V
—Es increíble, ya no hay casi nada.
Versilio miró a su alrededor, consternado, y no tuvo más remedio que dar la razón a Emilia. También aquella vez había acompañado a la esposa de Publio al mercado de la ciudad, y por tercer día consecutivo se habían dado cuenta de que los puestos de los comerciantes, sobre todo los que, de costumbre, ofrecían frutas, verduras, hortalizas y alimentos de todo tipo, estaban desoladamente vacíos. Los precios de las pocas mercancías expuestas estaban por las nubes, y en las calles estallaban continuamente riñas entre los ciudadanos exasperados y los vendedores, que proclamaban que hacían todo lo posible por intentar aprovisionarse. Pero, desde hacía algunos meses, la situación se había vuelto insostenible: los mercaderes ya no podían moverse con la habitual desenvoltura por toda la Italia central, y los suministros comenzaban a escasear, aunque se habían intensificado los transportes por mar, que se habían demostrado más seguros.
Roma, sin embargo, era una ciudad vastísima, densamente poblada y en continua expansión, y sus necesidades alimentarias iban mucho más allá de lo que las naves de carga conseguían transportar, aun descargando mercancías sin pausa.
Aníbal había hecho tierra quemada en las regiones que circundaban Roma, y eran pocos los que se aventuraban a emprender viajes para transportar sus mercancías a la Urbe. Muchos campos, además, habían sido pasto de las llamas, y los cartagineses habían robado el ganado o lo habían dejado muerto sobre el terreno, con la precisa estrategia de que las poblaciones aliadas de Roma, y la Urbe misma, pasaran hambre.
El mercado, que se extendía en un área vastísima en lomo al Foro, era el síntoma más evidente de cómo aquella estrategia del terror estaba dando excelentes frutos.
En la domus de los Escipiones la situación se vio clara con cierto retraso, aunque Pomponia era una mujer práctica y realista y no se atrincheraba detrás de la estólida altivez de la clase patricia romana, que se negaba a admitir la gravedad de la situación. Cuando la comida comenzó a escasear, Emilia intervino, proponiendo que no esperaran más y fueran directamente al mercado a abastecerse. Se ocuparía ella, con la ayuda de Versilio y de algún otro esclavo. No lo consideraba deshonroso y, en cualquier caso, tenía curiosidad por moverse entre la gente para averiguar cuán crítica era realmente la situación.
Todos estaban espantados, aunque la partida de Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón a la cabeza del formidable ejército que derrotaría Aníbal había serenado un poco los ánimos. Sin embargo, desde hacía meses no se tenían noticias seguras del ejército consular y la situación de los suministros en Roma se hacía cada vez más difícil, llevando al pueblo a la exasperación.
Emilia nunca se había desanimado y afirmaba que debían tener paciencia y que pronto llegarían las provisiones, una vez que su padre y Terencio Varrón hubieran eliminado el peligro de aquel bárbaro Africano. Pero ahora, después de tres días en los que apenas conseguían recoger lo necesario para saciar el hambre, se vieron obligados a admitir que no sólo la situación no parecía mejorar, sino que incluso empeoraba por momentos.
Las riñas eran cada vez más frecuentes, de vez en cuando había un muerto, y la tensión que recorría el pueblo y toda la ciudad se percibía en el aire como un humor denso y untuoso que se les pegaba encima y producía picor en la piel.
—¿Qué hacemos? —preguntó Versilio a su ama al mirar a su alrededor, desconcertado, y darse cuenta de que para ellos no era muy seguro permanecer en medio de toda aquella confusión.
—Volvamos a casa —respondió Emilia, triste, mirando los capazos vacíos que Versilio y los demás esclavos tenían en la mano—. Lo intentaremos otra vez mañana.
Versilio suspiró, porque ya sabía que al día siguiente no cambiaría nada, pero asintió e hizo una señal a los demás esclavos para que volvieran atrás. En aquel momento, la multitud se abrió en dos y unas parihuelas sostenidas por cuatro esclavos avanzaron velozmente, mientras algunos legionarios mantenían alejada a la gente con unos palos.
