I
—Tenías razón —murmuró Magón dando señas de admiración con la cabeza—. Por fin se han decidido.
Aníbal trató de contener la excitación y contempló el escenario grandioso que tenía delante.
En aquella inmensa llanura, encrespada sólo por modestas colinas, los dos ejércitos se enfrentaban en silencio, ordenadamente alineados en una explanada vastísima. Para poder mantener vigiladas a todas las fuerzas con las que estaban a punto de chocar, Aníbal y sus generales habían subido a un carro.
A pesar de que debía contemplar aquella escena grandiosa con un solo ojo, Aníbal se sintió satisfecho: era como si finalmente todos sus deseos se vieran cumplidos, y el momento tan esperado, aquel en que celebraría de una vez por todas su grandeza frente a los hombres y los dioses, estuviera a punto de tener inicio.
—Son muchos más de los que había imaginado —rezongó Maharbal escrutando las filas ordenadas de las legiones romanas—. ¿Cuántos serán?
—Ochenta mil, según los primeros cálculos —respondió Paribio—. Mucho más que los nuestros.
—Nunca bastarán —respondió Aníbal lamiéndose el labio inferior, mientras su mente elaboraba las maniobras que su ejército debería realizar para compensar la superioridad numérica de los romanos—. Y, sobre todo, fijaos en su caballería. Es muy inferior a la nuestra.
—Eso nos dará una gran ventaja —asintió Magón, dando una palmada en el hombro de Maharbal. También él estaba excitado por la inminencia del enfrentamiento: los romanos en los últimos meses se habían mantenido a distancia, y después de la burla del agro de Falerno incluso habían renunciado a atacar a su retaguardia y las tropas que se separaban de la formación principal, limitándose a tenerlos vigilados durante todo el otoño y el invierno y permitiendo que Aníbal eligiera con cuidado el lugar en que invernar y aprestarse para la gran batalla.
Sus infiltrados en Roma, que se comunicaban a menudo con él mediante mensajeros itálicos bien pagados, le informaban del tumulto político que sus correrías en Italia habían provocado en el Senado y entre el pueblo romano, y sabía que pronto llegaría el momento del enfrentamiento. Al recibir la noticia de que se había nombrado cónsul al vehemente Cayo Terencio Varrón, Aníbal tuvo la certeza de que sus esperanzas y sus cálculos se transformarían pronto en realidad. Aquel hombre no era un noble, tenía orígenes humildes y quería demostrar al pueblo que la grandeza se conquista en el campo de batalla, no por derecho de nacimiento. Era precisamente la persona que Aníbal anhelaba que tomara lo antes posible el mando de las prudentes tropas romanas.
Por eso había enviado exploradores por toda la Apulia, ordenándoles que localizaran el mejor campo de batalla para las estrategias de guerra del ejército cartaginés. Cuando le informaron de aquel sitio, que los romanos llamaban Cannae, una pequeña altura situada en el centro de una ilimitada llanura, atravesada por el río Aufidus y con varios almacenes llenos de víveres a su disposición para asegurar adecuados suministros a hombres y animales durante todo el invierno, no dudó e hizo converger las tropas en aquel lugar, desbaratando fácilmente la débil guarnición romana y asegurando a la población local que no haría daño a nadie, si colaboraban en la instalación del campamento.
Los mensajeros de Aníbal batieron la Apulia a lo largo y a lo ancho durante todo el invierno, vigilando hasta el más mínimo desplazamiento de las tropas romanas, y cuando, al final de la primavera, localizaron a las primeras vanguardias del ejército consular que avanzaban hacia Cannae a ritmo sostenido, las disposiciones para la batalla comenzaron con ritmo frenético.
—Debemos ejercitar a los hombres hasta que hayan aprendido de memoria cada movimiento, respetando las órdenes de los mandos con la máxima rapidez y familiaridad, como si pudieran anticiparse a ellas en base a los movimientos del enemigo.
Aníbal fue claro con sus generales, cuando los reunió para que comprendieran la importancia de esa batalla. Se enfrentarían dos de los más grandes ejércitos de la historia, y quien triunfara sería el dueño del mundo.
