II
—Entonces, Versilio, ¿qué te parece?
Nunca como en aquellos días Publio se había sentido tan excitado y lleno de energía. Tenía la impresión de vivir en una de aquellas historias míticas de héroes y de guerras que de vez en cuando le contaba Versilio.
—Pareces el poderoso Heracles a punto de derrotar a alguna terrible criatura —respondió, divertido, el siracusano—. Sólo espero que en el campo de batalla estén el valiente Aníbal y sus hombres, y no la astuta Deyanira y el pobre centauro Neso.
—Por suerte, aún no estoy casado —contestó Publio abriendo las piernas y poniéndose de jarras, la cabeza levantada y la espalda recta como un palo para tratar de parecer más alto. La lámina de bronce reflectante le devolvía una imagen que no acababa de interpretar del todo. Aunque tenía casi dieciocho años y era bastante alto, Publio tenía el tórax poco vigoroso y las piernas delgadas, más adecuadas para un hombre dedicado a los estudios que a la guerra, y el conjunto le daba un aire extraño, con la loriga que aquella misma mañana había recibido de su padre al despertar.
—Ponte ésta —le había ordenado el cónsul tendiéndole la coraza de cuero y metal—. Fue de tu abuelo, y la llevé yo también, cuando me nombraron comandante de un escuadrón de caballería por primera vez.
Publio se levantó fascinado de su camastro, mientras Versilio, que dormía sobre una manta en un rincón, observaba la escena en silencio, como correspondía a un esclavo. Después de haber admirado el pectoral de la loriga y los cubreantebrazos de cuero prensado, los recogió de las manos de su padre, con movimientos lentos y solemnes, según merecía el momento. Su padre le puso una mano sobre el hombro.
—Te nombro comandante de un escuadrón de mis fieles iuniores —concluyó, abrazándolo y saliendo a paso rápido de la tienda—. Te esperan en las riberas del río para recibir órdenes —añadió, mientras Publio lo observaba atónito, con mil preguntas que le bullían en la cabeza.
Entonces Versilio se levantó, le quitó de las manos la coraza y la extendió cuidadosamente sobre el camastro. A continuación le dio una palmada en la espalda y dijo:
—Enhorabuena, comandante. Ahora el chiquillo que conocía ya no existe. Ahora, por fin, tendré que vérmelas con un hombre y un guerrero.
Publio lo miró parpadeando, como si de repente se hubiera despertado de un extraño sueño y se hubiera sentido invadido por un chorro ardiente que le bajase al estómago hasta quemárselo.
—¡Un escuadrón totalmente mío! —gritó, dando finalmente salida a la excitación que le ponía la carne de gallina—. ¡Es increíble!
—Yo no lo diría —rebatió Versilio, comedido, pasándole la túnica que iba debajo de la coraza—. Diría que eso se te debía, como hijo de un cónsul. Ahora, más bien, tendrás otro problema.
—¿Cuál? —le preguntó Publio.
—¡Tratar de arreglarte para que no parezcas demasiado deslucido delante de tus soldados! —lo picó Versilio, en uno de sus raros momentos de ironía.
Publio rió sin demasiada energía, desahogando así la tensión que se le estaba acumulando por dentro, luego se puso las piezas de la armadura y se paró delante de la lámina de cobre, tratando de asumir una expresión lo más marcial posible.
Pero, una vez más, Versilio procuró que pusiera los pies en el suelo, comparándole con el gran Hércules y poniendo de relieve, así, los delgados brazos que despuntaban de la coraza.
—¿Crees que parezco ridículo? —preguntó Publio, preocupado, mirando su reflejo con aire más crítico.
—¡Qué va! —lo tranquilizó Versilio—. Además, recuerda, no es el aspecto lo que cuenta, sino la actitud con que te enfrentes a esos soldados y les des a entender quién manda.
Publio se demudó.
—Eso quizá sea peor —dijo aflojándose la loriga, que de improviso le pareció pesadísima e incómoda. ¿Cómo era posible combatir con todo eso encima dificultando los movimientos?
—Tú eres Publio Cornelio Escipión —le recordó Versilio con voz baja y grave, haciendo que Publio se volviera, sorprendido—. Nunca lo olvides. Ellos lo saben, y sólo por eso se sentirán intimidados. Aprovecha la ventaja y demuestra que eres consciente de ella. Cuando llegue el momento de la batalla, repítetelo varias veces en la mente, y verás que servirá para darte fuerza y valor.
Publio se quedó observando a su esclavo con atención. Aquel joven estaba siempre lleno de sorpresas, era un amigo, un tutor y un sostén para su formación, quizá más de lo que sus propios padres hubiesen podido nunca imaginar. A menos que, naturalmente, todo no formara parte de los planes de su madre...
—Ya te he dicho lo valioso que eres para mí, ¿verdad? —admitió a Versilio con sinceridad.
El siracusano se encogió de hombros.
—Por desgracia, sí —respondió—. Quizá demasiado.
Y eso significa que nunca seré libre, ¿verdad?
Publio se entristeció, tratando de interpretar las palabras del siracusano. ¿Bromeaba? ¿O aprovechaba la ocasión para reivindicar sus razones?
Era un esclavo, eso lo sabían ambos, pero también era cierto que Publio, ahora que llevaba una coraza y que había sido nombrado comandante de un escuadrón, podría decidir qué hacer con él: mantenerlo como esclavo o liberarlo como una muestra de reconocimiento.
—Te concederé la libertad, ya lo sabes —le dijo con la máxima sinceridad—. Pero no ahora, porque no sabría qué hacer sin ti.
—Lo sé —asintió Versilio, acercándose y abrazándolo—. Te lo agradezco. En todo caso, incluso si me liberases, no te abandonaría. No podría hacerlo.
Se apartó de Publio y lo miró con una sonrisa irónica.
—Me gustaría ver cómo te las apañarías sin mí, comandante.
Publio se echó a reír, aliviado por las palabras de Versilio, y volvió a mirarse en el espejo.
—Está bien —dijo—, entonces fingiré que soy un gran caudillo y saldré a afrontar la nueva vida que me espera.
—Añorarás tus libros y nuestras discusiones de táctica militar, ya verás —sonrió Versilio.
—Tal vez —asintió Publio—. Pero entre tanto déjame saborear este momento. No tienes idea de lo mucho que había soñado con él.