III

—¡No aflojes! ¡Busca un asidero con los pies!

Magón refunfuñó, mientras apretaba la mano de Aníbal con todas sus fuerzas. Se encontraba suspendido en el vacío, con su hermano sosteniendo todo el peso con una sola mano, y después de los primeros instantes de pánico trató de acercarse a la pared de roca, deslizando los pies en busca de un punto de apoyo.

—¡Animo! —lo alentó Aníbal—. ¡No podré aguantarte durante mucho tiempo!

Magón apretó los dientes e intentó aferrar con la otra mano la muñeca de Aníbal, pero sus esfuerzos sólo sirvieron para que su hermano resbalara aún más hacia el abismo. Aníbal estaba echado en el suelo, con el brazo tendido hacia afuera para sostenerlo. Conseguía aguantarlo sólo gracias a su increíble fuerza, pero más pronto o más tarde iba a perder el agarre, si Magón no hacía algo.

Recordó los instantes terribles en que había sentido que se le hundía el pie y se había deslizado en el vacío, del todo impotente para reaccionar. Había procurado agarrarse con las uñas al borde friable del sendero, pero la roca había cedido. Durante un momento había quedado suspendido en el vacío con la sensación de tener el estómago en la garganta, luego había comenzado a caer. Pero, de improviso, una mano se había alargado hacia él y lo había aferrado por una muñeca, manteniéndolo en vilo sobre el abismo.

Magón había mirado hacia arriba y había visto a Aníbal tendido hacia afuera, con el pecho aplastado sobre el borde del sendero que amenazaba con desmoronarse a cada instante debajo de él, haciéndolos caer a ambos en la sima.

—¡Suéltame! —había gritado desesperado, odiándose por su estupidez y por el modo en que ponía en peligro la vida de su hermano, pero Aníbal había apretado los dientes y con un esfuerzo sobrehumano lo había tirado hacia la pared rocosa, dándole la posibilidad de buscar un asidero con los pies.

Magón pataleó, imprecó contra los dioses que se divertían mofándose de él y se preguntó por qué nadie intervenía para ayudar a Aníbal. Luego recordó que el sendero estaba ocupado casi completamente por las enormes moles de los elefantes y que no había ni el más mínimo espacio. El había sido un loco y un temerario tratando de pasar como fuera, y ahora estaba pagando su imprudencia. Pero antes de arrastrar a Aníbal consigo al abismo, él mismo se cortaría la mano a la altura de la muñeca.

Aún estaba pensando en esto cuando, de improviso, la punta del pie izquierdo encontró un apoyo, y rezongando enfadado Magón trasladó allí gran parte del peso del cuerpo, hinchando los cuádriceps para izarse lo necesario para que Aníbal se levantara y se apuntalara con los pies.

—¡Eso es! —lo incitó su hermano—. Intenta encontrar un apoyo también para el otro pie.

Magón buscó otros salientes en la roca con la punta del pie derecho, y cuando halló uno emitió un gruñido de satisfacción. Hizo fuerza para izarse, pero el resalte de la roca sobre el que había puesto la suela de la sandalia cedió de improviso, haciéndole perder el agarre también con el otro apoyo, y Magón se encontró de nuevo suspendido en el vacío, con lágrimas en los ojos por la ira.

—¿Tengo que estar yo en todo, verdad? —bufó Aníbal. Magón miró a su hermano, dispuesto a pedirle que lo soltara, que no arriesgara inútilmente la vida por un necio como él, pero con sorpresa se percató de que entretanto Aníbal había conseguido aferrarlo también con la otra mano, y sentarse apuntalando los talones. Sin que pudiera hacer otra cosa, Magón notó que lo levantaban y, al final, lo depositaban en el suelo junto a Aníbal, en un tramo del sendero ocupado casi enteramente por las enormes patas de un elefante, que el conductor procuraba mantener lo más tranquilo e inmóvil posible, después de percatarse de lo que estaba ocurriendo.

Recostado sobre su espalda, al lado de su hermano, Magón cerró los ojos y trató de volver a respirar normalmente. El corazón le atronaba en las sienes, pero él sabía que no era por el miedo. La vergüenza era el sentimiento que lo dominaba, y el deseo de volver a lanzarse en el vacío para desaparecer de una vez por todas en la sima, como habría merecido.

—Ha sido divertido —comentó Aníbal junto a él, poniéndose de pie y tendiéndole una mano—. Pero ahora dime qué has descubierto sobre el otro paso.

Magón aceptó la ayuda de su hermano y se levantó. Aníbal parecía tan sereno e imperturbable como de costumbre, a pesar de lo que acababa de suceder.

—Tenías razón —le dijo—. Ese sendero no conduce a ninguna parte. El galo no nos ha mentido.

—Bien —dijo Aníbal—, Entonces continuemos. El camino aún es largo.

Cartago
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