I

El invierno había llegado. Una constatación, ésta, que Aníbal hizo suya con una mueca, mientras se estrechaba en el largo manto que lo cubría. Se lo había confeccionado Himilce, y si en un primer momento Aníbal se había sentido a disgusto frente a los amorosos cuidados que su esposa le reservaba, ahora no podía menos que agradecérselos mentalmente. El viento que soplaba de través llevaba consigo sutiles agujas heladas que se clavaban en la piel, y Aníbal imaginó cómo debía de sentirse en aquel momento Magón, que había partido a la cabeza de mil auxiliares galos y mil jinetes, llevando sólo una almilla reforzada de cuero y las armas de las que nunca conseguía separarse. Ahora se encontraría en el punto preestablecido, agazapado entre la hierba gélida con sus hombres, a la espera de recibir la señal para hacer saltar la trampa que habían planeado.

—Si consigues que no te sorprendan —le había dicho Aníbal aquella mañana, antes aún de que saliera el sol—, entonces los romanos no tendrán escapatoria. Se encontrarán aplastados en una mordaza que los despedazará.

La idea de mandar a aquellos dos mil hombres para rodear al ejército romano y cogerlo por la espalda se le había ocurrido a Aníbal, pero debía confesarse a sí mismo que la verdadera inspiradora había sido Himilce. Cuando, la noche anterior, él le había confiado que la batalla que emprenderían al día siguiente era esencial para entender si toda su estrategia de enfrentamiento con los romanos en suelo itálico era válida, Himilce lo había abrazado con fuerza y le había dicho:

—Tengo confianza en ti. Y la tienen nuestros hombres. Porque sabemos que no te limitarás a enzarzarte en la batalla, sino que planearás algo para sorprender a los romanos y demostrarles que Aníbal no bromea.

Asombrado por aquellas palabras, se había quedado en un estado de agitado duermevela hasta la noche cerrada, cuando había comprendido que Himilce tenía razón. Con sus generales Aníbal ya había discutido las maniobras que realizarían para oponerse al avance de las legiones romanas. Conocían los puntos débiles y los fuertes del enemigo y, como había ocurrido en el Ticino, aunque de forma reducida, procuraría echar por tierra el esquema ordenado que los romanos adoptaban en sus batallas, gracias a la fuerza de choque de los elefantes y al impacto físico, pero también psicológico, que aquellas enormes bestias podían tener en las centurias enemigas.

Parecía todo establecido, y sin embargo las palabras de Himilce habían hecho mella en él, así que, después de haber rumiado durante horas, se decidió a levantarse. Una vez puesto el manto se dirigió a la tienda de Magón y despertó a su hermano con urgencia.

Este se sentó con un salto en su camastro empuñando el puñal que llevaba siempre consigo, pero luego, al reconocer a Aníbal, se tranquilizó.

—¿Qué sucede? —le preguntó.

—Debes preparar un destacamento y procurar que esté listo para partir antes del alba —le explicó Aníbal—. Al menos mil jinetes y mil soldados de infantería. Los de mayor confianza de los que puedas disponer entre las filas aliadas.

Magón, completamente despierto, lo miró, perplejo.

—¿Qué tenemos que hacer? —siguió interrogándole.

Aníbal cogió el puñal de Magón y trazó unos signos en el suelo.

—Este es el vado del Trebia —contestó—. Los romanos intentarán pasar por aquí, si caen en la trampa que he planeado para ellos.

—¿Qué trampa? —dijo Magón.

—Mandaré a la caballería númida a azuzarlos. Deberán entablar una batalla con las vanguardias romanas, pero dar la impresión de encontrarse en dificultades y replegarse hacia el grueso de nuestro ejército.

—No será fácil engañarlos —hizo notar Magón.

—No es más que una manera de convencer a los romanos para que avancen —le explicó Aníbal—. Deben ser ellos los que atraviesen el río para alcanzarnos, no al revés.

Magón asintió lentamente, comenzando a entender.

—De ese modo, estarán exhaustos, y nosotros podremos golpearlos más fácilmente —dijo.

—Exacto —contestó Aníbal—. Pero esto no bastará para derrotarlos. Al menos no tal como lo veo yo.

—¿Qué te ronda por la cabeza? —lo instó a confiarse Magón.

—Debemos limitar las pérdidas —fue la respuesta de Aníbal—. No nos bastará con derrotar a las legiones. Roma aún está muy lejos, y necesitaremos a todos nuestros hombres para alcanzarla y someterla a sitio.

—Por tanto, ¿qué quieres hacer?

—Tú partirás antes del alba con dos mil hombres, rodearás estos montes al sur y te situarás aquí, apenas por detrás del flanco de las legiones. —Mientras hablaba, Aníbal iba trazando en el suelo el escenario que sólo pocos minutos antes había comenzado a ver con claridad—. Os esconderéis en el lecho de uno de esos torrentes secos que nuestros vigías han localizado, y cuando llegue el momento saldréis y atacaréis a los romanos por la espalda.

Magón contempló el dibujo y se le iluminó la cara al comprender el alcance del plan de Aníbal.

—De ese modo los romanos estarán la mitad en las aguas del Trebia —murmuró, excitado—, a la merced de nuestros veteranos ibéricos y de los elefantes, y la mitad presionados por detrás por mis hombres.

Levantó la mirada y la clavó en la de Aníbal.

—¡Será una carnicería!

—Exacto —convino Aníbal, aliviando, al fin, la tensión que lo había apretado en un rígido abrazo durante toda la noche—, ¿Crees que podrás hacerlo?

Magón se puso en pie de un salto.

—Voy a reunir a mis hombres de inmediato. Fíate de mí, tu plan funcionará.

Ahora, mientras el viento gélido silbaba y azotaba a sus hombres que, en posición de batalla, observaban avanzar a los romanos hacia el Trebia después de haber respondido a las provocaciones de la caballería númida, Aníbal se dio cuenta de que podía creer a su hermano. Sería una carnicería, y Roma finalmente entendería con quién tenía que vérselas.

Cartago
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