IX
A la grupa de su caballo, Aníbal escrutaba, ceñudo, las maniobras del gran carro arrastrado por una yunta de bueyes. En el pescante se sentaba Magón, que, como de costumbre, había querido hacer lo que le venía en gana, mientras Vilualta gritaba órdenes a los hombres que mantenían a raya a los elefantes y a los caballos, aquel día más nerviosos de lo habitual.
Por lo que decía el guía galo, se encontraban ya muy cerca de ver el fin de su empresa: más allá de las crestas rocosas que dominaban la estrecha garganta en que se habían metido, el desfiladero desembocaba en un valle más amplio, donde los hombres y los animales podrían hacer un alto reparador, para reconfortarse y sobre todo para celebrar el éxito de la travesía, una hazaña que muchos creían aún imposible.
El carro que conducía Magón iba cargado con piedras y trozos de roca, hasta el máximo de su capacidad, y avanzaba por la pista mientras su hermano guiaba con extrema prudencia la yunta de bueyes, también ellos nerviosos y cautos como si se dieran cuenta de que el mínimo error los llevaría a la muerte.
Una vez más se habían encontrado en un sendero que parecía cavado en la roca, tan intransitable y accidentado que era como si, en los últimos años, hubiera sufrido una serie infinita de avalanchas y hundimientos del terreno. Al verlo, los comandantes de las escuadras de elefantes y de caballos se habían negado a afrontarlo, y las mismas quejas habían llegado de los encargados de los pertrechos, que estimaban imposible que los carros con víveres y los equipos de campo pudieran pasar por aquel recorrido insidioso, suspendido por encima de la enésima sima entre las montañas.
—Este es el camino más corto —rezongó el guía galo, interpelado por Aníbal—. Así ahorraremos cuatro días. Después de esta pista los caminos son excelentes, todos practicables. Casi hemos llegado.
Su cartaginés era aproximativo, pero aquel hombre conseguía expresarse con frases tajantes y breves que no admitían ninguna duda de interpretación.
—Entonces sigamos adelante —sentenció Aníbal—.
No podemos perder cuatro días más, hemos avanzado demasiado lentamente. Los romanos ya estarán alineados a la espera de nuestra llegada.
Nadie se atrevió a rebatir, y Magón planteó una proposición sensata, que todos habían aprobado: que fuera delante un carro cargado de piedras para comprobar si la pista estaba firme y tantear el terreno. También Aníbal dio su visto bueno, aunque no pudo menos que quedarse sorprendido y contrariado cuando Magón le pidió que fuera él quien condujera el carro.
—Necesito que mis generales más fiables estén a mi lado —había refunfuñado, tratando de convencerlo de que desistiera, pero Magón había sonreído y le había dado una palmada en el hombro, diciéndole que no se preocupara. Para él sería un juego de niños.
Mientras recordaba la expresión bravucona de su hermano, Aníbal contuvo una sonrisa: se parecía mucho cuando tenía él a su edad, y de eso no podía sino estar contento. Por otra parte, tampoco podía evitar estar ansioso por su prueba de valor: si el terreno cediera y el carro acabase abajo, esta vez él no iba a poder hacer nada para salvarlo.
—Estate tranquilo, no le sucederá nada —afirmó una voz a sus espaldas. Himilce lo alcanzó a lomos de un pequeño pero robusto caballo blanco. Como siempre, estaba hermosa y radiante, a pesar de la cabellera oscura y la piel bronceada—. Ese muchacho es al menos tan astuto e inteligente como tú.
Aníbal asintió y volvió a mirar a Magón. El carro de prueba avanzaba lentamente, pero con seguridad, las ruedas a menos de un paso del borde de la pista. De vez en cuando alguna piedra se desprendía de la cresta de la montaña, desmoronándose por el declive para desaparecer en el barranco, pero el sendero era más seguro y sólido de lo que parecía.
—Después de esa montaña estaremos en Italia —le reveló Aníbal, con el semblante sombrío—. Tenemos que pensar en qué hacer contigo.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó ella, divertida. No parecía en absoluto turbada, y si por una parte esto contribuía a levantarle el corazón a Aníbal, que consideraba el valor una de las principales virtudes, por otra le causaba cierta desazón en el estómago, donde sentía agitarse la duda de que hubiera sido un terrible error haber aceptado llevarla consigo. Pero ahora estaba allí, y él debía pensar en cómo alejarla de los peligros.
—Necesitas una escolta. Alguien de quien me pueda fiar, dispuesto a dar la vida por la esposa de su comandante.
Himilce lo miró, sorprendida, pero no rebatió nada. Sabía que sobre ciertas cosas Aníbal no admitía réplicas.
—¿Ya has pensado en alguien? —le preguntó al fin, mientras en la pista que bordeaba la montaña el carro que conducía Magón tomaba incólume la última curva y se detenía. El hermano menor de Aníbal saltó del pescante e hizo señas de que todo estaba en orden: el sendero era transitable.
—No —respondió Aníbal dando un tirón a las bridas y volviéndose hacia Vilualta y los demás comandantes que esperaban su orden para poner en marcha el ejército—. Aparte precisamente de Magón.
—Nunca te lo perdonaría —dijo Himilce, y Aníbal comprendió que ella tenía razón—, Pero quizá yo tenga la solución.
Aníbal la miró entornando los ojos.
—¿Quién? —le preguntó.
—Amidal —respondió Himilce—. Es un joven capaz y de confianza. Ya ha tenido ocasión de demostrarlo.
Aníbal hizo una mueca.
—Habría debido matarlo con mis propias manos —gruñó—. Si no lo hice sólo fue porque me lo pediste tú.
—El mismo se habría matado, si se lo hubieras ordenado —objetó Himilce.
Aníbal permaneció un rato en silencio rumiando aquellas palabras, luego, al percatarse de que todos estaban a la espera de sus órdenes, tomó una decisión.
—De acuerdo —dijo—. Que sea Amidal.
Se volvió hacia Vilualta y levantó la mano con la palma abierta, dando la señal para poner en marcha el ejército.
—Pero ahora centrémonos en llegar al otro lado. Tengo prisa por celebrar esta gran hazaña.