Las parihuelas pasaron junto a ellos, pero se detuvieron ante una orden del hombre que estaba sentado en los cojines, cuando éste reconoció, sorprendido, a Emilia.
—Mi niña, ¿qué haces aquí? —le preguntó, bajando de las parihuelas—. Vete, es peligroso.
—Tengo a quien me protege —respondió Emilia, señalando a Versilio y a los otros dos esclavos—. De todos modos, gracias.
Emilia sonrió, pero frunció el ceño al percatarse de que el hombre que había bajado de las parihuelas y que llevaba la toga blanca bordada de rojo de los senadores, se mordía los labios, nervioso, y evitaba mirarla a los ojos.
—¿Qué sucede? —le preguntó Emilia. Luego cayó en la cuenta y se quedó con los ojos desmesuradamenle abiertos—. ¿Has tenido noticias del frente? —preguntó el senador—. ¿Cómo va la guerra?
El hombre se pasó una mano por el mentón, visiblemente incómodo, a continuación extendió los brazos e hizo un gesto con la cabeza. Habló con ansiedad, devorado por algo que le asomaba a los ojos y que Versilio interpretó como puro terror.
—Ha sido una masacre —dijo, con la voz rota por el miedo—, Aníbal ha aniquilado a nuestro ejército. ¡Han muerto más de cincuenta mil hombres!
Versilio se mareó. Luego miró a Emilia y vio que estaba pálida.
—Es para no creérselo —continuó el senador—. Nos han informado de que han muerto ochenta senadores y veintinueve tribunos militares, y quién sabe cuántos jinetes. Y además..., además también Servilio Gémino y Minucio Rufo y...
De improviso se paró, miró a Emilia y, al darse cuenta de a quién tenía delante, se quedó con los ojos abiertos.
—Lo siento... —balbuceó, y Versilio se precipitó a sujetar a Emilia en cuanto la vio tambalearse.
Pero la muchacha hizo un esfuerzo, suspiró hondo y preguntó al senador:
—¿Tienes noticias de mi marido? ¿Y mi padre?
El senador miró a su alrededor, como si pidiera ayuda, luego volvió a hacer un gesto con la cabeza.
—Sé que Publio ha conseguido huir —dijo, y Versilio sintió que la sangre le volvía a circular por las venas. Al mirar a Emilia, notó que también ella había recuperado un poco de color—. Se ha reunido con Terencio Varrón, que ha logrado ponerse a salvo con los supervivientes.
—¿Y mi padre? —insistió Emilia.
El senador bajó la cabeza, consternado.
—No lo ha conseguido —respondió—. Ha combatido hasta el final a la cabeza de sus jinetes, y ha muerto como un héroe por...
—Calla —murmuró Emilia con un hilo de voz.
El senador abrió la boca, pero la cerró de inmediato, meneó por enésima vez la cabeza y luego, al no saber qué más hacer, estrechó los hombros de Emilia en un torpe ademán de consuelo y subió de nuevo a sus parihuelas, haciendo una señal a los esclavos para que volvieran a ponerse en movimiento.
Versilio lo miró alejarse en medio de la multitud, que rumoreaba y gritaba por cuestiones que ahora parecían increíblemente lejanas de la terrible realidad a la que el senador los había arrastrado por la fuerza.
Aníbal había ganado, y las legiones de Roma habían sido barridas. La ciudad no estaba del todo indefensa, es más, sus muros eran sólidos y estaban bien vigilados, pero las implicaciones de lo que había sucedido no tardaron en aclararse en la mente de Versilio. Ahora Aníbal podía moverse como quería, recibir refuerzos de Cartago y campar a sus anchas por toda Italia, provocando revueltas entre las poblaciones aliadas de Roma y preparando el terreno para un asedio de la Urbe.
—Llévame a casa —murmuró Emilia, pálida y deshecha.
Versilio asintió, y mientras avanzaban entre la multitud trató de pensar en Publio y el destino que lo había visto salir indemne de aquella tragedia.
Los dioses lo habían ayudado, y ahora esperaba poder verlo otra vez lo antes posible. Con Publio en Roma, la situación sería más fácil para todos.
Ante todo, para él.