III

—¡Dejadlos avanzar más! —gritó Aníbal conteniendo apenas al caballo, que piafaba y relinchaba como si advirtiera la excitación de los hombres que lo rodeaban.

Los romanos habían tomado la iniciativa, tal como Aníbal esperaba, y ahora marchaban en filas cerradas, enfrentándose a la primera línea cartaginesa con su táctica habitual, que él ya había visto aplicar varias veces y que sus hombres estaban bien adiestrados para afrontar. De las formaciones compactas de los manípulos romanos se separaban dos filas de legionarios por vez, que se adelantaban algunos pasos, lanzaban sus jabalinas y luego se retiraban detrás de los otros manípulos en marcha, resguardándose con los escudos.

A medida que las líneas enemigas avanzaban, el frente de la medialuna cartaginés se retrasaba, entablando combates cuerpo a cuerpo sólo cuando los romanos entraban en contacto, pero sin romper la línea de defensa y manteniéndose en formación compacta. Los galos y los veteranos libios combatían bien, con valor y con un temple que ponía en serias dificultades a los romanos, aunque éstos tenían la impresión de avanzar por mérito de su capacidad de empuje. No se daban cuenta de la grandiosa maniobra que el ejército cartaginés estaba poniendo en práctica.

—¡Que se muevan las alas! —ordenó Aníbal al darse cuenta de que el frente de auxiliares galos y veteranos libios se había retirado bastante. Si hubiera dudado, los romanos habrían podido desbaratar el frente y todo se habría perdido—. ¡Decid a Maharbal que adelante a los suyos! ¡Deben extenderse y rodear a las legiones!

Las órdenes circularon a lo largo de toda la alineación cartaginesa, que se movió con disciplina y sin ceder a la poderosa presión de las legiones romanas, las cuales, viendo retroceder la primera línea enemiga, habían acrecentado los esfuerzos para tratar de abrirse paso en el centro y partir en dos al ejército adversario.

Era lo que Aníbal y los suyos esperaban, y para lo que se habían preparado.

* * *

Desde la posición ligeramente sobreelevada en que se encontraba, Publio observó con desasosiego lo que estaba sucediendo.

La primera, la segunda y la duodécima legión habían conseguido avanzar con determinación empujando hacia atrás el frente cartaginés, que, inferior en número y dispuesto en filas más exiguas que las formaciones romanas, no parecía resistir el impacto con su muro de escudos y lanzas. Pero precisamente cuando Publio estaba exultante por la eficacia de aquel embate, todo el ejército cartaginés realizó una maniobra inesperada y arrolladora, que sembró el pánico entre los oficiales romanos que observaban desde la distancia la evolución de la batalla: las alas de la formación púnica avanzaron, en vez de retroceder para encerrarse en un círculo de protección en torno al núcleo del ejército, y llevaron a cabo una audaz maniobra en tenaza.

El espectáculo que observaba Publio tenía algo de sobrenatural. Un escalofrío le recorrió la espalda, mientras se daba cuenta de que no estaba viviendo un sueño con los ojos abiertos, sino la realidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Apio Claudio, exasperado, tensando todos los músculos del cuerpo mientras se enderezaba al máximo a la grupa de su caballo para contemplar el desastre al que se enfrentaban las legiones de Roma.

Publio no respondió. No tenía palabras para describir lo que estaba sucediendo, y no daba crédito a lo que estaba viendo.

La caballería enemiga, mucho más numerosa y compacta que la romana, se había adelantado de improviso, secundando las maniobras de acorralamiento del ejército cartaginés. Con una furia formidable, se arrojó contra las alas del ejército consular barriéndolas con extrema facilidad, para luego concentrarse en un doble movimiento convergente que Publio no pudo menos que admirar por la rapidez de maniobra y eficacia. Mientras algunos escuadrones de jinetes númidas se separaban del grueso para perseguir a la caballería romana derrotada, los otros alcanzaron la retaguardia de las legiones, cerrando el círculo de la formación cartaginesa en torno a la consular.

—No es posible... —murmuró Apio Claudio, con voz temblorosa.

Publio abrió la boca para decir algo, pero no consiguió emitir ningún sonido. En el espacio de pocos minutos la situación en el campo de batalla se había invertido por completo, y ahora lo que tenía delante de los ojos era una pesadilla. La masa enorme de legionarios romanos era similar a un pululante montón de hormigas enloquecidas, aplastadas las unas contra las otras por un delgado pero compacto cerco de soldados cartagineses que empujaban y apretaban cada vez más hacia el centro, matando a los legionarios romanos por centenares y aprovechando el caos que se había generado para dejar que los adversarios se ahogaran en una multitud inhumana, que no conseguía romper la presión letal del acorralamiento.

