III

—¡Debes de estar loco! —exclamó Versilio con los ojos desorbitados.

—Mi mente está completamente sana —replicó Publio, divertido—, ¿Recuerdas a la muchacha que vimos ayer? ¿Aquella con el vestido color púrpura? Sé quién es. Y sé dónde puedo encontrarla.

La mueca que apareció en el rostro de Versilio revelaba que su pensamiento era muy distinto, pero Publio decidió ignorarlo. No había sido fácil rastrear a la chiquilla de ojos azules que lo había cautivado el día anterior, cuando se había cruzado con ella por la calle. Por suerte, se había fijado en la mujer alta y elegante, que debía de ser su madre y que iba rodeada por una nube de esclavas, y había deducido que seguramente se trataba de la hija de alguna importante personalidad de la ciudad, quizá de un senador. Cuando pidió información a su madre, Pomponia había entendido enseguida de quién se trataba, y con un gesto de desaprobación había explicado que era Lucrecia, la mujer de Quinto Marcio Rufo, el pretor que disfrutaba de los favores de Cayo Flaminio y de los ricos plebeyos que pensaban que podían gobernar Roma en nombre del pueblo, marginando a la nobleza patricia.

Publio había evitado hacer comentarios, conformándose con saber quién era la chiquilla. Se llamaba Marcia, tenía su edad y vivía a sólo dos insulae de distancia. No tendría dificultades para encontrarla, y esta vez estaba decidido a conocerla.

Ante aquel pensamiento, la excitación se adueñó de él, pero Versilio lo tiró de la manga, implorándole que lo escuchara.

—No podemos ir —gimoteó—. ¿Qué diría tu padre? ¡Sabes que estás prometido con la hija de Lucio Emilio Paulo!

Publio se encogió de hombros.

—Emilia sólo tiene doce años. Es aún una niña —rebatió, como si sus catorce años le permitieran hacer ciertas distinciones.

Versilio alzó los ojos al cielo.

—¿Y tu hermano Lucio? —preguntó.

Publio volvió a encogerse de hombros.

—Deja que se divierta con los calcula. Vamos nosotros dos solos.

—De acuerdo —se rindió al final Versilio—. Pero hagámoslo a mi manera.

—¿Es decir...?

—Es decir que salta a la vista que perteneces a una familia rica, y si queremos adentrarnos en las insulae, debes tratar de pasar inadvertido.

—¿Tengo que disfrazarme?

Publio estaba cada vez más divertido.

—Exacto —asintió Versilio—. Y creo que necesitaremos la ayuda de una de las ornatrices de tu madre.

—¿Qué? ¿Por qué?

Versilio señaló la cabeza de Publio.

—Tu cabellera —respondió—. Todos esos rizos, los perfumes, los ungüentos... En las insulae se darían cuenta de quién eres incluso antes de verte. Notarían el olor.

Publio se echó a reír.

—Tienes razón —dijo, arrastrando al esclavo hacia las propias habitaciones—. Desde luego, no sabría qué hacer sin ti.

Cartago
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