IV
—Así que es aquí donde quieres ir —murmuró Marco Aurelio Seciano, sorprendido—. A Nueva Cartago.
—Exacto —espetó Publio. El pergamino en que los cartógrafos de la flota habían dibujado los confines de la costa ibérica y las principales ciudades, a partir de Ampurias, al norte, hasta Carteia, en la punta más cercana a Africa, estaba extendido ante ellos, sobre una mesa con las patas clavadas en el suelo—. Los cartagineses no se lo esperan y podremos tomarlos por sorpresa.
—Pero es una ciudad muy bien fortificada —protestó Sannio Castro—. Si iniciamos un asedio, los ejércitos de los hermanos Barca tardarán poco en alcanzarnos y rodearnos.
Publio señaló el gran mapa.
—Nosotros necesitamos esta hazaña —explicó—. Se lo debemos a nuestros hombres, que se han adiestrado duramente no para empeñarse en una batalla sin importancia, sino para recoger la gloria que les corresponde. Y se lo debemos a Roma, que desde hace demasiado tiempo no puede festejar una gran victoria, capaz de dar una señal no sólo a los cartagineses, sino también a todos nuestros aliados, presionados por las correrías de Aníbal.
—Lo que dices es cierto —asintió Marco Aurelio—, pero también Sannio tiene razón. No podemos empeñarnos en un asedio. —Señaló los puntos en que estaban acuartelados los tres ejércitos cartagineses que, al mando de Magón, Asdrúbal Barca y Asdrúbal Ciscón, controlaban con mano de hierro todo el territorio ibérico—, Fíjate en cómo están dispuestos. Pueden mandar en cualquier momento todos los contingentes que quieran hacia Nueva Cartago, y aplastarnos desde varios frentes.
—Pero no desde el mar —intervino Cayo Lelio.
—Exacto —dijo Publio. Recogió otro pergamino más pequeño y lo desenrolló. Era el mapa de Nueva Cartago, con las descripciones del terreno realizadas por los exploradores y reproducidas con extrema precisión—. Mirad cómo está dispuesta la ciudad. Se encuentra sobre un istmo que se asoma al mar y que a Oriente está conectado con la tierra firme gracias a esta delgada franja de tierra que divide la laguna interior del mar abierto.
Todos miraron el mapa, sorprendidos por el hecho de que Publio hubiera ordenado relevamientos tan cuidadosos de la zona.
—¿Desde cuándo planeas atacar Nueva Cartago? —le preguntó Marco Aurelio.
—Desde el día de nuestro desembarco en Iberia —respondió Publio—. No estoy aquí para perder el tiempo o para enzarzar a los púnicos en escaramuzas irrelevantes. Quiero que todo el mundo entienda enseguida que tengo las ideas claras y que apunto directamente a los objetivos más importantes.
—Nueva Cartago puede ser un objetivo de gran valor —convino Sannio Castro—, pero está lejos de los ejércitos cartagineses y no los debilitará. ¿No sería mejor centrarnos en un enfrentamiento con Asdrúbal o Magón, que podrían poner en peligro nuestras guarniciones al norte del Ebro?
—Nueva Cartago no es sólo un objetivo de valor —le explicó Publio—. Es el símbolo del poder cartaginés en estas tierras, la ciudad de la que los Bárcidas han partido para tratar de conquistar el mundo y reducir a Roma a la esclavitud, el punto de referencia para todas las tribus ibéricas aliadas de Cartago. Si la conquistamos, asestaremos un duro golpe a las miras expansionistas de Aníbal y sus hermanos, y los ibéricos deducirán que Roma está dispuesta a acogerlos como aliados para echar a los púnicos a Africa.
Durante un momento en la cabina se hizo el silencio, mientras todos meditaban sobre las palabras de Publio.
—No olvidemos, además —añadió de improviso Cayo Lelio—, que esa ciudad está situada en una posición estratégica, y si queremos atacar a los cartagineses en todos los frentes, no podemos dejar una cabeza de puente tan importante en las manos del enemigo. Sería un error estratégico gravísimo.
Todos asintieron, y Publio comprendió que los había convencido.
—Imagino que una parte del ejército cartaginés se ha quedado para vigilar la ciudad —dijo Sannio Castro, tratando de pensar en todos los aspectos de la empresa que les esperaba.
