II
—Casi trescientas naves, ¿entiendes? ¡La mayor flota jamás vista!
Publio sonrió y bebió un sorbo de vino, haciendo una señal a su hermano para que continuara. Lucio era un verdadero río en crecida, y llevaba ya tanto tiempo hablando que todos los oficiales que participaban en el banquete parecían aturdidos, desbordados por tantas informaciones sobre aquello que estaba ocurriendo en Roma y en toda Italia, hasta el punto de quedarse alelados.
Sumido en una especie de mullida tibieza, con el vino que lo calentaba por dentro y las palabras de su hermano que lo envolvían en un relajante clima familiar que casi había olvidado, Publio escuchaba con poca atención las hazañas de algún oscuro tribuno militar que había obtenido alguna victoria sobre tropas desbandadas de cartagineses, o cómo los mares estaban ya completamente en manos de Roma. En realidad, su atención estaba siempre fija en los problemas que debería afrontar en breve en Iberia, para oponerse a las tropas unidas de Magón Barca y Asdrúbal Giscón, que se interponían a la expansión como el último y difícil obstáculo que superar antes de poder dar por concluida su obra de conquista de los territorios sometidos a los cartagineses.
No sería una broma, y aunque Publio sabía que aquellos dos juntos no podían interponer ni una décima parte del genio militar de Aníbal al avance de sus legiones, se daba cuenta de que era también la ocasión de demostrar a Roma su valor y regresar a la Urbe como vencedor, aclamado por el pueblo como un futuro cónsul, a pesar de su juventud y de que en realidad sólo tenía un cargo proconsular.
Sin embargo, Publio ya tenía en mente los caminos que debería recorrer para llegar primero al consulado, luego al mando de las legiones de Roma y, por último, al enfrentamiento decisivo con Aníbal, el verdadero objetivo final.
—El Senado ha sido durísimo con las ciudades que se han alineado con los púnicos —dijo Lucio, arrancando a Publio de sus pensamientos—. ¿Os habéis enterado de qué ha sucedido a Tarento y Capua?
—No —respondió Publio—, Cuéntanoslo.
Lucio bebió un sorbo de vino, enjuagándose bien la boca antes de volver a hablar.
—La población de Tarento fue reducida a la esclavitud, del primero al último hombre, sin olvidar mujeres y niños.
Lucio calló, para dejarles el tiempo de asimilar el alcance de aquel hecho, y luego continuó:
—A los ciudadanos de Capua les fue un poco mejor.
En un primer momento se había decidido deportarlos aquí, a Iberia, a las minas de plata y de hierro, pero luego se los dejó en sus tierras, aunque a cambio del pago de un oneroso tributo a Roma. ¡Nunca podrán liberarse de este impuesto, ni en mil años!
—Admitiendo que dentro de mil años Roma aún exista —intervino Cayo Lelio con una risita.
—Yo no lo dudaría —espetó Ennio Marco Catulo, con la boca llena de una mezcla de carnes aromatizadas con las especias que se cultivaban en aquellas tierras.
—Pero el acontecimiento más asombroso acaba de ocurrir —prosiguió Lucio, con el aire satisfecho de quien está listo para sorprender a su platea con un golpe de efecto.
—¿De qué se trata? —preguntó Marco Junio Silano, el propretor que el Senado había asignado a Publio, después de que este último hubiera obtenido las primeras victorias sobre el terreno.
—Asdrúbal, el hermano de Aníbal. Ha conseguido atravesar los Alpes y llegar al río Metauro, más allá de Ariminum.
Publio prestó de inmediato atención. Apoyó la jarra de vino y se levantó, mirando fijo a su hermano, que disfrutaba complacido de aquel momento de interés por parte de todos.
—¿Qué le ha pasado a Asdrúbal? —preguntó Publio—. ¿Se ha atrincherado en el Metauro? ¿Y Aníbal? Si los dos ejércitos se unen...
—No, no, tranquilo —lo interrumpió Lucio echándose a reír—. Las cosas ya se han solucionado, y con una triunfal victoria para Roma.
