III

—Tus hermanos no están dando un gran ejemplo de valor en tierras ibéricas.

La introducción de Istatten, resuelta y fuminante, hizo comprender de inmediato a Aníbal que aquellos hombres no estaban allí para traerle el apoyo de Cartago y una ayuda concreta por parte del Consejo de Ancianos.

Fue suficiente para que fuera más cauteloso en la manera de dirigirse a Istatten, mientras lo escrutaba atento, listo para captar hasta los más mínimos matices de la expresión rígida del rostro.

—La pérdida de Nueva Cartago ha sido un asunto irritante, estoy de acuerdo —rebatió sin descomponerse—, pero de poca relevancia. No comprometerá el predominio de Cartago sobre esa región.

—Evidentemente no te han informado de las últimas novedades —lo contradijo Istatten, como si hubiera esperado su reacción y estuviera listo para rebatir.

—Ya habéis notado con qué dificultad se consigue sortear a la flota romana. Esto impide que las noticias de Cartago o de Iberia me lleguen a tiempo.

Istatten asintió, luego extendió una mano y cogió una jarra de vino que los criados habían llenado para él. Antes de acercársela a los labios la observó con atención, como si nunca hubiera visto una jarra igual, luego bebió un pequeño sorbo.

—El procónsul romano en Iberia está demostrando capacidades estratégicas poco comunes —dijo al fin, después de haberse limpiado los labios con la manga de la sencilla túnica que llevaba.

—Publio Cornelio Escipión —asintió Aníbal. Sabía qué iba a decirle Istatten, y en el fondo no le sorprendía: aún recordaba la mirada llena de miedo, y también de decisión, del muchacho que había salvado al cónsul Escipión en la batalla del Ticino, y siempre había sabido que antes o después sus caminos volverían a cruzarse.

—Exacto —espetó Istatten—. Ya ha derrotado a tus hermanos en batalla más de una vez, ha tomado posesión de Nueva Cartago y de las minas de plata de la región, y sobre todo está trabajando con astucia y sutileza para poner a las tribus ibéricas de su parte.

—Mis hermanos domarán los impulsos veleidosos de los ibéricos, como ya hizo mi padre —rebatió Aníbal—.

Y tarde o temprano ese procónsul quedará engullido por los problemas políticos que están atenazando a Roma. —Hizo una pausa, inclinándose apenas hacia Istatten—. Porque acaso vosotros no conocéis las últimas novedades de la guerra que estoy capitaneando en Italia.

El delegado cartaginés contuvo una mueca, cuyo esbozo Aníbal captó perfectamente, y a continuación dijo:

—Nos hemos enterado de la muerte de los cónsules, naturalmente. Imposible ignorar un hecho de semejante importancia.

—Bien —estalló Aníbal, que comenzaba a hartarse de los melindres de Istatten—. Entonces sabréis que es aquí donde se decide el destino de Roma y de Cartago, no en Iberia. Dejemos esas escaramuzas a mis hermanos, y preocupémonos de cómo derrotar de una vez por todas a la República y someterla a nuestro dominio.

—No creo que sea tan sencillo —respondió Istatten, sorpresivamente—. El ascenso de Publio Cornelio Escipión podría beneficiarse del terremoto político que está conmocionando a Roma.

—¡No me interesa la política, sino la guerra! —refunfuñó Aníbal, dando un fuerte puñetazo sobre la mesa.

Todos los delegados cartagineses se sobresaltaron, salvo Istatten, que permaneció impasible—. Lo que quiero saber es si Cartago se decidirá a darme el apoyo que pido desde hace años, o si continuará dejando que sea yo quien someta a Roma. Solo.

Istatten respiró hondo, antes de responder.

—Evidentemente no has sabido nada de tu hermano Asdrúbal —dijo, consiguiendo, una vez más, tomar por sorpresa a Aníbal—. Después de un enfrentamiento perdido con Cornelio Escipión en Baecula, ha reunido a todas las fuerzas restantes y ha decidido seguir tus pasos. Se está dirigiendo hacia los Alpes, para atravesarlos como has hecho tú y descender a Italia desde el norte.

Aníbal miró a Istatten, en silencio. ¿Cómo era posible que no hubiera sido informado de algo semejante? ¿Y por qué motivo ese estúpido de Asdrúbal contravenía sus órdenes?

Sintió que la ira crecía en su interior, sobre todo porque a causa de uno de sus hermanos ahora se encontraba repentinamente desarmado frente al representante del Consejo de Cartago.

Reaccionó de manera espontánea, fingiendo pleno apoyo a Asdrúbal, aunque si en aquel momento hubiera podido matarlo con sus manos, lo habría hecho allí mismo.

—A falta de decisiones por parte de Cartago, no puedo más que apoyarme en mis hermanos para resolver la guerra en Italia —afirmó—. Ellos, al menos, no son unos cobardes que estén a la espera de entender qué partido tomar. Son unos Barca, y combaten por su gente sin miedo a morir.

