque todo esté en nuestra contra.

—¿Estás preocupado por Masinisa? —le preguntó Himilce, sorprendiéndolo de nuevo.

—¿Quién no lo estaría? —respondió Aníbal—. Todas mis victorias en Italia se debían también a la ayuda fundamental de la caballería númida, y ahora... ahora esos formidables jinetes están alineados con el enemigo. Su caballería es más numerosa, más fuerte y mejor organizada, y yo debo superar este obstáculo, soslayando las tácticas que Escipión emplee, precisamente como siempre he hecho yo contra los romanos.

—¿Ya has pensado en ello? —le preguntó Himilce, quizá para estimular su natural inclinación a la lógica militar, a las estrategias en el campo de batalla.

—Por supuesto —le confesó, sonriendo—. Deberé procurar que la caballería romana se retire, y transformar esta batalla en un enfrentamiento entre infanterías. Pero no será fácil.

Ella le echó los brazos al cuello.

—Pero tú lo conseguirás, ¿verdad? Porque tú eres Aníbal el grande, el invencible.

—Sea quien fuere, combatiré como sé hacer —respondió él—. Y si puedo vencer, lo haré. Pero no por la gloria de Cartago, o por la aversión a los romanos.

—¿Por qué, entonces?

—Por ese extraño dios burlón que se divierte siguiendo mis empresas —respondió Aníbal—, Y por mí mismo. Porque si hay algo en lo que me parezco a mi padre, es en la aversión a las derrotas.

Himilce lo miró largamente, luego se puso de puntillas y lo besó.

En su interior, Aníbal sintió que nadie tenía el poder de regenerarlo como aquella mujer. Y ahora que el milagro se había cumplido de nuevo, debía pensar en cómo invertir a su favor el destino de una batalla que parecía marcado.

Aquel día Publio Cornelio Escipión tendría aún algo más que aprender. Y aquel estúpido dios burlón que se divertía a sus espaldas debería inclinarse ante su capacidad de conducir a un ejército como ningún caudillo había hecho nunca.

Cartago
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