—No es así —rebatió Publio—. Los cartagineses consideran inexpugnable Nueva Cartago, y probablemente creen que nunca tendremos el valor de aventurarnos en una empresa semejante.
—Diría que no les falta la razón —farfulló el centurión.
—Sin embargo, han cometido un error —continuó Publio—. Han subestimado el alcance de mis ambiciones.
—La guarnición de Nueva Cartago no supera los mil efectivos —intervino Cayo Lelio, que entre ellos parecía el único en estar informado de los planes de Publio.
—Exacto —confirmó éste—. Mil soldados de infantería y un puñado de jinetes. Y la mayoría de la población son mujeres, viejos y niños, además de comerciantes de distinta procedencia.
—Más que la guarnición me preocupan los muros —dijo Marco Aurelio—. Son sólidos y muy altos. Además, tú mismo reconoces que el único paso para alcanzarlos es esta franja de tierra, que es demasiado estrecha y fácilmente defendible incluso por una guarnición escasísima.
—Como ha dicho Cayo, te olvidas del mar —sonrió Publio.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Marco Aurelio, frunciendo el ceño—. ¿Quieres acercarte a la costa por el mar? ¿Hay amarres?
—No —explicó Cayo Lelio—. No hay ningún amarre bajo los muros, sólo arrecifes y una pared rocosa a pico sobre el mar. Y luego la laguna.
—Entonces no comprendo —se rindió Marco Aurelio, mientras junto a él Sannio Castro se mostraba perplejo.
—Mis exploradores no se han limitado a observar el territorio —explicó Publio—. Di órdenes precisas para que se confundieran con la población local y sonsacaran a los habitantes del lugar todas las informaciones que pudieran sernos útiles.
—¿Y lo lograron? —preguntó Marco Aurelio.
—Sí —asintió Publio—, Han descubierto un detalle muy interesante.
Publio lanzó un vistazo a Cayo Lelio, que captó la sugerencia y comenzó a explicar.
—Las mareas, en esta zona, son recurrentes y de cierta magnitud. Pero lo importante es que, cuando se unen con un fuerte viento de tierra que barre las aguas con ráfagas impetuosas, bajan el nivel del mar hasta abrir un paso hacia la parte occidental de los arrecifes que rodean los muros de Nueva Cartago.
—Un paso... ¿desde dónde? —preguntó Sannio Castro, confuso.
—Desde el punto en que anclaremos nuestras naves —respondió Publio, dejando al centurión y a Marco Aurelio boquiabiertos—. Mientras Cayo se ocupa de bloquear el puerto de Nueva Cartago, para impedir que zarpen las naves cartaginesas, y vosotros, junto a Marcio Septimio, distraéis a la guarnición dando inicio a un asedio en toda regla, yo y cincuenta legionarios escogidos aprovecharemos la marea baja y desde las naves vadearemos la bahía a pie, escalando los muros a occidente, donde creo que ningún cartaginés estará esperándonos.
—¿Y si algo sale mal? —preguntó Marco Aurelio—. ¿Si alguno de los ejércitos de los hermanos Barca lograra llegar antes de la conquista de la ciudad?
—Es importante que Marcio Septimio consiga entrar en Nueva Cartago en los tiempos previstos —respondió Publio—. Hasta que él no esté en posición, listo para luchar contra la guarnición de la ciudad en el único frente aparentemente atacable, no podremos actuar. He dado órdenes para que se afane en construir terraplenes y una empalizada defensiva en el acceso a la franja de tierra practicable del istmo, de modo que impidamos la llegada de eventuales ayudas cartaginesas.
Todos lo miraron, desconcertados, y luego, mientras Versilio hacía un gesto con la cabeza sin que nadie lo viera, divertido por el espíritu teatral de Publio, éste enrolló los mapas y añadió:
—En todo caso, deberíamos poder resistir a uno, quizás a dos ejércitos cartagineses, sobre todo si logramos conquistar la ciudad y aprovechar su perímetro defensivo. Pero si los Bárcidas enviaran más fuerzas, entonces podremos embarcar nuevamente a los hombres en las naves y salir a mar abierto.
Nadie replicó, y mientras la excitación por la empresa a la que se estaban aventurando comenzaba a contagiarse, Publio salió de la pequeña cabina. Quería volver arriba, respirar un poco del fragante aire de mar que azotaba las jarcias. A la espera de empeñarse en su primera batalla como comandante, para dar a Roma una victoria clamorosa.