III
El tiempo era benigno y el campo de batalla que Publio había elegido parecía el ideal para lo que tenía en mente.
—¿Por qué una llanura? —le preguntó Lucio cuando, junto con otros oficiales, realizaron un reconocimiento de la región.
Publio sonrió, señaló la ribera derecha del río Baetis, donde sus zapadores estaban aprestando el terreno para el enfrentamiento, y luego respondió:
—Me recuerda el Ticino. Y es lo ideal para poner a prueba a nuestros hombres y comprobar si el adiestramiento ha dado sus frutos.
Allí no se libraría la batalla con el caudillo cartaginés, pero Publio estaba intentando reproducir lo más fielmente posible las condiciones en que los romanos habían sufrido la primera derrota, para averiguar lo preparados que estaban sus hombres para enfrentarse a las formaciones cartaginesas. En efecto, sabía que ni Magón ni Asdrúbal Giscón pondrían en liza técnicas innovadoras o valientes, sino que se limitarían a seguir las enseñanzas de Aníbal alineando las tropas como habían hecho siempre en los últimos días, cuando él los había engatusado dando la impresión de querer atacar para luego ordenar que las legiones se retiraran más allá de los campamentos fortificados.
Sin embargo, él no tenía ninguna intención de moverse de manera convencional, siguiendo los procedimientos clásicos. La primera lección que había aprendido de Aníbal, desde el día de aquella terrible derrota en el Ticino, era precisamente que la mejor táctica consistía en adaptarse a los movimientos del adversario, cambiando y evolucionando de manera ordenada pero decidida, para seguir los desplazamientos de las tropas enemigas y tomar rápidamente las contramedidas necesarias para contener su ímpetu.
Por eso, en los últimos meses, Publio había ordenado a sus oficiales que intensificaran las sesiones de adiestramiento de los hombres. Los hacía correr hasta el agotamiento, obligándolos a transportar sobre sus espaldas grandes piedras o largos troncos de árbol, y los obligaba a furiosos combates cuerpo a cuerpo con espadas de hierro sin hoja que reproducían la forma y el peso de la espada corta ibérica, que ahora ya formaba parte del equipo de todos sus soldados.
Había ideado, además, unos certámenes de tiro con arco, con el pilumy con las hondas en los que, por turno, participaban todos y para los cuales ponía en juego odres de vino, las mejores prostitutas que conseguía reclutar en las aldeas ibéricas y monedas de plata acuñadas en Nueva Cartago. La competición caldeaba los ánimos, y los importantes premios disponibles obligaban a los hombres a dar lo mejor de sí con tal de demostrar sus aptitudes.
Ahora, las tropas estaban listas para moverse en un campo de batalla como él quería, divididas en cohortes.
—Combatiré con mis hombres —tranquilizó Publio a sus oficiales—, pero no antes de haber coordinado a las legiones para responder al avance del enemigo.
Y esto era precisamente lo que tenía intención de hacer.
Levantó un brazo y dio la orden de marcha. El ejército cartaginés, como todos los días a aquella hora, ya estaba dispuesto para aceptar su desafío, alineado ordenadamente a lo largo del típico frente en arco que Publio conocía tan bien: en el centro los veteranos libios, más fuertes y tenaces, y en las alas los aliados ibéricos y los elefantes, para proteger los flancos del ejército e intentar una maniobra de acorralamiento con el apoyo de la caballería númida.
Cuando las legiones tomaron posición, disponiéndose como él había ordenado la tarde anterior, Publio intentó imaginar el desconcierto que cundiría entre los comandantes cartagineses. Contrariamente a lo que siempre había hecho, también en las batallas anteriores que los habían visto empeñados contra los hermanos Barca, esta vez Publio ya no había opuesto una formación análoga a la cartaginesa, con los legionarios romanos en el centro, frente a los libios, y los aliados en las alas. Sus mismos oficiales se habían quedado sorprendidos, cuando él había dado las órdenes, y ahora esperaban nerviosos y con escasa confianza el momento del choque.
Sin embargo, Publio sabía que aquélla era la mejor manera de enfrentarse al enemigo: con inventiva, valor, tenacidad y audacia, para confundirlo y desorientarlo. Tal como había visto hacer a Aníbal cuando se lo había encontrado delante en la llanura del Ticino.
—¡Preparados! —gritó de improviso, al darse cuenta de que todo estaba listo y que el día era propicio para la batalla. Clavó los talones en los flancos del caballo y alcanzó el ala de caballería a su mando.
Cuando dio la señal, los manípulos se movieron al unísono, como si fueran un solo hombre.
Del otro lado, los alaridos de los libios y los berridos de los elefantes se elevaron para acoger su desafío primordial.