—Los romanos no tienen nuestra fuerza, no tienen nuestra agresividad —continuó—, pero tienen una organización impecable, que permite que sus centurias se muevan como si fueran un solo hombre, en perfecto silencio, para no perder ni siquiera una de las órdenes gritadas por los comandantes o sopladas por los cuernos. Nosotros debemos llegar a igualarlos también en esto, si queremos vencerlos.
Durante todo el mes de julio, mientras el ejército al mando de Terencio Varrón se acercaba y luego se establecía junto a las riberas del Aufidus, con un campamento provisto de estructuras fortificadas que dejaron atónitos a los generales cartagineses, Aníbal espoleó a los suyos a repetir hasta el infinito el duro adiestramiento militar que transformaría las tropas cartaginesas en una despiadada máquina de guerra.
Ahora, en el segundo día del mes de agosto, las dos formaciones se enfrentaban a poca distancia la una de la otra, con filas de soldados ordenadamente alineadas en unidades contrapuestas que parecían equivalentes por cantidad y rigor marcial.
Aníbal estaba satisfecho: había conseguido sacar mucho de sus hombres, y sabía que con la aportación de la formidable caballería númida y con las estrategias que había planificado junto a sus generales, los romanos no tendrían salvación.
Aun estaba pensando en esto cuando llegó un hombre al galope, a lomos de un caballo con los ollares dilatados y el cuerpo cubierto de espuma.
—¡Comandante! —gritó, mientras Amidal y algunos hombres del Escuadrón Sagrado interceptaban al recién llegado y lo obligaban a detenerse.
—Dejadlo pasar—ordenó Aníbal reconociendo al joven mensajero que él mismo había mandado a recabar información sobre la situación en Iberia y sobre Hannón.
El mensajero bajó del caballo y alcanzó a Aníbal. Tenía las ropas hechas jirones, le temblaban las piernas y estaba cubierto de pies a cabeza por una mezcla de sudor y polvo. Era evidente que debía de haber cabalgado noche y día para llegar lo antes posible, y aunque estaba agotado y le costaba mantenerse en pie, no vaciló en inclinarse ante su comandante.
Aníbal saltó del carro y lo aferró por los hombros, obligándolo a enderezarse.
—¿Qué noticias tienes que darme? —le preguntó de inmediato. La batalla estaba a punto de comenzar, y él no podría concentrarse en el enfrentamiento sin antes saber qué suerte había corrido Hannón.
—Tu plan ha tenido éxito, mi señor —le dijo el mensajero, haciendo que un estremecimiento de alivio le recorriera la espina dorsal—. Los nuestros han logrado corromper a algunos prohombres griegos, e incluso a un centurión romano. Hannón ha sido liberado, y ha vuelto al mando de sus tropas.
Aníbal cerró los ojos y suspiró profundamente. ¿Qué mejor auspicio para la suerte de la batalla que estaba a punto de comenzar?
—Hannón pregunta si puede unirse a ti para lanzar el ataque decisivo contra Roma —continuó el mensajero—, También Asdrúbal está listo.
—No —respondió Aníbal volviendo a abrir los ojos. Se sentía lleno de una energía sobrenatural, que le confirmaba que todas sus acciones tenían el beneplácito de los dioses y formaban un sendero que conducía a la gloria para sí y para Cartago.
—Ahora descansa. Quédate en la retaguardia y recupera las fuerzas. Cuando todo haya terminado, vuelve a ver a Hannón y Asdrúbal y explícales que tienen que permanecer en Iberia, para consolidar nuestro dominio y barrer de una vez para siempre a los romanos de aquellas tierras. Más tarde te escribiré una carta con órdenes precisas.
El mensajero salió corriendo, mientras el Escuadrón Sagrado se cerraba en torno al comandante.
Aníbal volvió a mirar al ejército romano alineado, aquella multitud de hombres que parecía no tener fin, y la certeza de la victoria le sopló en el corazón como el viento cálido que le desordenaba el pelo y levantaba remolinos de polvo.
Los dioses estaban con él, y ahora nada podría detenerlo.