—Pero de este modo Cornelio Escipión tomará pronto el control de Iberia, abriendo un camino que conduce directamente a una ofensiva contra Cartago —lo refutó Istatten, como si siguiera un guión que ya había establecido con antelación.

—Magón y Asdrúbal Ciscón aún están allí —le recordó Aníbal—. Ellos sabrán vencer a vuestro procónsul.

Istatten exhibió una extraña sonrisa, que obtuvo el efecto de acrecentar la ira de Aníbal.

—Los romanos te han subestimado durante mucho tiempo, por eso has cosechado tantas victorias —afirmó—. Pero ahora eres tú quien subestima al adversario.

—Publio Cornelio Escipión no es mi adversario —le recordó Aníbal—. Si lo fuera, ya estaría muerto.

—Puede ser —le concedió Istatten—, pero pronto podría serlo. Y la inteligencia que ha demostrado en batalla y con sus maniobras políticas y diplomáticas debería despertar tu interés.

—¿Por qué? —preguntó Aníbal.

—Porque aquel joven procónsul te está tomando como ejemplo, y por lo que hemos podido constatar lo está haciendo muy bien, obteniendo resultados asombrosos.

Aníbal tuvo que reconocer que aquel hombre era mucho más hábil de lo que había pensado. A pesar de la ira, ahora comprendía que no podía seguir ignorando el ascenso de Cornelio Escipión en Iberia, como había hecho durante demasiado tiempo, confiando de manera ilimitada en sus hermanos. Una confianza que, según parecía, desde aquel momento empezaría a peligrar.

—Dame algunos ejemplos de lo que dices —pidió a Istatten, mirándolo con semblante sombrío.

—¿Has oído hablar de Masinisa?

—Naturalmente. Es el nuevo comandante de los masilios en el ejército de mis hermanos en Iberia.

—No es sólo eso. Está destinado a convertirse en el rey de su gente, y tiene una notable tendencia a la autonomía que lo hace difícilmente controlable.

Aníbal frunció el ceño, incapaz de comprender adonde quería llegar Istatten.

Este quizá leyó su desconcierto en los pliegues de su rostro contrariado y continuó:

—Publio Cornelio Escipión ha capturado en la batalla de Baecula al sobrino de Masinisa, pero en vez de condenarlo a muerte lo ha cubierto de oro y de presentes, y lo ha liberado, junto con los hombres de su escolta y las mujeres de su séquito.

Istatten no añadió más, no explicó nada. No era necesario, no con Aníbal. Este, a su pesar, apretó los dientes, consciente de la inteligencia táctica de aquel movimiento del procónsul. Una verdadera rareza entre los generales romanos, habituados a resolver con brutalidad y sin medias tintas sus disputas con los adversarios. Aquel gesto de magnanimidad probablemente no le aportaría nada concreto, de momento, pero conociendo el ánimo rebelde e independentista de los masilios, podría resultar un movimiento extremadamente importante en los delicados equilibrios de alianza entre romanos, cartagineses y sus respectivos aliados.

—De acuerdo —se resolvió a decir al final Aníbal—, tienes razón al decir que no debemos subestimar a Publio Cornelio Escipión. Pero esto no cambia el estado de las cosas aquí, en Italia. Siempre he vencido, y seguiré haciéndolo hasta que me encuentre ante los muros de Roma. En ese momento, deberé saber de qué parte estará Cartago.

—¿Es una amenaza, comandante? —le preguntó Istatten, aparentemente tranquilo.

—Absolutamente sí —respondió Aníbal con dureza, saboreando el guiño de sorpresa que atravesó el rostro de Istatten—. Por tanto, ahora vuelve a ver al Consejo e informa de mis palabras. Cartago debe decidir de qué parte estar. O me apoya abiertamente, proporcionándome la ayuda que necesito, o se aparta y deja que sea yo quien conquiste Roma y se beneficie de este triunfo. Después de lo cual, seré yo, naturalmente, quien decida cuál deberá ser el destino del mundo. Cartago incluida.

Antes de que Istatten pudiera rebatir, Aníbal se levantó y se alejó, seguido por los guardias del Escuadrón Sagrado.

Sabía que Istatten informaría fielmente de su conversación, y también sabía que difícilmente el Consejo abandonaría sus reservas. Esos cobardes temían demasiado a Roma, y tenían demasiados intereses personales que defender.

Ya se ocuparía él de cambiar el curso de la historia, incluso sin su ayuda. Y luego, cuando llegara el momento de ajustar las cuentas, no tendría la más mínima consideración por quienes habían decidido darle la espalda.

Pero ahora debía pensar en un problema mucho más importante: Asdrúbal estaba cometiendo una locura, y él debía mandar a alguien para guiarlo en el difícil recorrido a través de los Alpes. Cuando lo tuviera al alcance de la mano, no lo dejaría irse de rositas por aquella locura.

Cartago
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