Publio miró a su alrededor, buscando a las otras tropas de refuerzo que, como su escuadrón, estaban colocadas al sur y al norte del campo de batalla, pero no vio a nadie. No sabía si se habían lanzado todos a la batalla para tratar de ayudar a sus compañeros, que caían bajo los golpes del enemigo como espigas de trigo segadas sin piedad, o si se habían dado a la fuga, pero ahora poco importaba.

—¿Qué hacemos? —lo apremió Apio Claudio mirándolo con los ojos desorbitados.

—Si bajamos, moriremos —respondió Publio, notando que la ira y la vergüenza lo invadían por lo que había dicho.

—¡Podemos cogerlos por sorpresa! —protestó Apio Claudio—. ¡Si conseguimos romper el cerco nuestros compañeros podrán reaccionar!

Publio observó con consternación a su amigo, luego se volvió hacia el campo de batalla, con un soplo de esperanza. Pero la sangre se le heló en las venas al comprender que todo estaba perdido.

* * *

Aníbal cabalgó hacia la retaguardia, preocupado, más que de hacer su aportación a la batalla lanzándose a los combates como era habitual, de controlar la ejecución exacta de las maniobras que en los últimos meses habían probado mil veces.

Sabía perfectamente que una cosa era hacer mover a miles de soldados durante las ejercitaciones militares, y otra era aplicar aquellas mismas maniobras de acorralamiento en el campo de batalla, y además contra un ejército bien adiestrado y capaz de reaccionar con ira como el romano.

Aníbal sabía que se trataba de un movimiento arriesgado, porque el lazo de hombres que debía formar el cerco era exiguo, y si los romanos conseguían romperlo, todo degeneraría en una furiosa lucha cuerpo a cuerpo, donde la superioridad numérica de las legiones tendría las de ganar sobre el valor y la determinación de sus veteranos.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y presenciaba la maniobra de acorralamiento, Aníbal sentía crecer la excitación dentro de sí y la conciencia de que los dioses estaban de su parte.

La caballería de Maharbal, después de haber completado el cerco y haber aniquilado a la retaguardia romana, recorría todo el perímetro del acorralamiento a velocidad prodigiosa, interviniendo allí donde los legionarios romanos parecían a punto de abrirse paso, para volver a meterlos en el foso infernal de miles de cuerpos amontonados, que les impedía no sólo combatir, sino también moverse y respirar.

Aníbal vio a los romanos empujando, pisoteando y aplastando a sus mismos compañeros, como hombres caídos al mar que se debaten por permanecer a flote y respirar. Y mientras la carnicería se desarrollaba ante sus ojos, se dio cuenta de que las pérdidas entre sus hombres eran insignificantes: por cada cien romanos que mataban, moría un cartaginés, que de inmediato era reemplazado por un compañero, para mantener firme el cerco y apretar cada vez más el lazo que exterminaría a las legiones de Roma.

—¡Los arqueros! —ordenó, cuando comprendió que había llegado el momento de la masacre final—. ¡Que disparen! ¡Que disparen!

* * *

La pesadilla parecía no tener fin. Publio estuvo a punió de levantar un brazo y ordenar a sus hombres que se lanzaran en ayuda de sus compañeros, pero luego vio a los arqueros cartagineses alinearse en torno al cerco de soldados púnicos que combatía hombro con hombro, presionando con fuerza inhumana hacia el centro del encierro. Cuando miles de flechas se elevaron en el aire y, formando estrechas parábolas, cayeron en una lluvia mortal sobre lo que quedaba del ejército consular, entendió que todo estaba perdido y que no serviría de nada que él o sus hombres se inmolaran.

Miró a su alrededor, en busca de Lucio Emilio Paulo y de Cayo Terencio Varrón, pero no vio ni rastro. Sólo habían quedado ellos, fuera del cerco mortal de los cartagineses, y esto se debía a que se encontraban en la ribera opuesta del río, a una cierta distancia del vado más accesible.

—¡Nos han localizado! —gritó en un momento dado alguien desde las filas alineadas de su escuadrón—. ¡Se están acercando!

Publio se volvió para mirar, y con un sentimiento de pánico se percató de que diversas formaciones de jinetes númidas estaban corriendo hacia ellos, lanzadas al galope después de haber atravesado el Aufidus en un punto en que el agua llegaba a la cruz de los caballos.

—¡Repleguémonos! —gritó, y se le puso la carne de gallina al ver los ojos blancos de aquellos jinetes homicidas resplandeciendo en los rostros oscuros. Sabía de qué eran capaces, conocía su habilidad en el combate y la manera despiadada, sin escrúpulos, con que golpeaban a los adversarios en las piernas y en la ingle, en los puntos más expuestos y sensibles para desarzonarlos y volverlos inofensivos, antes de regresar y liquidarlos a golpe de espada o de cuchillo.

No tenía ninguna intención de dejarse masacrar, y el único pensamiento que le vino a la mente en aquel momento fue poner a salvo a sus hombres.