Publio observó, sorprendido, a su hermano, que continuó sin necesidad de que lo apremiase:
—¿Recuerdas a Livio Salinator y Claudio Nerón? Han conseguido interceptar a Asdrúbal y se han enfrentado a él sin vacilar. Es más, a decir verdad Claudio Nerón ha demostrado su valor y su inteligencia táctica no sólo en el campo. Pensad que hasta dos días antes se encontraba en Apulia, donde estaba siguiendo de cerca los movimientos de Aníbal, que estaba tranquilo en sus campamentos de Canusium, y desde allí con una marcha forzada llevó a sus hombres a espaldas de Asdrúbal, permitiendo que Livio Salinator rodeara a los cartagineses y les impidiera la fuga.
—Así que hubo una batalla —dijo Publio, ansioso por conocer todos los detalles.
—Sí, y fue una victoria aplastante por parte de los nuestros —afirmó Lucio—. Claudio Nerón se ha demostrado un general valiente, y me imagino qué cara pondría Aníbal al ver llegar la cabeza de su hermano.
Lucio se echó a reír, seguido por los demás que celebraban el banquete recostados en los triclinios, pero Publio frunció el ceño. Ya había comprobado en persona que Asdrúbal no era un general valiente como Aníbal, es más, valía muy poco en comparación con su hermano. Sin embargo, gracias a la tonta equivocación de Publio, que había permitido que Asdrúbal huyera después de la derrota de Baecula, ahora esta victoria daría una enorme popularidad a Claudio Nerón, desluciendo sus hazañas en Iberia. Y Publio no podía olvidar que Claudio Nerón pertenecía al ala patricia de los Fabios, que con el viejo y severo Quinto Fabio Máximo seguía ejerciendo una gran influencia sobre el Senado.
—Claudio Nerón es un hombre rastrero y mezquino, si ha hecho lo que dices —se oyó decir como si fuera algún otro quien hablara.
—¿Qué? —le preguntó Lucio, sorprendido.
Publio lo miró con una mueca.
—Aníbal nunca se ha comportado de ese modo, con nosotros —afirmó—. ¿Acaso ha cortado la cabeza de Quincio Crispino y Claudio Marcelo, después de haberlos matado? ¿Acaso ha usado sus cuerpos para hacer una afrenta a Roma? No. Y esto demuestra su grandeza.
Un silencio embarazoso reinó sobre ellos, mientras en la gran sala la gran fiesta continuaba.
Publio se quedó un momento callado, luego volvió a mirar a su hermano e intentó calmarse. Se daba cuenta de que Lucio y los demás oficiales no podían entender lo que estaba diciendo. No habían hundido su mirada en la de Aníbal, y no lo odiaban y respetaban tanto como había llegado a hacerlo él.
El caudillo cartaginés era el objetivo primordial de su vida, y haría cualquier cosa con tal de ser él quien lo derrotara. Pero no lo haría con desprecio; es más, le tributaría los honores que el más grande de los guerreros mereciese. No podía soportar la idea de que algún otro, una vez lograda la confianza del Senado y conseguido el apoyo decisivo de la facción de Quinto Fabio Máximo, le arrancase la posibilidad de enfrentarse con Aníbal en el choque decisivo.
—Si es Claudio Nerón quien te preocupa —intervino Lucio, escrutándolo de reojo—, entonces puedes estar tranquilo. Livio Salinator y él han derrotado a Asdrúbal, pero han tenido muchas pérdidas entre sus hombres, y ahora no tienen fuerzas suficientes para enfrentarse a Aníbal. De todos modos, nadie en el Senado está dispuesto a ordenar un ataque decisivo. Antes es preciso aislar definitivamente al Bárcida de Cartago y, sobre todo, recuperar la posesión de Iberia, para evitar que otros ejércitos puedan atravesar los Alpes y llegar en su ayuda.
Sólo en aquel momento Publio se percató de que había seguido las palabras de su hermano conteniendo el aliento. Respiró lentamente, para no desvelar la emoción que lo había embargado, luego hizo una señal de asentimiento.
—Lo sé —dijo a continuación dirigiéndose a su hermano pero hablando sobre todo consigo mismo—. No será fácil vencer a los cartagineses, pero en breve veremos si todo lo que hemos preparado servirá para algo o no.
—¿Tienes la intención de mover pronto tus tropas? —le preguntó Lucio.
Publio sonrió.
—Antes de lo que te imaginas, hermano.