IV

Cabalgar le sentaba bien. Aníbal lo advertía en lo profundo de su corazón y su mente. Y de algún modo servía para hacerle olvidar el dolor del ojo, empujándolo a concentrarse en la marcha forzada a la que había espoleado a sus hombres.

Después de haber descansado y recuperado las energías perdidas en aquel maldito pantano, ahora parecían todos más determinados. El hecho de que él hubiera vuelto a la cabeza del ejército era la confirmación de que los dioses estaban con ellos y que la marcha victoriosa podría continuar.

Himilce había aceptado permanecer en el carro que avanzaba en la retaguardia, aunque se había quejado airadamente, porque pretendía cabalgar a su lado, para cuidarlo.

—¿Cómo puedes pensar que conceda que una mujer cabalgue conmigo a la cabeza del ejército? —había protestado él, tratando de contener el enfado—. Me cuesta mantener un mínimo de dignidad, ahora que soy tuerto, imagínate si me dejara ver con mi esposa atendiéndome como a un niño.

Himilce había tratado de rebatir, pero luego se había contenido, había apretado los labios y asentido secamente.

—Está bien, haré lo que me pides —había aceptado al fin, aunque la expresión que le hacía dilatar las pupilas no era ciertamente benévola.

Pero, por suerte, era una mujer inteligente, y debía de haber comprendido sus preocupaciones.

—¡Aníbal! —lo llamó en aquel momento una voz a sus espaldas.

Se volvió sobre la grupa del caballo y vio llegar a gran velocidad a Paribio, con una expresión preocupada que le cortaba en dos la frente.

—¿Qué sucede? —quiso saber Aníbal.

El comandante de los correos cartagineses detuvo el caballo con un brusco tirón de las riendas y respondió con tono agitado:

—He recibido dos noticias, una de un mensajero mandado por Asdrúbal y una de mis correos.

Aníbal lo miró, sorprendido.

—¿Qué esperas para hablarme de ellas?

Paribio se mordió un labio. Vio que también Magón se acercaba para entender qué estaba ocurriendo y esperó a que también el otro Barca estuviera con ellos para explicar la situación.

—Asdrúbal nos comunica una mala noticia. Vuestro sobrino Hannón ha sido capturado por los romanos, y se encuentra prisionero en una ciudad griega, Ampurias.

Aníbal escuchó impasible, luego, al ver que Paribio vacilaba, soltó:

—Has dicho que tenías dos noticias que comunicarme. ¿Cuál es la otra?

—Mis correos creen que han divisado a exploradores romanos. Se mantienen a distancia, como si quisieran vigilarnos sin entrar en contacto.

—¿Es una impresión o una certeza? —le preguntó Magón.

—No estamos del todo seguros —respondió Paribio.

—Eso significa que los romanos nos han localizado —dijo Aníbal.

—¡Debemos enfrentarnos a ellos! —gruñó Magón—. ¡Y luego regresar para liberar a Hannón!

—No digas tonterías —lo reprendió Aníbal—. No podemos hacer nada por él, salvo mandar a alguien para corromper a los griegos y darle la posibilidad de escabullirse.

—¡Los romanos lo estarán torturando! —protestó Magón—. Dame una escuadra de jinetes y deja que vaya a liberarlo.

—No —dijo Aníbal con decisión—. No podemos prescindir ni siquiera de un hombre. Las legiones nos han localizado, y pronto buscarán batalla. Y quiero contentarlos.

Magón lo miró, incrédulo, amagó una réplica, pero luego dio un violento tirón a las riendas y se marchó.

—Diles a tus hombres que mantengan vigilados a los exploradores romanos —ordenó Aníbal a Paribio—. Deben dar a entender adonde nos estamos dirigiendo, pero sin revelar que se han percatado de su presencia.

—No creo que se hayan dado cuenta —confirmó Paribio.

—Bien —asintió Aníbal—. Entonces manda a otros exploradores por delante de nosotros, con un radio de acción lo más amplio posible. Tendrán que buscar el mejor terreno para entablar batalla con los romanos, o para tenderles una trampa.

Paribio empezó a alejarse, pero Aníbal lo detuvo.

—Mándame a uno de tus mensajeros más fiables. Tengo un cometido que confiarle.

—¿Quieres enviarlo a Ampurias?

—Hay apoyos, en aquella ciudad, que podemos intentar conseguir gracias al brillo del oro.

Paribio se lamió los labios, nervioso, luego se animó y dijo:

—Hannón podría estar muerto. El mensajero que nos ha traído la noticia ha tardado semanas en alcanzarnos.

—Le daré bastante oro para que pueda alcanzar un puerto y embarcarse —rebatió Aníbal—. Más no puedo hacer.

Cartago
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