—¡Dirijámonos hacia Canusium! —aulló girando el caballo y lanzándose al galope.

Mientras se alejaba no se volvió atrás. Tenía los ojos llenos de polvo y de lágrimas, y el corazón hecho pedazos por el dolor y la vergüenza, pero nunca se detuvo, nunca dio respiro a su cabalgadura, hasta que se dio cuenta de que las criaturas demoníacas que los perseguían habían desistido.

Las vería de nuevo, lo sabía, en sus pesadillas más feroces.

Así como volvería a ver a la masa de soldados romanos empujados y aplastados los unos contra los otros, masacrados como una manada de jabalíes durante una terrible batida de caza.

De improviso, todo terminó.

Aníbal miró a su alrededor, y lo que vio era la consagración de su genio militar y de la fuerza de Cartago.

La maniobra de acorralamiento había salido bien, y la lluvia de flechas había sido el golpe de gracia para los ejércitos consulares, que habían quedado aniquilados. Decenas de miles de cadáveres yacían amontonados los unos encima de los otros, mientras los jinetes númidas y los veteranos libios e ibéricos corrían en círculo como lobos hambrientos, cubiertos de sangre y con las espadas levantadas, invocando la gloria del ejército más poderoso que se hubiera visto nunca.

—¡Aníbal! ¡Aníbal! ¡Aníbal! —gritaban en coro, haciendo viajar sus voces en el viento cálido que barría el valle, y cuando descubrían a un legionario herido que se arrastraba por el polvo lo liquidaban con un golpe de espada o lo pisaban con los cascos de los caballos.

Maruda y sus sacerdotes ya estaban agradeciendo a los dioses la increíble victoria que les habían concedido, y ayudaban a transportar a los caídos cartagineses a un círculo ritual que purificaría sus almas.

—Nunca había visto nada igual —murmuró una voz junto a él, y Aníbal se volvió sorprendido. Himilce lo había alcanzado a caballo, rodeada por algunos jinetes del Escuadrón Sagrado al mando de Amidal.

—¿Por qué has venido? —le preguntó él, ayudándola a bajar del caballo y abrazándola con tanta fuerza que casi le hizo daño.

—Estás temblando —murmuró Himilce.

—Hemos ganado —respondió Aníbal, apartándose de ella, abrumado por un cansancio terrible, como si todo aquello por lo que había sufrido y combatido en aquellos años le hubiera caído de improviso sobre los hombros, haciéndole doblar las piernas.

—Ha sido una masacre —le hizo notar Himilce, con una extraña expresión que él no consiguió descifrar.

—Ahora Roma sabe con quién está tratando.

—;Y tú? —le preguntó Himilce¿Tú lo sabes?

Aníbal sonrió, aunque se sentía invadido por un sentimiento de inquietud.

—Este no es momento para preguntas —respondió—. Debemos celebrar la victoria. Y agradecer a los dioses por lo que nos han concedido.

Himilce no replicó nada. Lo miró unos instantes y luego lo abrazó de nuevo apretándolo con fuerza.

Aníbal aspiró el perfume de su pelo, luego la apartó y miró sus ojos oscuros.

—Llegó la hora de cumplir la promesa que nunca me has hecho —le dijo.

Himilce frunció el ceño, quiso decir algo, pero le pareció entender a qué se refería.

—Nuestro hijo te necesita.

—También necesita a su padre —rebatió ella.

—Ahora hemos ganado, Roma está a un paso de la capitulación. Ha llegado la hora de que mi esposa regrese a Cartago para volver a tomar las riendas de mi familia. A la espera de mi regreso.

Himilce iba a protestar otra vez, pero de repente, tal vez porque captara la luz que brillaba en los ojos de Aníbal, perdió esa rigidez que le había hecho contraer los músculos de todo el cuerpo.

—Está bien —dijo al fin—. Haré lo que dices. Pero no me hagas esperar demasiado tu regreso.

Aníbal sonrió y la besó. Sabía que era lo correcto, aunque trataba de no mostrar el dolor que lo mortificaba al pensar que ya no la tendría cerca.

—Magón se ocupará de escoltarte —le dijo—. Ya lo he hablado con él. Llevará consigo la noticia de esta gran victoria y convencerá al consejo de que confíe en mí y envíe nuevos refuerzos.

Himilce lo miró inclinando la cabeza.

—De modo que ya lo habías decidido todo.

—Pero estaba dispuesto a morir, en el caso de que tú hubieras intentado matarme por eso.

Himilce se echó a reír, luego le lanzó los brazos al cuello y lo besó.

—Antes celebrémoslo juntos —dijo—, Y hagamos el amor durante toda la noche. Mañana Magón se encargará de mí.

—No podía pedir nada mejor —aprobó Aníbal, besándola con pasión.

Cartago
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